Verano de 1991. Las fiestas de la pequeña localidad de Oña, en Burgos, se tiñen de un aire ominoso cuando encuentran a una joven en su coche, semidesnuda, inconsciente y con claros signos de violencia. Todas las señales apuntan a Miguel, el chico con el que había intimado en un bar a la vista de todo el pueblo y que finalmente será condenado a doce años de cárcel.
Septiembre de 1997. Marta, una joven abogada que estuvo presente la noche de los hechos, debe visitar a Miguel en la cárcel para gestionar el patrimonio de su madre. Al ver indicios de su posible inocencia, Marta decidirá reabrir el expediente de esta agresión seis años más tarde, con la convicción de que los detalles de este crimen no son lo que parecen.
Zenda ofrece un fragmento de Cruce de damas (Roca editorial), la primera novela de María Boado Olabarrieta, fiscal delegada de violencia sobre la mujer, que este jueves 23 de enero llega a las librerías. Un thriller judicial que revela los mecanismos y entresijos de la justicia española.
***
Ane se despertó ya por la tarde. Serían las cuatro cuando entró en su habitación Margarita, la guardesa, preocupada por si le pasaba algo.
—Un zumo de tomate y una tortilla francesa estarían bien —pidió—. Por favor, diles que ahora voy.
—Por favor, diles que ahora voy —susurró Margarita para sus adentros mientras abandonaba la habitación y revisaba aquí y allá, observaba el desorden del cuarto y maldecía el trabajo que le quedaba por hacer por culpa de aquella niña mimada.
Ane intentó poner en orden su mortificada cabeza. Tenía una resaca considerable de la noche anterior, aunque, al final, había resultado mejor plan de lo que esperaba.
No recordaba quién había propuesto ir a aquel pueblo de fiesta, pero había sido una idea estupenda. Allí se habían atrincherado las cuatro en un bar cuando apareció aquel chico moreno, guapísimo, con esos ojazos verdes y aquella pinta estudiada de malote con sus botas camperas. Aún podía notar sus manos recorriéndola de arriba abajo.
«Total, allí no me conoce nadie», se dijo mientras se reía de la situación.
Había pensado volver a Neguri aquel día, pero, después de la juerga de la noche anterior, se había quedado con ganas de guerra y les iba a proponer a sus amigas que se quedaran un día más y repitieran la jugada en aquel pueblo donde eran unas desconocidas. Además, nadie la esperaba en casa. Sus padres andaban en algún lugar de Europa y su novio, Iker, llevaba seis días en Fuerteventura surfeando con sus amigos.
Se dio cuenta de que no sabía ni su nombre, el del moreno, pero no sería difícil encontrarlo seguramente en el mismo lugar y a la misma hora. De que entrara en calor ya se encargaría ella. Así que Ane se arrastró hasta la piscina, donde la aguardaban sus amigas. Nunca había tenido interés por hacer amigos en Briviesca, por lo que siempre iba allí acompañada. La casa era grande y estaba preparada para montar grandes fiestas. De hecho, llevaban ya aquellas paredes muchas y grandes quedadas de amigos a sus espaldas a costa de la paciencia y el trabajo de Margarita y su marido, que siempre estaban deseando que se fuera y no lo disimulaban demasiado. Si fuese por ella, ya los habría echado, pero, según su padre, era difícil encontrar gente de confianza por allí. Mientras tanto, los mortificaría todo lo que pudiera.
No le costó mucho convencer a sus secuaces. Siempre había tenido dotes para conseguir de los demás lo que ella quisiera. Aunque ni ella misma sabía bien lo que quería. Se limitaba a vivir cada día disfrutando de su dinero. Se había acostumbrado desde pequeña a tener cada cosa que deseara. Nada se le había negado nunca. No sabía lo que era no poder hacer un viaje o darse un capricho por extravagante que pudiera ser.
Y, como quien lo tiene todo a su alcance, no se esforzaba pornada ni nada la entusiasmaba especialmente si requería un esfuerzo de su parte. Había terminado el bachillerato muy justa de notas a costa de repetir un año y con el indudable apoyo de su padre, quien donó una buena cantidad al colegio para rehabilitar el gimnasio. Y no era ninguna tonta. Simplemente no le interesaba nada. Se aburría.
Luego había empezado Derecho en Deusto, por eso de que en la privada era más fácil. Lo hizo solo para contentar a su padre que pretendía que se pusiera algún día al frente de la empresa. La habían engañado. De fácil nada. Resultaba que había que estudiar. Así que, al año siguiente, tras echarla de Derecho, había dado el paso a Psicología, también en Deusto y siguiendo el consejo de su padre, empeñado en que tuviera un título, aunque fuera para colgarlo en una pared, que siempre daba un toque de distinción. Pero resultó que aquello tampoco era la suyo. Demasiado abstracto y poco tangible eso de la psique.
Y, total, ¿para qué tenía que perder el tiempo en una universidad desaprovechando sus días y su juventud si al final iba a heredar la empresa y tenía dinero de sobra para ella y para los hijos que vinieran con Iker si finalmente se casaban?
Aunque eso estaba casi decidido desde que Iker aceptó un puesto en la empresa.
