Inicio > Firmas > Textos de autor > El boom cultural de la España democrática

El boom cultural de la España democrática

El boom cultural de la España democrática

Imagen de portada: Ángel L Fernández

Me fascinan las figuras de escribas mesopotámicos y egipcios, con su hieratismo expectante y su solemnidad funcionarial. Eran los burócratas del mundo antiguo, quienes registraban por escrito los datos comerciales, las leyes y los sucesos protagonizados por los reyes. Mi predilección por estos escribanos de la antigüedad no es asimilable con los escribidores paniaguados del presente, los cuales perpetran una mecanografía de lugares comunes de lo políticamente conveniente para recibir prebendas. Aquejados de tortícolis por torcer el pescuezo siempre en dirección al bando que les llena el buche y la buchaca, renuncian a esa intemperie llamada independencia que a veces produce frío pero siempre caldea la conciencia.

Por el contrario, la publicación de obras de escritores de fuste intelectual, criterio propio y estilo subyugante merece tirar cohetes, sobre todo en la autoficción y el ensayo, géneros pujantes a nivel internacional y cada vez más frecuentados en España. El último castillo de fuegos de artificio lo he encendido con motivo de la aparición del nuevo libro de Sergio Vila-Sanjuán, Cultura española en democracia: Una crónica breve de 50 años (1975-2024), publicado por la editorial Destino. Menudo festín me he dado con él, mejor que las bodas de Camacho.

"El arranque se produce durante la Transición, en 1977, cuando el Gobierno de UCD crea una cartera ministerial inexistente en la historia de España: la de Cultura"

De este periodista cultural, novelista y ensayista lo leo todo, y nunca me empacho al releerlo. Hay una ósmosis entre su personalidad y su obra. Tiene el atributo de la sosegada elegancia —mitad herencia, mitad voluntad— en cuanto toca, como un rey Midas del seny, algo que refleja en su conversación, su oratoria y su literatura. Sabe bandearse a contracorriente al defender su monarquismo desde la razón de Estado, la continuidad histórica, la emoción estética y el pragmatismo institucional. Y mantiene unos criterios propios en materia cultural que le han granjeado el respeto de la profesión periodística, de la crítica literaria y de la tribu escritora, consiguiendo la cuadratura del círculo. En verdad os digo —esto queda muy evangélico— que no sé si conozco otro caso similar en este país fantástico y cainita, en Esta España blanca / Esta España negra, que cantaba Cecilia.

El libro —su tamaño permite guardarlo en un bolsillo o en el bolso— no se limita a inventariar los principales hitos culturales de medio siglo de España en libertad, a levantar acta notarial de los momentos y personajes más brillantes de esta época, sino que hace una apretada síntesis de la evolución cultural de la España democrática que se lee a velocidad de autovía por lo sugestiva que resulta, a la vez que ofrece unos ejes interpretativos y unas reflexiones personales que suministran armazón intelectual al ensayo. La obra se estructura en capítulos que se corresponden con décadas, todas ellas prodigiosas hasta llegar a la caída del meteorito de la crisis económica de 2008, cuando se acaba el champán. Y el autor, con una potentísima voz narrativa envuelta en seda, no se anda con tibiezas conceptuales y se moja al opinar.

El arranque se produce durante la Transición, en 1977, cuando el Gobierno de UCD crea una cartera ministerial inexistente en la historia de España: la de Cultura. Fue un reflejo afrancesado, la copia de una brillante idea de Charles de Gaulle —de estatura física pareja a la política—, el cual puso al frente al escritor André Malraux con la idea de hacer de la acción cultural una política de Estado. El Gobierno suarista coloca el andamiaje institucional cultural de la España democrática, pero se concentra en otras parcelas del poder mientras desatiende clamorosamente el terreno cultural, vacío que por ley física y por conveniencia se apresuró a rellenar la izquierda en cuanto ganó las elecciones en 1982, algo que no ha dejado de hacer, según Vila-Sanjuán, llegándose de este modo a identificarse el mundo de la cultura con la izquierda hasta establecerse un oxímoron.

