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Crónicas de la República y la Guerra Civil, de Fernando Ortiz Echagüe

Crónicas de la República y la Guerra Civil, de Fernando Ortiz Echagüe

Con un prólogo de Marta Campomar, se reúne en Crónicas de la República y la Guerra Civil una selección de artículos escritos por Fernando Ortiz Echagüe (1892-1946) entre abril de 1931 y mayo de 1939, publicados en su día en el diario argentino La Nación y que ahora edita Renacimiento. La labor de rescate y edición de los textos ha sido realizada por Luis Sala, doctor en Historia y periodista, cuyas líneas de investigación se han centrado en la historia del socialismo español en el siglo XX. Este libro ofrece un mosaico literario por el que desfilan algunos de los políticos, literatos, intelectuales y artistas que protagonizaron lo que se ha llamado la Edad de Plata de la cultura española.

Ortiz Echagüe murió en extrañas circunstancias en París en julio de 1946. Sirvan estas crónicas, de las que Zenda publica un adelanto, como homenaje a su figura, hoy injustamente olvidada, y para dar a conocer hoy el trabajo de uno de los grandes maestros del periodismo hispanoamericano del siglo XX, quien, durante la Segunda Guerra Mundial, fue corresponsal en Nueva York, miembro del Club de la Prensa y de la Asociación de Corresponsales de la Prensa Extranjera.

 

Diálogos españoles. El desprecio de la inteligencia

12 de julio

Biarritz, junio de 1931. No comprendo –dice un amigo– su fervor republicano. Ni su nombre ni sus antecedentes pueden justificarlo. Y menos todavía los resultados que ofrece, hasta ahora, la república.

—Le diré, ante todo, que las adhesiones condicionadas a los resultados no me merecen ningún respeto. Hay dos modos de equivocarse: por impulso o por cálculo. Siempre me ha parecido preferible la equivocación del instinto. El corazón nos engaña menos cruelmente que el cerebro. Ahora hay en España republicanos impulsivos y condicionales. Los primeros fuimos tibiamente monárquicos, por instinto de conservación, mientras creímos que el trono podría ser el baluarte del orden, la última defensa contra la anarquía amenazante. El caso de Alcalá Zamora, exministro de la Corona y primer combatiente de la revolución, bastaría por sí solo para dar títulos de calidad a esos republicanos. No es que prefiriésemos la monarquía a la república como sistema de gobierno –sobre todo los hombres formados, como yo, en países republicanos–; es que a fuerza de oír los sombríos vaticinios que propalaban por el mundo los monárquicos, como método de propaganda indirecta, sobre el caos en que sumergiría a España la república, habíamos llegado a compartir el temor de que el nuevo régimen podía venir, en efecto, acompañado de profundas convulsiones y espantosas matanzas. Claro es que los republicanos combativos descontaban, incluso, esos recursos extremos para el triunfo de su causa, pero la inmensa mayoría de los españoles preferíamos soportar resignados una dinastía decadente antes de ver a España a sangre y fuego. Desde 1923, año de la aparición de Primo de Rivera, eran ya pocos los monárquicos de verdad. El que menos definía la monarquía como «un mal necesario». Hasta que se ha visto que era un mal, pero no necesario. Por eso solo votamos por la república cuando supimos con aproximada certidumbre que no traería la guerra civil. Y es justo recordar cuánto contribuyó a desvanecer ese fantasma de fabricación monárquica, la Agrupación al Servicio de la República, fundada por Ortega, Marañón y Pérez de Ayala.

Así, los españoles apolíticos y amantes, ante todo, del orden, hemos reconocido en el advenimiento limpio y claro del nuevo régimen, los rasgos distintivos de un porvenir digno y por eso le prestamos desde el primer día nuestro apoyo, mientras los otros, los republicanos condicionales, aplazan cautamente su adhesión hasta ver qué resulta. Ya se dicen republicanos, pero desconfían de la república, y sus reservas mentales son de tal índole, que trabajan inconscientemente contra ella. Pero ya verá usted dentro de uno o dos años, cuando el régimen se haya consolidado en la paz social y en el trabajo, cómo afirman que ellos creyeron, a fe ciega, desde el primer día en la república. «Por ahora –dicen hoy– las cosas no van del todo mal, pero ya veremos. ¡Ojalá acierten!» ¡Y hay tanta reticencia en su deseo!…

Claro es que no están incluidos en mi clasificación los monárquicos a ultranza, los que ponen el trono por encima de la patria, los que prefieren secretamente que España perezca antes que verla engrandecida y próspera por obra y gracia de la república.

