Si en alguna película el concepto Unheimlich, tratado por Freud en su famoso ensayo de 1919 Lo siniestro, puede experimentarse con abrumadora intensidad es en Don’t Look Now (1973), del director Nicolas Roeg.
La película está basada en un relato de Daphne Du Maurier, escritora heterogénea y prolífica que es recordada por las adaptaciones que Alfred Hitchcock hizo de dos de sus novelas: Rebeca y Los pájaros. Don’t Look Now es un relato menos conocido, que Roeg y sus dos guionistas, Allan Scott y Chris Bryant, convirtieron en una obra maestra del cine de terror.
La película está llena de significados ocultos que son amplificados por el espectáculo de una Venecia fantasmagórica, invernal y deshabitada. Las diferencias entre el relato y la película son tantas, no solo en lo que se refiere a la narración sino al tono y la atmósfera, que podría tratarse de dos historias distintas. Desde el primer instante, la película es un homenaje a lo Unheimlich, mientras que el cuento está escrito en un tono tan “ligero” que incluso habiendo visto la película cuesta imaginar que estén relacionados.
En las primeras escenas del film, las secuencias están construidas y organizadas por parejas para dramatizar el contraste entre lo familiar y lo siniestro. A una escena perfectamente cotidiana le sigue una imagen con una carga simbólica que desmonta la supuesta sencillez de lo que acabamos de ver. Es decir, se nos muestra el reverso de lo que vemos, que a su vez es el vaticinio de lo que está por venir. La película es simplemente fascinante. A veces ocurre eso: un guionista intuye las posibilidades que un texto atesora y hace de ese material, ya valioso, algo extraordinario.
La primera gran diferencia del libro con la película, y lo que proporciona simbolismo y sentido a toda la cinta, es que la niña no muere de meningitis, sino que se ahoga. A partir de ahí todo está relacionado con el agua, con brillos, con reflejos, con los símbolos que surgen de esos reflejos, que son interpretados erróneamente. Es un viaje abismal, un cataclismo de lo cotidiano. El agua, fuente de vida, lo que nos limpia, lo que nos bendice en el bautizo con su poder purificador, el elemento primordial que nutre nuestros alimentos y refresca nuestras horas de ocio, se convierte aquí en amenaza, en verdugo, en muerte.
El comienzo de la película es uno de los más impactantes que se han filmado en el cine. Merece la pena hacer un análisis minucioso, porque nada de lo que ocurre en esos siete minutos y medio tiene desperdicio. Las primeras secuencias están cargadas de misterio e información subliminal. A pesar de que el ambiente con que comienza es idílico y doméstico (Heimlich), todo cambia después de unos minutos y una “ola” de sincronicidades siniestras acaba por tomar el control (Unheimlich). Son señales que no sabemos explicar, pero que imprimen en nuestro inconsciente una huella visual que más tarde acertaremos a descifrar.
En la primera imagen vemos un estanque salpicado por la lluvia. Una fuerte tormenta hace temblar sus apacibles aguas. Después vemos una ventana con la persiana bajada por la que se filtran los intermitentes reflejos del sol sobre el agua. Esa ventana no pertenece al presente de la película, sino a su futuro. Volveremos a verla más tarde. Es la primera pista de que la tragedia y el futuro están conectados por el agua, por los reflejos. En la siguiente imagen vemos a una niña con un impermeable rojo jugando en un jardín y a su hermano montando en bicicleta. John y Laura, los padres, están relajados en el salón después de la comida del domingo, y en sus miradas de complicidad vemos que se quieren. El día tiene una luz brumosa y acogedora. La niña tira su pelota roja al estanque, y cuando se acerca a recogerla vemos su imagen invertida. En ese momento escuchamos el graznido insistente de un cuervo e intuimos que algo está a punto de cambiar en esa placentera existencia.
En la siguiente imagen vemos el fuego que arde en la chimenea del salón donde están John y Laura. En una pantalla portátil, John está mirando unas diapositivas de la iglesia que tendrá que restaurar en Venecia. Entonces el acogedor crepitar del fuego es suplantado por el rumor del proyector de las diapositivas, y casi imperceptiblemente este zumbido va tomando relevancia hasta convertirse en un eco profundo y amenazador. De pronto escuchamos el eco que surge del fondo de una cueva, o de un pozo. Una señal de que lo familiar está siendo reemplazado por lo siniestro.
