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Dioses contra microbios, de Alejandro Gándara

Dioses contra microbios, de Alejandro Gándara

No es frecuente apartarse de los caminos trillados para abordar una realidad tan abrumadora como la pandemia de la Covid-19, y eso lo consigue en esta original obra el profesor y escritor Alejandro Gándara. Por una parte, es un libro escrito desde la perplejidad del hombre confinado que, desubicado, busca comprender con detalles de la vida familiar, los vecinos y la ciudad que contempla desde la ventana. Pero sobre todo es una obra que busca desplazar la atención a «la visión que nuestras fuentes culturales y espirituales, principal pero no exclusivamente griegas, ofrecieron ante las mismas y a menudo mayores dificultades», un legado que hemos ido olvidando.

Zenda adelanta un fragmento de Dioses contra microbios. Los griegos y la Covid-19 (Ariel).

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LA COMUNIDAD CONTRA EL MIEDO

Isidoro, uno de los farmacéuticos que trabaja con Edmundo, el dueño de la farmacia que se acerca a la ventana al final de la jornada, cumplió 50 años hace unos días. Edmundo vino a advertirlo la víspera y a ver si entre clientes y vecinos se le podía montar una felicitación coral, una especie de homenaje, pues le parecía a él que inaugurar una década tan crítica en la biografía del ser humano exigía una celebración memorable. Le dije que para Isidoro la fecha sería memorable de todas maneras y que veía difícil que pudiese olvidarla. No muy a menudo celebra uno el cumpleaños en una trinchera contra la peste.

Isidoro es uno de esos maduros indefinidos, chasis atlético, rostro jovial y saludable de comedor de cornflakes y al que uno no se imagina pecando contra la naturaleza, propia o ajena. Parece un universitario de campus americano envejecido por Photoshop y que acaba de cambiarse el peto de rugby por la bata blanca. O sea, alguien en principio fácil de festejar. Edmundo proponía que mi familia cogiera la batuta y movilizara de emoción a varias manzanas de edificios. Naturalmente, yo reculé. No tenía dotes ni generosidad —ya puestos a contarlo todo— para meterme en semejante verbena. Además de que los homenajes a la gente que se conoce a ojo de buen cubero son un género peligroso.

Pero, en fin, allí estaban también mi mujer y mis hijas —sobre todo, mi mujer—, para quienes la simple perspectiva de una fiesta, venga de donde venga y salga por donde salga, solo sería comparable a la excitación de Napoleón si le hubieran prometido enterrarlo en una pirámide de Egipto como a Ramsés II. El asunto es que son gente entusiasta, a la que la experiencia no afecta. Un gen de la madre.

Más que aceptar la batuta, se la arrancaron a Edmundo de las manos y, si se hubiera negado a dársela, allí mismo su alma habría partido para el Hades, dejando el cuerpo para «pasto de los pájaros y de los perros».

Se preparó todo para el día siguiente, en cuanto terminara el rito del aplauso de las ocho de la tarde. Llegado el momento de la cita, mis parientes cercanos sacaron dos altavoces al ventanal y el grupo Parchís comenzó a cantar Cumpleaños feliz, secundado por la vecindad
en sus alféizares. Luego, vino un repertorio de versiones que iban desde coros infantiles a reggaetón, pasando por la Komische Oper de Berlín. Isidoro se emocionó inmediatamente y acabó saliendo a saludar a mitad de la calzada, como un torero al centro del ruedo, con las gafas protectoras empañadas y los labios temblorosos musitando gracias a los cuatro puntos cardinales. Los aplausos y los vítores arreciaron, cayó alguna flor de plástico. Luego, se acercó a nuestra ventana y no paró de lanzarnos besos y de repetir las gracias, ya íntimamente desbordado: «Nunca lo olvidaré, jamás en mi vida olvidaré este cumpleaños».

Me sorprendió un poco mi propia emoción. Aunque lo cierto es que las emociones siempre me pillan por sorpresa. Si las veo venir, tiendo a driblarlas o a pararlas. Supongo que tengo miedo a su capacidad de inundación y a mi escasa habilidad para mantenerme a flote. Los hay que nunca se enamoran, porque no aceptan esa clase de riesgo. Que criogenizan las vísceras en espera de los adelantos de la ciencia del futuro, cuando las pasiones y las emociones se hayan vuelto inocuas o se haya descubierto un tratamiento eficaz y relámpago. En este campo me mueve la doctrina de Epicteto: si me toca, no lo rechazo, pero no voy a buscarlo. Claro que el estoico hablaba de uvas pasas y yo hablo de sentimientos que rebosan la copa.