—Pero esos son unos cuantos ofuscados que no obedecen a su Rey, pues Alfonso XIII les aconseja…

—… Que actúen públicamente y que «sin perjuicio de propagar con el mayor entusiasmo, pero legalmente, sus convicciones monárquicas, manifiesten su propósito de no crear dificultades al gobierno español e incluso estén con él para todo lo que sea defensa del orden y de la integridad de España». —He ahí unas nobles palabras. Y luego hablarán de conspiraciones contra la república… —Es cierto que en su gran mayoría los monárquicos siguen fielmente las instrucciones de su jefe y no ponen obstáculos aparentes a la república. Pero propagan por todas partes sus recelos y su temor del futuro y están en un estado de ánimo tan propenso a la alarma, que acogen los mayores infundios y los esparcen por el extranjero sin darse cabal cuenta del daño que causan al crédito patrio. La otra noche, en la mesa vecina de un restaurante, una dama francesa, muy enjoyada, contaba a sus amigos con tantos pelos y señales como exhibía en su averiado rostro, que en Madrid las turbas habían incendiado el Museo del Prado, pereciendo entre las llamas tres mil obras maestras.

—Pues hace un mes eso pudo ser cierto. ¿No ha presenciado usted el triste espectáculo de la barbarie popular: la quema de conventos, la destrucción de joyas religiosas, el saqueo y el robo? Todavía, si eso hubiera ocurrido el primer día; pero así, en frío, a las tres semanas de proclamada la república, cuando ofrecíamos vanidosamente al mundo el ejemplo de nuestra revolución…

—Pues yo veo esa tardía explosión del furor popular muy justamente colocada en el proceso revolucionario. Sobrevenida en el momento mismo de la caída de la monarquía, hubiera empañado la limpieza del movimiento cuyo carácter original reivindicamos. Tres semanas después, cuando el pueblo sintió amenazada la república por la ofensiva conjugada de algunos elementos monárquicos y clericales, la quema de conventos puede explicarse, aunque nunca justificarse, como una reacción instintiva de la muchedumbre dispuesta a defender contra acechanzas turbias lo que había ganado limpiamente. El pueblo dio un toque de atención para evitar que se les hiciera el campo orégano a los enemigos de la república. Las turbas que habían derribado el trono más viejo de Europa sin violencia y sin sangre, querían advertir que, si llegaba el caso, también eran capaces de defender su voluntad por la fuerza. Y la prueba de que el incendio de conventos solo fue una bárbara advertencia, una torpe réplica a ciertas provocaciones, está en la ausencia de crueldad por parte de las masas, que desatadas y todo y sin la amenaza de los fusiles, no intentaron perseguir a los religiosos y más bien les ayudaron a buscar refugio. ¿Cómo va a transformar su psicología en tres semanas, trocándose en vandálica horda, el pueblo que en los días de abril fue dueño de España y no la manchó con una gota de sangre?

Muy otra fue en 1909 la conducta del populacho con sacerdotes y monjas, cuando la semana sangrienta de Barcelona. Entonces el problema religioso era tan violento que la monarquía, en todo su apogeo, solo pudo contener el fervor popular al cabo de una semana de desmanes y a pesar de que, a la sazón, [Antonio] Maura presidía uno de los gobiernos más enérgicos que tuvo la Corona. Ahora, la república, sin sacar las tropas a la calle, ha dominado la situación en veinticuatro horas.

—Reconoce usted que el problema religioso se ha atenuado de veinte años a esta parte. Es, pues, obra de la monarquía. Y obra amenazada hoy por la república.

—No creo al actual gobierno en camino de emprender una campaña contra la religión. Quiere simplemente establecer la libertad de conciencia y acabar con la influencia del clero, muy disminuida últimamente con el acceso de la mujer a las profesiones liberales. La mujer española ya no vive sometida, sino que respira un aire de renovación en las aulas universitarias, en los concejos municipales, en el foro, en el magisterio y en todos los centros de actividad abiertos a su inteligente ambición. Libre la mujer del apoyo clerical, el problema religioso va perdiendo en España virulencia. Las muchedumbres protagonistas en 1909 de la tristemente célebre semana sangrienta de Barcelona, se han contentado ahora con rociar de petróleo unos cuantos conventos para encender en España las luminarias de la revolución. No eran hogueras para achicharrar frailes, sino banderillas de fuego puestas al manso de la reacción, y a cuyo estruendo los tendidos de sombra habrán podido meditar sobre los horrores de la comuna.