Y entonces, John se da cuenta de que en la diapositiva que está mirando hay una figura sentada de espaldas en uno de los bancos de la iglesia y que esa figura lleva el mismo impermeable rojo que su hija. Presentimos que John presiente algo. No sabemos qué es, pero levanta la cabeza y ve, también de espaldas, a su mujer leyendo un libro. La alternancia de esas imágenes nos muestra cómo el péndulo del destino se debate en esos momentos entre lo cotidiano y lo fatídico. Estamos ante uno de esos instantes en los que todo pende de un hilo.
Hablan entre ellos sobre una pregunta que Cristine, su hija, le ha hecho a Laura, también relacionada con el agua. John mira la diapositiva y la coge para verla más de cerca con la lupa. Cuando finalmente mira de cerca esa imagen es como si ese destino trágico irrumpiera por fin en la realidad. Vemos la misteriosa figura en la iglesia y seguidamente la imagen invertida de la niña en el agua del estanque. Antes tiró su pelota y la recogió sin problema. Lo sabemos porque vuelve a tener la pelota en sus manos. Pero ahora ya no vemos a la niña en una situación cotidiana. Ahora lo Unheimlich ha entrado en la vida de esa familia y ya todo está teñido de una sincronicidad fatídica.
En un instante todo cambia. Se pasa de la serena despreocupación que acompaña un domingo cualquiera, un día hogareño y perezoso, al día en que ocurre lo impensable. El día en que lo ominoso se abre paso en la cotidianeidad y destruye la sagrada inercia de lo familiar, de lo conocido.
Es en ese momento cuando comienzan la serie de detalles que nos introducen en el horror que está por llegar. Un encadenamiento sobrecogedor: la niña pisa un charco de agua y su superficie serena se hace fango. En ese mismo momento, el niño pasa con la bici por encima de un cristal que se hace añicos y ocasiona que el niño se caiga. John, que no sabe todavía que es vidente, levanta la cabeza y “observa” lo que está a punto de ocurrir con su sexto sentido. Ya está orientado a esa otra realidad que tiene lugar fuera de la casa. Ya sabe que algo está a punto de ocurrir. Y nosotros también, porque la luz verdosa que proviene de la placa de aumento ilumina su cara, dándole un aire sobrecogedor. Laura, inmersa en la cotidianeidad de lo familiar (Heimlich) da una explicación a la pregunta de Cristine y John responde: “Nada es lo que parece”.
John se ha levantado para buscar sus diapositivas. Al parecer, Laura las ha mezclado y hace un gesto encantador para disculparse. Ese gesto se corresponde con uno que la niña hace al mismo tiempo fuera de la casa. John mira a Laura con amor. Esos tres gestos son los últimos guiños naturales, alegres e íntimos antes de que el horror destruya su idílica vida.
Los siguientes gestos que vemos están ya entrelazados con el destino fatídico que les aguarda. Laura está buscando su tabaco. John lo encuentra junto a sus diapositivas y se lo lanza. En ese instante se ve a la niña lanzando la pelota roja y blanca (los mismos colores del paquete de cigarrillos) al agua del estanque. La fatalidad infiltrada duplica sus actos familiares transformándolos en su reverso. John vuelca un vaso de agua encima de la diapositiva que estaba mirando, coge un trapo para secarla, pero la pelota, y la niña, ya están en el agua. Cuando John acerca de nuevo la lupa para ver de cerca lo que hace unos minutos le intrigaba, desde la capucha de la misteriosa figura del impermeable rojo se extiende un rastro de tinta roja que se enrosca con enconamiento y crece con la devastadora inevitabilidad de una abominación por toda la diapositiva. En ese momento, la tinta roja deja de ser un símbolo y se convierte en una señal que despierta definitivamente a John. La tinta ya es sangre, es decir, muerte, es decir, muerte causada por el agua. Mientras John observa la diapositiva vemos que sus ojos ya no miran hacia fuera. La luz verdosa le ilumina de lleno el rostro. Una luz enfermiza y siniestra que le sitúa en otra dimensión. Y como un resorte, en trance, John sale de la casa corriendo hacia el estanque.
