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Donde antes había hielo, ahora hay tibieza

Donde antes había hielo, ahora hay tibieza

Una vez escribí un poema que terminaba así: «Su amor era como un polo que se deshacía en la acera».

Si tienes paciencia y tiempo es hermoso ver cómo se derrite un helado. Cómo va asomando poco a poco su esqueleto de madera. Cómo se desprende de su carne. La expansión de su sangre sobre la superficie en la que se encuentra. Parece al cabo un mapa sobre el suelo. Las fronteras y las manchas tienen en común la arbitrariedad. En un caso es la menor fuerza de atracción de sus partículas, y en el otro el movimiento desordenado de la historia. En cualquier caso, si grabas el proceso y lo ves a cámara rápida, recuerda enormemente a la absorción de los territorios limítrofes por parte de una gran potencia conquistadora.

Al final, apena ver al polo convertido en suciedad y da grima su columna vertebral de palo. Verlo como líquido vertido.

Donde antes había hielo, ahora hay tibieza. Rigidez contra fluido. Constancia y cambio. Objetivismo y relativismo.

Vida y muerte.

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Todos los años jodo algún ángel

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El que acompaña a mi abuela en esta foto es mi abuelo Ricardo. Quizá no sea la mejor instantánea para apreciarlo, pero en las pieles de ambos ya se entrevé la diferencia: mi abuelo era nieto de negra.

Los hechos se mezclan con el mito, los datos con la ficción, y la muerte temprana de mi abuelo con la desidia de mi abuela hacia su familia política. Las narraciones familiares, ya se sabe, adolecen de inexactitud y se recrean navidad tras navidad, a veces para no dejar mal a un antepasado y a veces porque sin esos giros de guion serían un auténtico coñazo.

Todo indica que un hombre del norte de Castellón embarca en el siglo XIX rumbo a Cuba en busca de la fortuna que aquí le es esquiva. Allí, parece ser, tampoco la encuentra, pero encuentra algo mejor. Se enamora de una negra bellísima, con la que tiene una numerosa descendencia y, tiempo después, cuando él enviuda, retorna a casa con su prole. Dos generaciones después nace Ricardo Piquer.

Sea cierto o no, a mi abuelo siempre lo acompañó este elemento exótico. Su negritud. Aunque su existencia también fue, en cierta medida, exótica. Su apodo de pescador fue Carrilo, se lo pusieron en el puerto por su buen hacer con el carrete del hilo. Era buen dibujante. Practicaba salto de longitud en la playa de la Malvarrosa. Era fibroso y ágil. Bondadoso. Estaba enamorado de mi abuela, aunque ella estaba colada por un capitán vasco de la República. Luego todo se fue a la mierda, como la vida de todos los españoles. Fue al frente, claro, y perdió, la guerra y un hermano. Desconozco si mató, mejor así, y terminó preso en una plaza de toros andaluza. Allí, un mandamás que había perdido un hijo en la misma contienda, pero en otro bando, vio en mi abuelo un parecido con su vástago y, enternecido, lo liberó.

Cuando llegó a Valencia, se casó, por fin, con mi abuela, varios años mayor que él. Trabajó de carpintero, de acomodador en la plaza de toros y como recaudador de impuestos.

Murió en 1956. Una infección en una muela le provocó una nefritis de riñón que, antes de matarle, le dejó ciego.
Mirándolo desde hace casi un siglo de distancia, creo que nos habríamos querido. Bueno, estoy seguro… esas cosas se saben.

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