Me paro una tarde a pensar en el pensar ajeno, ese hoy tan abultado y omnipresente, el pensar de alguien que tiene que discutir para ganarse la vida y ha de complacer únicamente a quien le paga. Es curioso ese pensar, tan distinto al pensar natural y humanista.
Tú aceptas porque, otra cosa no, pero a todos nos gusta ganar dinero hablando, que es muy fácil. Además, nadie te ha indicado que digas una cosa u otra, sino que bastará con que insistas en decir lo que ya venías diciendo. En la mesa de la tele o de la radio, habrá otros pensamientos que te suenan, o que sigues, que has visto en vídeos o escuchado en audios, y que te desagradan. De modo que no será un gran esfuerzo estar en desacuerdo con esos compañeros de tertulia y oponerse a sus argumentos.
Todo bien. Se hace dinero. Se piensa, se lee el periódico un poco más que antes, se dicen grandes verdades.
Pero, un día (y puede de hecho ser el primer día), no te ves particularmente en desacuerdo con el que tienes enfrente, incluso crees que lo que ha dicho no ofrece puntos débiles y es absolutamente cierto y cabal y definitivo. Es entonces cuando te haces, te harás, la pregunta fatal: ¿a mí para qué me han puesto aquí?
Te han puesto ahí para llevarle siempre la contraria al otro, que es del bando B, y al que han puesto enfrente para llevarte la contraria a ti, que eres del bando A. Además, eso es lo que da audiencia, que la gente discuta, discuta siempre y con alboroto, sobre todos los temas del día, sean los que sean.
Entonces, porque eres inteligente, dejas a tu inteligencia jugar con las ideas y los conceptos, y se te ocurre algo que oponer a lo que ha dicho el otro, por mucho que el otro haya dicho una verdad como un templo. Tú te opones. Te opones, de hecho, a lo que tú mismo piensas.
Esto es lo que te convierte en un tertuliano profesional: no decir lo que piensas, sino justamente lo contrario de lo que piensas, cuando toca.
Poco a poco, este halo de profesionalidad irá remarcándose, haciéndose evidente, aunque sólo para ti mismo. Serás, entonces, dos, tú y el personaje, como los políticos. El personaje que interpretas es el tertuliano del bando A.
Esto es muy interesante, porque de pronto decir cosas no conecta con las vísceras, no hay pasión en lo que dices, no te juegas la vida. Decir lo que uno piensa es jugarse la vida, y estar apasionado y dejarse llevar muchas veces por la visceralidad. Al contrario que otro que diga lo que piensa, a ti, en el fondo, ya te dará igual lo que dices. Esa es una gran ventaja del pensar a sueldo, que no hay riesgo alguno de cambiar de opinión.
Ser un profesional no va de tener razón, sino de no cambiar nunca de opinión. Si cambiaras de opinión, no serías profesional. Serías honesto. No hace falta.
El pensar a sueldo es desapasionado, decimos, y eso es otra gran ventaja frente al pensar verdadero. Porque, después de discutir con un tipo en la tele, te puedes ir de copas con él, dado que los dos habéis interpretado sendos papeles, y, fuera del plató, ya no hace falta seguir con la función. A lo mejor es un tipo estupendo, tu enemigo de debate.
Además, será un alivio que uno ya no se sienta apelado por las críticas, sobre todo las de las redes sociales, donde eventualmente una idea tuyo será vapuleada, y tú con ella, y te llamarán idiota por decir lo que dijiste, cuando, en rigor, tú ya sabes que has dicho una cosa idiota, pues no se te ocurría nada y, en fin, balbuceaste, naufragaste en un tópico o hilaste sin sentido algunas palabras beligerantes. Que es para lo que te pagan. La gente golpeará el muñeco del tertuliano, y eso apenas rozará tu ego o tu autoestima, pues tú no piensas lo mismo que lo que has dicho que piensas. Lo estás pensando en muñeco.
Cuando te pagan por pensar, y por hacerlo en una dirección, el pensamiento se depura de intimidad, y eso que piensas y dices ya no es tuyo, por lo que no debes sentir vergüenza ante nada de lo que digas, siempre que sea exactamente lo contrario de lo que diga el otro. Es la magia del dinero. Si no fuera por dinero, nadie se esforzaría en tener una idea que su cerebro no quiere tener, que su sentimentalidad no permite tener, que su acervo cultural no invita a tener. Se tienen ideas para otro, como se confeccionan trajes para otro, el cliente, tenga o no buen gusto. No es tu trabajo el buen gusto intelectual, sino la costura estrictamente profesional de unas ideas impecables.
Este pensar ficcionado te aleja de la verdad, porque, mientras el pensador honesto, con sus prejuicios e inclinaciones, apunta en todo caso hacia ese cielo de la verdad, tú ya no la tienes en cuenta. Quizá nada es verdad, todo es retórica y espectáculo. Puedes dormir tranquilo mintiendo como forma de vida. Es sólo un trabajo como otro cualquiera, llenar el mundo de ideas mercenarias.


Uno de los mejores artículos que he leído en Zenda. La próxima vez diré “¡hijo de tertulian@!”: queda más fino.
Algo parecido se puede aplicar al columnismo patrio. Cuántos columnistas no se cortarán a la hora de expresar ciertas opiniones en medios donde saben que no serán bien recibidas por los suscriptores, que pronto comenzarán a pedir su cabeza, o a amenazar con dejar de pagar los 10 eurazos que igual se gastan al año. Y no hay más que leer cómo se reciben ciertos artículos en el País o El Confidencial para comprobarlo.
Yo he transitado ese camino que tú describes. Hace ya muchos años. Y como aquí nadie sabe quién soy, no me importa presumir un poco: cuando desde la dirección del programa de radio en el que yo participaba me llamaron para “sugerirme” la postura que debía adoptar en el debate de esa misma noche, llamé a la productora y le dije que no podía ir al programa, mejor dicho, que no volvería a ir ya más. “Nos dejas colgados”, me respondió. Y yo pensé que prefería dejar colgado al programa que a mi conciencia. Abandoné los medios por completo y volví a mi profesión y a un confortable anonimato. Es una decisión de la cual, a la vuelta de los años, sigo estando muy orgulloso.
Hay bastante más gente de la que pensamos que ha destrozado su ‘carrera’ por aseo personal. Eso ha mejorado mi opinión sobre la especie.