"La Transición será el reactivo para la efervescencia de la cultura popular, la cual convivirá con la alta cultura desde entonces "

La Transición será el reactivo para la efervescencia de la cultura popular, la cual convivirá con la alta cultura desde entonces para conferirle al país tres cosas: una alegría de vivir embrazada con la sensación de que la España democrática merecía la pena, un inmejorable pasaporte y un marchamo de modernidad equiparable al de las naciones europeas más avanzadas.

La Movida madrileña me pilló de niño y fui ajeno a su escapismo transgresor, su banalización de las drogas, su ambivalencia de ambientes pijoteros y cutrerío underground y su arrollo juvenil de división acorazada con flores en lugar de cañones. Su estela musical sí la viví, claro, y me encandilé con Gabinete Caligari, Alaska y Dinarama, Mecano, Radio Futura y, sobre todo, Los Secretos, a cuyos conciertos aún asisto para corear las canciones y regresar a una juventud que afirma mi corazón y desmiente el espejo. Hubo otras movidas musicales igual de efímeras pero de menos trascendencia, como ocurrió en Vigo o en mi tierra sureña, con el rock sinfónico andaluz.

La Transición abrió las esclusas de una libertad que advino con tanta fuerza que hoy día es inimaginable en televisión un programa como La clave, donde José Luis Balbín —érase una pipa pegada a un hombre—, tras ver una película, moderaba a unos invitados de ideas diversas o antagónicas que debatían sin gritos, sin usar insultos de pintadas de wáter público, con una cortesía propia de unas generaciones donde la buena educación era una exigencia y no cuestión de clase, algo que sonará a marcianada al formato de telebasura y sus tentáculos. Y de igual modo, en aquellos años de eclosión de libertades nacieron programas televisivos sobre literatura que aún hoy asombran por su calidad al visionarlos en internet. ¿Qué queda hoy en la surtidísima parrilla televisiva de programas sobre libros? Zapeando hallaremos la respuesta.

"Salvo honrosas excepciones, nuestros políticos no han sido prescriptores literarios, quizá por ventear —como perros de caza— que la cultura no suele dar votos"

Hace veinticinco años, junto con otros universitarios, recibí en la sala de cámara del Auditorio Nacional el Premio Nacional de Fin de Carrera de manos no del ministro del ramo —no se dignó aparecer—, sino de un secretario de Estado de Educación y Cultura posteriormente suspendido de militancia por su partido e imputado judicialmente. Salvo honrosas excepciones, nuestros políticos no han sido prescriptores literarios, quizá por ventear —como perros de caza— que la cultura no suele dar votos. Tuvimos un presidente del Gobierno que ayudó a poner de moda la novela histórica al comentar que estaba leyendo Memorias de Adriano, de Marguerite Yourcenar; otro dijo en una entrevista que cada mañana desayunaba leyendo el Marca, y también hubo un solemne supervisador de nubes, como Heidi. En cambio, Bill Clinton recomendó La tabla de Flandes, de Pérez-Reverte. Spain is different! fue un buen eslogan.

La monarquía constitucional, en opinión de Vila-Sanjuán, ha impulsado resonantes actividades como los Premios Princesa de Asturias y los Princesa de Gerona, confiriéndole a España una dimensión cultural internacional de primer orden, rivalizando y aun superando en prestigio los premios entregados en Oviedo —en mi opinión— a los Nobel en la categoría de literatura, donde la Academia sueca falla más que una escopeta de caña al encabezonarse muchas veces en los últimos años en priorizar méritos extraliterarios, compensando así supuestos agravios históricos que, vaporosamente, representan los galardonados.

La Corona, a través de gestiones y diplomacia, ha sido un paraguas simbólico para incentivar un surtido catálogo de instituciones, exposiciones, fundaciones, centros y actividades culturales que han prestigiado internacionalmente a España, favorecido la formación de varias generaciones y ayudado a convertir el país en un electroimán del turismo de calidad. Dicho lo cual, ahora me acuerdo de Goya y de Antonio López.