—Ya veremos si es tan poca cosa… Yo me temo que no haya pasado el peligro y que tenga el gobierno nuevas dificultades antes de entrar en la etapa organizadora. —Por ahora el nuevo régimen está liquidando la herencia ingrata de la monarquía y todavía no ha podido entrar en el periodo constructivo. Pero ya se advierte el poder moral de la república sobre un pueblo dócil y digno. Cuando el Estado se debilita, como venía sucediendo en la última década, puede temerse todo del pueblo, a menos de estar apuntándolo siempre con los máuser de la Guardia Civil.

Por ahora el Estado español se fortalece lentamente porque recibe del pueblo mismo su mandato y se va estableciendo una corriente de mutua confianza entre gobernantes y gobernados, es decir, un verdadero régimen democrático.

—¿Acaso no mereció Alfonso XIII el título de Rey demócrata que le otorgaron tantos países republicanos?

—Dejemos a la historia la tarea de adjudicar al último Rey de España el título que haya merecido; quizá le baste con esa simple clasificación cronológica… Pero creo que ha puesto usted el dedo en la llaga. Don Alfonso tuvo pujos democráticos porque, dotado de sentido internacional, veía claramente por dónde iba el mundo a principios de este siglo de gracia. Más nunca reinó como un soberano democrático, contentándose con parecerlo. Entre la grandeza nobiliaria, los políticos y los militares lo metieron en una muralla de adulación que le cerraba la vista de España y que iba estrechándose a medida que se agrandaba el peligro circundante. Veía apenas un círculo de su reino y creía abarcarlo en su vasta extensión.

—Esperemos el juicio desapasionado de la historia.

—La historia tratará de explicar cómo un rey pudo ser mejor que su reinado. Más sin esperar un juicio que no hemos de alcanzar, los contemporáneos de Alfonso XIII podemos asombrarnos de que un monarca dotado de talento natural haya podido vivir tantos años entre angustias y sobresaltos militares, sin reparar en la acción revolucionaria que venían desarrollando con plan certero los intelectuales. No podrán comprender los futuros historiadores cómo en nuestro siglo de luces un rey tildado de moderno que se esforzó por mantenerse en contacto con todas las fuerzas vivas, pudo ignorar la fuerza de la pluma, sobre todo en un país donde la república, aunque efímera, ya había sido patrimonio de los intelectuales. El regio desvío respecto a la intelectualidad fue resultado de una educación deficiente, cuando más preocupada de la salud de su hijo que de su inteligencia, Doña Cristina lo dedicó al deporte. Más tarde D. Alfonso aprendió muy bien el oficio de rey, es decir, las reglas del arte decorativo externo, el protocolo, las fórmulas, el aire marcial; cultivó su memoria, desarrolló su simpatía, el don de gentes… Pero su afición más marcada fue siempre la milicia. Creyó que le bastaría con la fidelidad de sus soldados. Mas no contó con ese otro ejército de la pluma o pensó contentarlo con el clásico mendrugo que sus ilustres antepasados echaban al trovador de la corte. No advirtió D. Alfonso ni advirtieron sus ciegos servidores, que en nuestros tiempos Cervantes, cuyo genio y cuya gratitud compraba el conde de Lemos por unos escudos, no vive de la adulación cortesana, pues tiene grandes empresas capitalistas que editan sus libros a millares y poderosos diarios cuyas rotativas lanzan al viento universal sus artículos demoledores.

En la mesa del Rey, tendida siempre para duques, ministros, generales, obispos y sportsmen no hubo nunca un asiento para un pintor genial, para el gran novelista, para el músico eximio, para el filósofo o el catedrático. Nadie advertía en palacio el volumen social que iba adquiriendo el escritor; su voz no podía llegar a la cámara regia entre el ruido de sables, espuelas y alabardas.

—Permítame que le recuerde alguna tentativa malograda por el orgullo del intelectual arisco, que en España se cree un ser aparte, como si el abogado y el médico y el ingeniero…

—Ya sé; va usted a recordarme aquel puente tendido al rebelde Unamuno, cuando Romanones logró llevarlo de su mano a palacio. En el catedrático metido a político, el Rey vio solamente al político. Ignoraba la existencia del polígrafo y D. Miguel, nada deslumbrado con los resplandores de la majestad, dijo al salir del regio alcázar aquella frase implacable: «D. Alfonso es un hombre listo, pero sin talento». Más adelante, Azorín, nombrado subsecretario de instrucción pública, subió a palacio para dar las gracias y salió entristecido. El Rey, que lo veía por primera vez, no aludió para nada al escritor, cuyos libros desconocía. No había visto en Azorín más que el flamante político ciervista. ¿Y quién no recuerda el despecho de Blasco Ibáñez cuando llegado a Madrid de vuelta de su viaje triunfal por los Estados Unidos, donde se había cubierto de oro y de gloria con «Los cuatro jinetes del Apocalipsis», esperó vanamente en su hotel –bloqueado por la envidia de compañeros menos afortunados– los honores que correspondían a su rango de primer novelista español? Su origen republicano –siempre la política antes que las letras– le había cerrado las puertas de palacio, las de los salones de la corte y las de la Academia. Pero la fama le abría anchamente las suyas, y aquel mismo año, con su panfleto «Alphonse XIII demasqué», Blasco Ibáñez clavó firmemente en las gradas del trono la piqueta con que otros lo han derribado.

