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Coprofundis, de Camilo de Ory

Coprofundis, de Camilo de Ory

Camilo de Ory ficciona cómo habría sido su ingreso la prisión de Soto del Real para cumplir su pena. Allí se las ingeniará para seguir conectándose a la red y relatando en tiempo real el día a día de una lisérgica reclusión. Además de comentar los pormenores del funcionamiento penitenciario, Camilo nos dará a conocer, escogidos como flores de un vasto ramillete, a algunos de los personajes con los que comparte destino y encierro, junto a quienes vivirá mil aventuras.

A continuación reproducimos un fragmento de Coprofundis (Pez de Plata).

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Día 1

Al ingresar en el centro soy sometido a un breve examen médico que incluye exploración de cavidades. Siguiendo la recomendación de un amigo expresidiario, he introducido en mi cuerpo un billete de cincuenta euros junto con el móvil desde el que escribo y su cargador. El truco (el trato) funciona y accedo a las instalaciones con cincuenta euros menos, pero manteniendo intactas mis posibilidades de comunicación con el mundo.

Mi compañero de celda (en la jerga del lugar, “chabolo”) se llama José Luis. Nos repartimos los camastros y, al saber que he conseguido meter un móvil, me exige utilizarlo en igualdad de condiciones. Accedo a ello si se turna conmigo para esconderlo. El uniforme oficioso de Soto del Real, un chándal, nos permitirá hacer el intercambio con naturalidad y rapidez.

En mi primera salida al patio, renuncio a seguir la norma no escrita de buscar al interno más grande y darle una paliza para ganarme el respeto de todos. Considero que es mejor empezar desde abajo e ir ascendiendo en el escalafón, así que busco al más bajito. Por desgracia, corre muchísimo y no lo puedo atrapar.

Haciendo cola para comer, descubro que el minipreso al que he perseguido trabaja en la cocina. Lo que parece ser un hermoso lapo amarillo sobre mi sanjacobo me hace optar por el ayuno intermitente.

Me encuentro con José Luis en la biblioteca y le cuento mi experiencia con el recluso bajito. Me dice que no hay ningún preso con esas características y que me han visto corriendo solo por el patio. Como José Luis es irlandés, sospecha que puedo haber tropezado con un leprechaun.

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Día 2

Despierto y José Luis me está mirando como un hombre de dentadura blanquinegra —en su sonrisa se alternan piezas claras y oscuras con periodicidad casi pianística—  miraría a un insecto reptador que acaba de aparecer en su cocina. Me informa de que hay que hacer la cama y bajar al comedor para el desayuno: para ello emplea un glosario de extravagantes términos talegueros, que recalca como dando a entender que todo lo que yo creía conocer sobre el nombre de las cosas ha quedado atrás.

El desayuno consiste en un café servido en vaso de cartón, un trozo de pan pasablemente tierno, unos pequeños envases con mantequilla y mermelada y unas galletas rancias envueltas en plástico. En previsión de posibles incidentes, trato de determinar con qué podría improvisar un arma. El cuchillo para untar la mantequilla es diminuto y nada rígido, poco más que un arañazo le iba a hacer con eso a un recluso hostil aunque encontrara el modo de afilarlo. Más eficaz podría ser pegarle en la cabeza con las galletas. Sea como fuere, es casi imposible comer algo tan temprano, así que imito al resto de los presos y me guardo todo lo que puedo en los bolsillos.

Nada reseñable en el patio. Paso las horas apoyado en la pared y fingiendo indiferencia por el entorno. No hay rastro del leprechaun. Voy un par de veces a los baños para teclear mis impresiones en el móvil: después les daré forma en el chabolo. Los baños están llenos de gente que habla clandestinamente por teléfono con familiares, amigos, compañeros de mara, socios en diversos bisnes y exmujeres acosables desde el anonimato del número desconocido. Es curioso que los parroquianos habituales de los antiguos locutorios hayan terminado fundando su propio locutorio intramuros. Se supone que hay inhibidores de frecuencia para impedir este jolgorio, pero sospecho que los desactivan para evitar motines, igual que se tolera el tráfico y consumo de drogas. Echo un vistazo a las redes sociales: en WhatsApp y Messenger hay muchos mensajes de gente que se preocupa por mí o que trata de averiguar si de verdad estoy aquí para dar rienda suelta a su regodeo.
Tampoco hay novedad en la comida: arroz tres delicias y palitos de merluza. Un compañero de mesa quiere conversación, pero decido mantener un mutismo hosco que creo que me sienta muy bien y que a la larga me evitará algún problema. Comer tres veces al día es excesivo. Me parece una forma de tortura intolerable que habría que erradicar de nuestro sistema penitenciario. Hoy dan una pera de postre.

La biblioteca no dispone de anaqueles, sino de un montón de folios grapados y colgados de una alcayata, con los títulos de los libros disponibles. Eliges uno y se lo pides al preso encargado a través de una ventanilla. El catálogo no es muy variado, aunque uno puede hacer desideratas como en las bibliotecas de ahí afuera. El preso encargado me sugiere que no coja un libro muy gordo, porque en un par de días me destinarán a otro módulo —no sé si he mencionado que aún estoy en el de ingresos—  y no me va a dar tiempo a terminarlo.

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Día 3

Normalmente (tras dos noches aquí, ya cabe hablar de normalidad) me las apaño para redactar el parte del día entre la hora de la siesta, cuando José Luis ronca como un camión y no escruta mis movimientos con mirada enigmática, y la tarde en la biblioteca, de modo que la cena no queda reflejada en el informe. No importa: la cena es el momento más tristón de la jornada, que todos dan ya por muerta, y un prefacio de las interminables noches en el chabolo. Una tajada de fletán con yogur de postre no tiene entidad para alterar los acontecimientos de un día completo.

Antes de dormir suelo charlar un rato con José Luis, que hace gala de un laconismo condescendiente que de algún modo también parece ansioso. Es irlandés y ha visitado el hotel varias veces. No cuenta por qué y yo me abstengo de apretarle por miedo a que me devuelva la pregunta. Llamar “hotel” a la cárcel es la piedra angular del humor taleguero, aunque algunos talentos locales de la comedia prefieren utilizar la palabra “resort”. Es obligatorio sonreír después de decir “resort” u “hotel” para que tu interlocutor sepa que eres un hombre consciente de estar haciendo una broma, y no un idiota a secas. Códigos.

José Luis fuma en cantidades considerables. Fuma tabaco negro, como si además de ser de otro país fuera de otra época. Aquí fumar está permitido en ciertas zonas comunes y en el chabolo, aunque cualquiera puede pedir que le asignen una celda de no fumadores. En esto y en varias otras cosas, la cárcel es un último reducto de libertad, poblado por bravos Astérix politoxicómanos. Aunque yo no fumo, el humo no me molesta demasiado. En realidad, ni lo noto. Crecí entre chimeneas humanas y algunos detractores dan por seguro que mi madre fumó durante el embarazo. La verdad es que, con tantas novedades, no se me ha ocurrido pensar si necesito o no a un roomie fumador.

Pese a todo, José Luis termina disparando: por qué me han trincado. Recuerdo la respuesta que alguien daba en una película: maté a un hombre que hacía demasiadas preguntas. Maté a un hombre que hacía demasiadas preguntas, José Luis. Sonrío después de decirlo, para dejar claro que soy un comediante y no un idiota, pero José Luis no me ve porque está a lo suyo, flotando entre nubes vintage de Ducados y condescendencia lacónica.

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Autor: Camilo de Ory. Título: Coprofundis. Editorial: Pez de Plata. Venta: Todostuslibros

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