Me hizo pensar un rato. El confinamiento nos volvía a todos más frágiles, más porosos. Emociones contradictorias, un cruce de nostalgia y melancolía en sus diversas variantes. Echamos de menos cosas a las que no podemos volver. Quizá en el fondo sabemos que no podremos volver nunca, de esa manera que conocíamos.

A veces, la nostalgia es una melancolía advenediza: quieres volver a un sitio en el que nunca has estado y que al mismo tiempo sientes perdido. Quizá no haya más nostalgia que esa, la de los lugares que nunca existieron, cuyo regreso está en la fantasía que nos hacemos de ellos y que sabemos que están perdidos de antemano. Algunas veces esos lugares son proporcionados por la experiencia de otros, son vicarios: los vemos en películas, en personas admirables, en los relatos de riesgo y poder, en las historias románticas. Pero no hay forma de desembarazarse del deseo de volver. Dolor (álgos), regreso (nóstos), esas dos palabras nunca se juntaron en la Antigüedad, el resultado de la combinación es una nomenclatura médica de finales del XVII. Para los antiguos, nóstos ya llevaba impreso el deseo, la ansiedad, la angustia.

Una parte de mí se conmovía por Isidoro, por él, y otra parte era seguramente la del héroe vicario: me ponía en su lugar, lo vivía y obtenía mi ración ilusoria de reconocimiento y recompensa. Los farmacéuticos no han logrado el estatus de héroes que con justicia se han llevado en esta crisis los que han luchado cuerpo a cuerpo con el enemigo, venciendo o muriendo en cada lance, a cara o cruz, o con el escudo o sobre el escudo, como exigían a los espartanos que iban a la guerra. Pero los farmacéuticos también se la han jugado. Una retaguardia, quizá. Pero en la retaguardia también se muere, mueren muchos. En Madrid han muerto muchos. ¿Cuántos? Muchos. No hace falta contarlos. Quienes estuvieron detrás de un mostrador sin tener aún la suficiente información ni la suficiente protección, se la jugaron. Han pasado miedo, han pensado en lo peor muchas horas y noches. Cuando se levantaban, cuando se iban a la cama, cuando entraban en contacto con sus familias, cuando atendían.

Ahora Isidoro percibe ese reconocimiento, vítores para su coraje, flores para la tumba en la que ha tenido que enterrar su miedo. Es su día y su público le acompaña. Su público…, apenas lo conoce, son clientes, vecinos a los que conoce de vista. Nunca han tenido más que intercambios profesionales o comerciales, consejos terapéuticos, venta de artículos, alguna ligera incursión personal dentro de las convenciones urbanas. De la mayoría lo ignora casi todo: trabajo, pensamiento político, deseos, dinero de que disponen, expectativas, melancolías… De todos modos, esto no impide que se emocione.

Pero hay una diferencia entre las emociones y los sentimientos. Las emociones son impulsivas, voraces, sacuden, no se controlan. Son realidades totales, como los sueños, en los que hay mucho que sentir y poco que hacer. Pasiones y por tanto pacientes, eso nos pasa y eso somos. Un zarandeo. Unas veces dan placer y otras dan dolor, aunque no es tan fácil distinguirlos a partir de cierto umbral.

Los sentimientos son otra cosa, los sentimientos hay que construirlos. No son movimientos incontrolados, espasmos de la sensibilidad, sino que exploran el sentido. El sentido en sus dos acepciones: el sentido del sentir y el sentido de la orientación. Sintiendo, manejan una brújula y trazan un camino. De ese sentir el sentido procede la palabra sentimiento, que nosotros manejamos con indiscriminación delatora junto a la palabra emoción.

¿Tal vez no los distinguimos? ¿Tal vez se ha producido una sustitución compensatoria? Vivimos en una cultura cargada de emociones. Si no las tiene, las compra. Vende emociones, es un gran almacén de excitaciones, de simulacros de delirio o directamente de delirios, de sorpresas, de acontecimientos extraordinarios e inesperados, de figuras subyugantes, de proyectos o experiencias fascinantes. De gaseosa en botellas de champán francés.

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Autor: Alejandro Gándara. Título: Dioses contra microbios. Los griegos y la Covid-19. Editorial: Ariel. Venta: Todostuslibros, AmazonFnac y Casa del Libro.

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