—Todo eso es cierto, pero olvida usted que fueron los intelectuales los que abrieron el fuego, tomando desde 1873 una posición combativa respecto a la Corona. Unamuno fue destituido de la rectoría de Salamanca, después de una larga serie de violentos artículos contra el Rey, algunos publicados precisamente en La Nación de Buenos Aires.

—Por eso mismo, los consejeros del monarca, ya que él encerrado en su muralla no podía verlo, debieron esforzarse en atraerle esa falange de escritores y sembradores de ideas que fieles a la tradición de Castelar, Salmerón, Pi y Margall y Costa, estaban formando con su prédica la futura república. Don Alfonso, que educó su «mano izquierda» en la atracción de ciertos republicanos cuya hostilidad le preocupaba y congraciándose con determinados generales alejados de palacio, no la dedicó nunca a simpatizar con el intelectual de ideas un poco avanzadas. «Son cuatro locos», –decían en palacio. Ni tan pocos ni tan locos. Ya se ha visto…

Créame usted, el pecado original del rey destronado ha sido su desdén absurdo por la intelectualidad. Prefirió la compañía de sportsmen y aristócratas a la de sabios y letrados. La corte de Alfonso XIII pasará a la historia por su desprecio de la inteligencia. Los altos valores nacionales, si no eran cortesanos, sufrían postergación. Una gloria española de las artes o de las letras, no recibió nunca la menor atención del Estado. En tiempos de Primo de Rivera –que se jactaba de haber hecho su educación política en el Casino de Jerez– el pensamiento llegó a considerarse como un peligro nacional. Se cierran los centros de cultura, se destierra a Unamuno, se tacha la letra inteligente… La policía vigila al escritor como un anarquista que lleva una carga de dinamita en la cabeza. Fueron pocos los que se libraron de la expulsión o de la cárcel. ¡Que le dijeran al marqués de Estella que el pensamiento no delinque! Durante su dictadura la palabra intelectual llegó a tener la equivalencia de un delito.

—Pues ya ve usted cómo el tiempo ha venido a dar la razón al dictador, porque efectivamente los intelectuales llevaban en la cabeza la dinamita que ha volado el trono de España.

—Es que no se puede exterminar el pensamiento. Unos hombres lo crean, otros lo modelan, otros lo imprimen… y cae en la calle como semilla que germina al sol. Iba usted a decirme que el médico, el abogado, el ingeniero son ciudadanos de categoría igual al escritor. Conforme; pero el escritor es el único tipo social que en estos tiempos ha introducido principios activos en nuestro medio nacional. Por eso se le temía tanto. Ha actuado intelectualmente sobre la dormida conciencia española; ha trabajado directamente sobre la juventud que, por medio del hogar, obró a modo de tónico en el cuerpo social. Créame: la república la ha traído en España la inteligencia. A fuer de perseguidas, las ideas llegaron a alcanzar alta tensión en la prensa y en el mitin. Y el calor popular al contacto de la pluma de los polemistas y del verbo de los tribunos, produjo, por fin, la explosión redentora.

Mi amigo ya no me interrumpe. Sobre nuestro desacuerdo, España proyecta, desde los Pirineos, su vieja y gloriosa sombra.

—¡Qué importa al fin el régimen político! Lo esencial es que el español se eduque. Un país no se reforma con leyes y decretos; necesita, sobre todo, esa cohesión, esa madurez que tiene un pueblo cuando llega a alcanzar un buen nivel medio de cultura. Recuerde usted aquellas profundas palabras de Ramón y Cajal: «Se ha dicho tantas veces que el problema de España es un problema de cultura. Urge, en efecto, si queremos incorporarnos a los pueblos civilizados, cultivar intensamente los yermos de nuestra tierra y de nuestro cerebro, salvar para la prosperidad y el enaltecimiento patrios todos los ríos que se pierden en el mar y todos los talentos que se pierden en la ignorancia».

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Autor: Fernando Ortiz Echagüe. Título: Crónicas de la República y la Guerra Civil. Editorial: Espuela de plata. Venta: Amazon, Fnac y Casa del libro

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