Lo había conocido siendo jugador del Athletic Club. Era como ella, llamativo, brillante. Durante los cuatro años que llevaban saliendo eran una pareja de guapos que no podía faltar en ninguna fiesta que se preciara en Bilbao. Claro que lo del fútbol no era para toda la vida, e Iker tampoco había sido nunca un primera línea, por lo que un puesto de directivo en la empresa de su futuro suegro era algo que no podía rechazar, aunque no supiera ni cuál sería su cometido ni tuviera formación alguna para ello. El título de yerno de Celaya era suficiente.
Después de devorar la tortilla que le había preparado Margarita se derrumbó con sus amigas sobre una de las tumbonas de rayas ordenadamente colocadas frente a la piscina.
Le faltó tiempo para comentar la aventura de la noche anterior. No tenía ni idea de lo que había sido de ellas desde que llegó aquel tío.
—No hace falta que lo jures —le dijo Iratxe—. Tenías todos los sentidos ocupados.
—¡Pero qué bestia eres! —comentó Almudena—. Que está bien, tía, pero, no sé, algo menos a la vista, que si me afano te veo los pezones.
—Ja, ja, ja. —Rieron todas al unísono.
Las demás habían estado, según le explicaron, más comedidas y habían acabado hablando con los amigos de aquel chico.
—Miguel, se llama Miguel —le dijeron—. Por si tienes la necesidad de decir su nombre en pleno éxtasis.
—Ja, ja, ja. —Volvieron a reír.
Ninguna de ellas mencionó a Iker.
Ane tampoco sentía ningún remordimiento en lo que a él se refería. Iker era un animal social con un don innato para las relaciones públicas y, en más de una ocasión, aquellas relaciones habían derivado en coqueteos explícitos con otras mujeres, incluso delante de ella. Claro que en todo momento lejos de su ámbito social, donde ambos mantenían las formas, y sin llegar más lejos. Sin sospechas de infidelidad. Incluso la excitaban aquellos coqueteos siempre y cuando no se materializaran, e Iker lo sabía y la complacía. Después él volvía con Ane y le demostraba que no había nadie más ni mejor que ella. De esa forma ambos se burlaban de los demás.
Con frecuencia alimentaban e intensificaban sus sentimientos a base de estos juegos que derivaban en discusiones.
Al final, siempre lo arreglaban todo en la cama. Eran dos fieras amansadas por el sexo, dos animales sexuales. Así funcionaba su relación y era perfecta para ellos. Eran dos seres pasionales y vividores con idénticas aficiones y gustos y con todos los medios a su disposición para poder satisfacerlos. Cada uno era el trofeo del otro.
Además, Ane tenía la seguridad que le daba su fortuna. Él sabía lo que ella valía, en pesetas, y ella sabía que ese era el mejor seguro que tenía para mantenerlo a su lado para siempre. A Iker le gustaba vivir bien y ella era la banca; una banca con muy buena fachada. Todo esto no le resultaba superficial ni insuficiente porque estaba acostumbrada a conseguirlo todo con dinero. Pero ahora Iker estaba de fiesta en Fuerteventura, seguramente coqueteando aquí y allá, y ella estaba en Briviesca, y eso, en sí mismo, ya le pareció una desigualdad intolerable que pretendía compensar aquella noche gracias al moreno de ojos verdes.
Se había propuesto reanudar lo que había empezado la noche anterior. Sería su última aventura de soltera. Algo así como una despedida de la que Iker nunca se enteraría. Así que, después de una siesta reparadora, las cuatro se enfundaron en sus prendas de guerra dispuestas a dar toda la que se pudiera aguantar.
Ane se puso sus vaqueros de Versace, que eran su talismán para salir de caza, y un top rojo, que destacaba su piel bronceada el mes pasado en las calas de Menorca. Tenía una larga melena rubia y rizada, ojos azules y una nariz respingona, un poco demasiado, fruto de una rinoplastia que se hizo con dieciocho años.
En conjunto, a sus veintitrés años, sin ser guapa, era muy llamativa, además de espontánea y desinhibida, un poco demasiado también, aunque eso le venía de fábrica y sin necesidad de cirugía. La última locura que le había dado por hacer fue tatuarse, a ras del pubis, una G que le había dado mucho que pensar a Iker, quien había repasado el nombre de todos sus amigos uno a uno. Gorka imposible, ni lo miraría. Gonzalo llevaba dos años en Turín, así que tampoco. Gaizka, quizá Gaizka.
Aquella G tatuada en una noche de fiesta y borrachera desencadenó otra tortuosa pelea que terminó cuando Ane le convenció de que aquella G era la G de Gucci. Aquello tenía que ser verdad. Era muy propio de Ane. Y la G era efectivamente igual que la del logotipo de Gucci. Iker lo comprobó sacando un bolso del armario que puso junto al tatuaje.
—Definitivamente, estás loca —le dijo echándose sobre ella para zanjar la pelea mientras le daba un sutil mordisco a la G púbica.
A partir de entonces, cuando la cosa se calentaba y siempre cuando terminaba el sexo Iker le daba un mordisco en aquella G. Decía que era su marca personal.
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Autor: María Boado Olabarrieta. Título: Cruce de damas. Editorial: Roca editorial. Venta: Todostuslibros.
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