Laura, que no tiene ese don, ese sexto sentido, mira la diapositiva que John ha tirado sobre el sofá y la suelta sin interés. Vemos entonces que en la diapositiva la hemorragia se expande imparable mientras John corre a sacar a la niña, ya ahogada, del cenagal. La sangre se desborda e invade la imagen. Es decir, el horror invade sus vidas.
John corre por el jardín y se hunde en el enfangado estanque a buscar a su hija. Un momento después, con un aullido desgarrador, emerge con la niña en sus brazos. Ambos salen a cámara lenta del estanque y da la impresión de que el agua se adhiere a sus cuerpos como una segunda piel, que son todo agua. Esa impactante imagen ha sido sabiamente ralentizada para darnos tiempo a pensar, a entender que están empapados de muerte y que sus existencias, a partir de ese instante, estarán para siempre ligadas al agua.
Sin presentir nada, Laura se acerca al ventanal y al ver la espantosa escena lanza un chillido que se confunde, en la siguiente escena, con la estridencia de un taladro penetrando la pared de una iglesia llena de musgo en Venecia. Su grito traspasa fronteras espaciales y temporales. Porque ese grito no termina con la muere de su hija. Su grito les sigue a Venecia, donde algo igual de terrible, o más, les espera.
En estas secuencias, que duran aproximadamente siete minutos, se condensa la simbología de la película. Solo después de ver entera la cinta comprendemos el significado de esa coreografía de sincronicidades.
En el relato de Du Maurier, John y Laura están de vacaciones en Venecia para olvidar. En la película, John trabaja restaurando iglesias y Laura tiene tiempo libre y pasea sola por una Venecia desierta y ya perdida. Perdida porque probablemente no la volveremos a ver así, sin turistas. John, por su trabajo, está “implicado” en el destino de Venecia. Está allí para salvar la ciudad, para restaurarla, para evitar su decadencia. En las paredes de sus iglesias y edificios se lee “Venecia está en peligro”. Este cartel tiene una doble significación. Por un lado, el agua está erosionando, destruyendo la ciudad, por otro, más tarde lo sabremos, la ciudad está amenazada por un asesino.
En la siguiente imagen los dos están en un restaurante al que van a menudo y ese día hay dos ancianas comiendo. Una de ellas es ciega y vidente, como John. John tiene un escalofrío y se levanta a cerrar una ventana. Al hacerlo, el viento abre de par en par otra en la esquina opuesta, por la que penetra una bocina chillona y una mota de polvo que acaba en el ojo de una de las ancianas. Esto ocasiona que tengan que ir al baño. Pero como la que guía a la accidentada es la ciega, las ancianas caminan chocando con las mesas y finalmente con ellos. Al ver la desamparada situación en la que se encuentran las mujeres, Laura se levanta para ayudarlas. Antes de este incidente John ya ha reparado en ellas, ya ha “presentido” algo. Se ha dado cuenta de que la anciana ciega “le mira”.
En el baño, la ciega le dice a su hermana que le deje sacarle la mota del ojo. Una situación realmente absurda. Laura se ofrece a ayudarles. “Gracias”, dice la accidentada. “Mi hermana es ciega ¿ve usted?”. Y en el reflejo triplicado por los espejos del baño Laura observa con aprensión los viscosos ojos azules de la vidente, turbios como el agua de un estanque salpicado por la lluvia, y responde: “Sí. Lo veo”.
No cuento más. Podría seguir refiriendo detalles, sincronicidades y paralelismos, pero para ello tendría que contar la película entera y merece la pena que la vean. Y que lo hagan con atención, sabiendo que todo está milimétricamente orquestado para devenir en desastre, en horror.
Es una película trágica, una película triste; siniestra a más no poder. Es una obra maestra del cine que no ha perdido un ápice de exquisitez con los años. Ya no se hacen películas de terror tan simbólicas, tan perfectamente estructuradas, tan insondables, tan enigmáticas. Don’t Look Now es, como toda obra de arte, una “entidad” inmortal con vida propia cuya riqueza, a medida que se van haciendo películas, se va revalorizando. Se ha convertido en referencia y testimonio de lo Unheimlich. Es, sin duda, parte de nuestra memoria colectiva, que no puede desligarse de los reversos latentes que empapan nuestro inconsciente, por muy sumergidos que éstos habiten en nuestro interior.






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