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Un cuento de Semana Santa

Un cuento de Semana Santa

Mediaba marzo y llovía en Zaragoza. Sentado en el sillón del comedor, tomaba un nespresso y pensaba en mi amigo, el escritor zaragozano Julio Cristellys. A través de la ventana, el cielo nublado se recortaba tras la cúpula del Hospital Provincial. Debía quedar con Julio, que acababa de volver de Nueva York y, paralelamente, me preguntaba dónde iríamos de vacaciones en Semana Santa.

La Semana Santa siempre me ha provocado sentimientos encontrados. Por una parte, no me interesa la liturgia ni la teología católicas; por otra parte, me apasionan la lectura de la Biblia y el arte religioso. Hace unos meses leí el Libro de Judit y concluí que era la nouvelle perfecta. Los pasos de Semana Santa, esos grandes conjuntos barrocos de figuras contorsionadas, dolientes o en éxtasis, enlazándose entre sí, me parecen obras de teatro mudas.

"¿Por qué asociaba yo a Julio con la Semana Santa? No podía recordarlo. Instintivamente, me acerqué a la estantería y busqué sus libros."

Por su elegancia, su cortesía y su cultura, un escritor local me dijo que Julio Cristellys era “lo más parecido a un lord inglés que tenemos en Zaragoza”. Solemos quedar en el bar del hotel Palafox, nos sentamos en cómodos sillones, sobre mullidas alfombras y hablamos de literatura y de cine bajo lámparas de pie que irradian una luz dorada.

¿Por qué asociaba yo a Julio con la Semana Santa? No podía recordarlo. Instintivamente, me acerqué a la estantería y busqué sus libros. Allí estaban el libro de relatos Marejada (2014); sus novelas: El aguijón del tiempo (2015) y Madrugada (2008). Había un segundo libro de cuentos titulado Rasgueos (Huerga y Fierra, 2010) que leí hace varios años. “Para Ricardo, con el sincero “rasgueo” de la amistad, Pascua de 2014” —escribió Julio en la primera página—. Y, de súbito, me acordé… ¡Sí, allí estaba! Mi recuerdo que lo relacionaba a él con la Semana Santa giraba en torno a un cuento de aquel libro. Lo leí precisamente durante la Pascua de 2014 y me pareció brillante.

Se trata del relato “Dolor, pasión y gloria”, un cuento de cuatro páginas que, del modo más barroco, mezcla dos historias distintas. La primera es el relato de la Pasión de Cristo descrita con un estilo esteticista, como si se tratara de un paso procesional de Salzillo. La segunda es la historia de Roberta, una mujer que asiste a los oficios en la iglesia barroca de San Felipe tras cometer un crimen pasional.

Cristellys entrelaza ambas historias forzando la sintaxis. A oraciones sobre la Pasión, le suceden otras que tratan sobre Roberta, todas ellas unidas por comas y puntos y seguido, sin un solo punto y aparte. El efecto es que el relato religioso queda subyugado por su estética, y la historia de Roberta cobra fuerza por el contraste insano con el relato sagrado.

Eso era precisamente lo que me había gustado de “Dolor, pasión y gloria”, la disociación entre religión y literatura, ahora lo recordaba. Sí, tenía que quedar con Julio y contárselo antes de que emprendiera otro de sus viajes. En la mesita junto a mi sillón descansaba la taza de nespresso vacía. La cúpula barroca del Hospital Provincial se recortaba sobre el cielo azul marino de la noche. ¿Dónde iremos de vacaciones en Semana Santa?

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