"Como buen barcelonés, Sergio Vila-Sanjuán habla del binomio cultural Madrid-Barcelona y establece inteligentes matices entre ambos modelos"

Hace años, en una lluviosa mañana, vi en el Palacio Real una exposición sobre el retrato en la monarquía española que culminaba con la asombrosa obra La familia de Juan Carlos I, de Antonio López. Este cuadro, dentro de doscientos años, alcanzará el nivel icónico de La familia de Carlos IV, de Francisco de Goya, no sólo porque el pintor manchego, al igual que el maño, captó la psicología de los retratados, sino porque la historia emitirá un juicio desapasionado sobre los personajes: algunos de ellos también serán goyescos. El luminoso cuadro de Antonio López muestra a un rey nada ilustrado que trajo la democracia, prestigió en el mapa mundi a la nación y ¿terminó? en un extraño confinamiento en una monarquía absoluta árabe. Mas la astucia del manchego radica en separar del conjunto a Felipe de Borbón, dándole entidad por sí mismo, profetizando la Corona que habría de encarnar y que ya pide un óleo actualizado, que pase pantalla.

Los años dorados del Estado cultural nos legaron el ya citado Auditorio Nacional, la reapertura del Teatro Real, orquestas, el Museo Thyssen, el Museo Reina Sofía de arte contemporáneo, el Premio Cervantes, la feliz ampliación del Museo Prado firmada por Moneo, el Instituto Cervantes y, como epígono, las Galerías de las Colecciones Reales, museo éste último con dos grandiosas salas que exhiben el poderío artístico de la monarquía hispánica de los Austrias y Borbones. Repasar tal lista desde el retrovisor del tiempo produce un dulce vértigo.

Como buen barcelonés, Sergio Vila-Sanjuán habla del binomio cultural Madrid-Barcelona y establece inteligentes matices entre ambos modelos, lo cual me hace sacar la conclusión de que la cosmopolita Barcelona —aquel París mediterráneo que un día fue— fue el motor cultural del siglo XX, y que en el siglo XXI lo es Madrid sin lugar a dudas, aunque la capital catalana retenga buena parte de las editoriales y agencias literarias.

"La jugada maestra estuvo en situar al frente del Ministerio de Cultura a Jorge Semprún, arquetipo del intelectual total y símbolo de una época"

El autor establece que los gobiernos de Felipe González se volcaron en la construcción del Estado cultural mediante la colaboración de diversos intelectuales, si bien la jugada maestra estuvo en situar al frente del Ministerio de Cultura a Jorge Semprún, arquetipo del intelectual total y símbolo de una época. Asimismo, se multiplicaron los presupuestos de cultura tanto en el ministerio como en los ayuntamientos y comunidades autónomas del puño y la rosa. Comenzaba un dirigista frenesí cultural al que se sumaron con monetario entusiasmo las cajas de ahorros, lo que, durante decenios, permitió a una «clase media cultural» vivir a tiempo completo de los circuitos culturales y no tanto del mercado literario y artístico. Fueron los años en bucle del milagro de los panes y los peces, una jauja de cultura —y culturetas de la artisticidad— hasta que la crisis del 2008 irrumpió con una motosierra en plan La matanza de Texas.

