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Disney en el fin del mundo: El absurdo postapocalíptico de Joy Williams

Disney en el fin del mundo: El absurdo postapocalíptico de Joy Williams

Cuando pensamos en novelas que tratan el final del mundo, o por lo menos un final de algún mundo, nos vienen a la cabeza imágenes de destrucción urbana: personajes que deambulan por carreteras parecidas a las nuestras y se entregan a la supervivencia en lo que, para ellos, es un presente desolador y, para nosotros, un futuro temible. Pero, ¿qué ocurriría si la novela no solo pusiera esas imágenes delante de nosotros? ¿Cómo sería una novela que no nos deja observar el apocalipsis desde la distancia? Más allá de esto, ¿cómo sería una novela que se resiente ante su papel en un mundo destruido? Probablemente se parecería a La rastra (2023) una obra que es, más bien, un artefacto en el que la ansiedad social y política del fin del mundo no se reduce a sus imágenes ni a su trama, sino que alcanza la experiencia lectora.

"Williams no nos advierte de la posibilidad de un hipotético mundo postapocalíptico, sino que trata de construir la devastación y el desasosiego en el propio texto"

Williams no nos advierte de la posibilidad de un hipotético mundo postapocalíptico, sino que trata de construir la devastación y el desasosiego en el propio texto: emulando el paisaje y a los personajes, la prosa de la novela deambula y se entrega a la confusión propia de la destrucción. Por el camino, anonada a su lector, que, sin brújula ni mapa, solo puede dejarse llevar. Pero Williams no es tan temeraria como para lanzarnos al vacío desde la primera página, sino que da comienzo a su historia, de forma convencional, con una protagonista. Su infancia ha estado marcada por la creencia de su madre de que, cuando era bebé, murió durante unos segundos y pasó al otro lado para, poco después, volver a la vida. La madre está convencida de que la niña, llamada Khristen, «había presenciado misterios implacables y preocupantes» e insiste en que es «esencial que los recordara». Atemorizada por «la caída en desgracia del mundo y de los tiempos distópicos que se avecinaban», la madre quiere saber qué experimentó su hija «en el mundo de la muerte». ¿Llegará Khristen a desvelar en algún momento el misterio? ¿Murió realmente? Si lo hizo, ¿qué experimentó en esos instantes?

Estas preguntas rápidamente dejan de importar. El mundo de la muerte, nos damos cuenta, no es el que Khristen ha atravesado, no es uno que deba recordar, sino que constituye todo lo que la rodea. Un desastre natural, indefinido e irreversible, ha causado la desaparición de una naturaleza reconocible por nosotros y la extinción casi absoluta de los animales. Huérfana y forzada a abandonar su colegio, que cierra por falta de recursos, Khristen deambula por un paisaje devastado. La tragedia ecológica —«aves embadurnadas de petróleo» y «ríos hechos un asco»— convive con un ser humano naíf que se empeña en hacer como si nada con sus «rutas de senderismo», sus «tratamientos de infertilidad» y «suplementos nutricionales de oxígeno». El único gesto de acción política lo ejecuta un grupo de ancianos enfermos, deseosos de venganza ante la injusticia social y ecológica, una «panda parlanchina y sediciosa, aquejados de una salud pésima pero provistos de almas de kamikaze», todos ellos «decididos a renovar, por medio de la violencia descabellada, una tierra saqueada».

"El hilo que la novela pueda establecer entre sí misma y el mundo real es uno de amargura, en el que lo que se busca es recrear el estado de absurdo y de incomprensión"

La tragedia, sin embargo, no es la destrucción, sino la resignación ante ella, pues «la mayoría de la población había aceptado la desgracia provocada en su nombre». En esa aceptación reside la clave: el fin del mundo tal y como lo conocemos no ha sucedido, sino que ha sido provocado. «La negación», se queja un personaje, «se ha vuelto un arte, una destreza social, igual que la apatía, que se ha vuelto muestra de refinamiento». Prueba de esta apatía es la entrega total a lo único que puede salvarnos ante el desastre: el entretenimiento. Si bien «el culto religioso es insignificante» y «el arte es decoración», explica uno de los personajes, «la industria del ocio se ha restablecido heroicamente», por suerte «Disney World se ha refundado». ¿Cuál es el papel de la novela, pues, en un mundo apático y negacionista del desastre? Cuando otro de los personajes afirma que «una persona que no sienta horror de sí misma no se conoce para nada», no podemos sino pensar en que algo parecido pasa con esta obra: la literatura que no sienta horror de su mundo no lo conoce en absoluto. ¿Pero puede la novela hacer algo más que horrorizarse? Al comentar la función del arte en el mundo, los personajes recuerdan la poesía del siglo XIX: aunque sentían «repulsión» ante su realidad, «aun entonces, los artistas eran inútiles. Nunca conseguían nada». ¿Para qué continuar escribiendo entonces? ¿Cómo puede una novela denunciar su inutilidad y aun así seguir su periplo narrativo?

Cuando la confusión no es cuestión de ambigüedad narrativa, sino de realidad material, la novela no puede sino entregarse a una trama confusa y a diálogos lúcidos y filosóficamente complejos en los que los personajes se quejan de que las palabras ya no pueden nombrar un mundo en destrucción y, a la vez, expresan su desasosiego con riqueza y acierto deslumbrante. En La rastra, como en el mundo que habitan sus personajes, «todo eran ilusiones, formas fugaces, fantasías vacías». ¿Qué otra cosa podríamos esperar de una novela del fin del mundo? El hilo que la novela pueda establecer entre sí misma y el mundo real es uno de amargura, en el que lo que se busca es recrear el estado de absurdo y de incomprensión.

"Pero no todo es muerte: si hay vitalidad en La rastra, esta reside en su carácter orgánico"

El absurdo es, tal vez, el afecto que predomina en esta novela, una emocionalidad que permea la realidad del lector como el petróleo que avanza, silencioso, engullendo al caballo desbocado de la portada del propio libro. Pero no todo es muerte: si hay vitalidad en La rastra, esta reside en su carácter orgánico, en esos párrafos que se suceden casi como si fueran un ente vivo y de voluntad caprichosa. Estamos ante un texto confundido y confuso a propósito —las propias páginas parecen no saber qué viene a continuación, los personajes se mueven sin motivación y los diálogos no van en una dirección concreta—, pero sobre todo incómodo respecto a su lugar en el mundo. Cuando un personaje afirma que «la desesperación aumentaba cuando uno intentaba entender y justificar la existencia y la conducta humanas», quien nos habla, en realidad, es la novela. Nos dice: ¿qué voy a hacer ante todo esto?, y, sobre todo, ¿qué vas a hacer , lector?

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Autora: Joy Williams. Traductor: Javier Calvo. Título: La rastra. Editorial: Seix Barral. Venta: Todos tus librosAmazonFnac y Casa del Libro.

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