Fernando Aramburu —cuya ponderación en sus textos de prensa me gusta tanto como su literatura— comentaba en un artículo que, en Alemania, la gente paga religiosamente una entrada para asistir a la presentación de los libros en las librerías a cargo del autor, variando el precio de la misma en función del prestigio o de las ventas del escritor. El respeto a la figura del intelectual es, por tanto, tangible en la sociedad germana, casi sacrosanto. En España, generalmente —añado yo—, el escritor es un socorrido animador sociocultural útil para rellenar actos o darles barniz de manera gratuita, porque exigir a cambio dinero sería algo capitalista —propio de peseteros—, al estar asentada la idea de que la cultura debe ser gratuita y que el escritor no es un currante, como sí lo son el fontanero y el médico que pasan la factura y la minuta. Viene esto al caso porque Vila-Sanjuán comenta que, tras la explosión nuclear de la crisis económica del 2008, el sector cultural se había beneficiado de la prosperidad del país y pensábamos que nuestra cultura era análoga a la francesa o la alemana, pero «tristemente, estábamos equivocados». Tal vez era una burbuja como la inmobiliaria donde una parte de la industria cultural y de la claque vivía chutada con anabolizantes.

Sorprende la cantidad de hombres y mujeres de letras que han brillado, fugaz o permanentemente, en el último medio siglo, muchas de estas personas por lo célebres que fueron y lo rápido que se las ha tragado el sumidero del olvido: la historia es una justiciera que sólo algunas veces se comporta de manera arbitraria. Ahora, lo indudable es que la literatura española se ha internacionalizado gracias a autores best sellers o de prestigio canónico (a veces, ambas cosas a la vez). Escojo, de los citados en el ensayo, a Carlos Ruiz Zafón y su mitología narrativa sobre Barcelona y el Cementerio de los Libros Olvidados, a María Dueñas y sus tramas de aventuras y amores, al Javier Marías de perfecta arquitectura narrativa a quien le escamotearon el premio Nobel, y a Arturo Pérez-Reverte, un fenómeno novelístico mundial y el escritor español del que más trabajos académicos se han publicado en las universidades nacionales y extranjeras.

"Este libro no cesa de entretener a partir del diagnóstico diacrónico, del balance a vista de dron y de unas reflexiones sobre la extraordinaria modernización de España a la que ha contribuido la cultura"

Pero lo que supone un insaciable placer intelectual es constatar la esponjosa capacidad del autor para absorber y explicarlo todo con la claridad del agua: los movimientos artísticos, las tendencias literarias y sus condotieros, la evolución del cine y el impacto internacional de algunos cineastas, los cambios en los hábitos de lectura, el tirón de ciertos premios literarios, el planetario de los pintores, la conformación de la industria cultural y la irreversible centrifugación de las políticas culturales de la mano de las comunidades autónomas, proceso éste que, con financiación pública y privada, ha creado en España una fabulosa red de museos, auditorios, fundaciones, patrimonio restaurado, cursos de verano universitarios, ferias del libro y bibliotecas que requeriría una guía Michelin propia para preparar los viajes y aprestarnos a saborearlos.

Sergio Vila-Sanjuán, dedicado al periodismo cultural desde 1977 —el año de las primeras elecciones generales—, parece haber firmado el reverso del trato de Fausto con Mefistófeles, al dar la sensación de estar dotado con el divino don de la ubicuidad, de tantos lugares donde ha estado, los personajes que ha entrevistado y conocido, las modas intelectuales que ha visto desde su germen y los kilómetros de palabras que ha escrito sobre el mundo de la cultura.

Cada vez soy más celoso de mi tiempo, y por consiguiente más intransigente con la literatura que no prende una cerilla en mi mente y corazón, con los ensayos faltos de audacia creadora y escritos con ramplonería. Este libro no cesa de entretener a partir del diagnóstico diacrónico, del balance a vista de dron y de unas reflexiones sobre la extraordinaria modernización de España, a la que ha contribuido la cultura, como también ha cooperado a que los ciudadanos ganen autoestima y el país sea exportable como una historia de éxito compartido.

Leer Cultura española en democracia equivale a sentir la inefable alegría de los sábados por la mañana, marca de la casa de Sergio Vila-Sanjuán, cultivador de la fineza del pensamiento.

4.8/5 (20 Puntuaciones. Valora este artículo, por favor)
Notificar por email
Notificar de
guest

0 Comentarios
Feedbacks en línea
Ver todos los comentarios