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El Boom, pachanga de compadres

El Boom, pachanga de compadres

Hubo un tiempo no muy lejano en donde el foco de la creatividad narrativa estaba en Hispanoamérica. Es como si los númenes del cuento y de la novela se dedicasen a viajar, quizás para renovarse y recuperar su vitalismo, por los distintos espacios de la tierra, extendiendo sus fuegos creativos por los lugares más inesperados. Pero un incendio literario de la magnitud del Boom, capaz de iluminar nuestra literatura contemporánea, no se fragua solo con cuatro singulares nombres, por muy señeros que sean Julio Cortázar, Carlos Fuentes, Gabriel García Márquez y Mario Vargas Llosa, sino que precisa un largo y fecundo periodo de fermentación creativa. La narrativa hispanoamericana teje su urdimbre a lo largo de casi un siglo de búsquedas, de hallazgos, de desavenencias y de reencuentros, entre las novelas de la tierra (Doña Bárbara (1929), de Rómulo Gallegos, Don segundo sombra (1929), de Ricardo Güiraldes…) y las narraciones indianistas (Huasipungo (1934), de Jorge Icaza, El mundo es ancho y ajeno (1941), de Ciro Alegría…) e indigenistas (Hombres de maíz (1949), de Miguel Ángel Asturias, Los ríos profundos (1958), de José María Arguedas…), simultaneadas por las creaciones más imaginativas emprendidas por los relatos de Rafael Arévalo Martínez, Roberto Arlt, Macedonio Fernández, Felisberto Hernández, hasta desembocar en Borges y en Rulfo, quienes conquistaron definitivamente, desde diferentes perspectivas literarias, la atención unánime de los lectores.

"Carlos Fuentes también merece ser considerado como el principal mullidor del grupo, iniciado a partir de su admiración por los cuentos de Julio Cortázar y de su paternal relación con Gabriel García Márquez"

Resulta evidente para la crítica y los lectores, aunque la nueva manera de novelar ya se revela en El pozo (1939), de Juan Carlos Onetti, que La región más transparente (1958), de Carlos Fuentes, inicia un nuevo ciclo narrativo en el ámbito hispanoamericano, influenciado, sin duda, por el surrealismo, por el experimentalismo faulkneriano y el multilingüismo y las abstractas disquisiciones borgianas. Pero, además de ser el autor de la primera novela representativa del Boom, el «dos veces bueno» Carlos Fuentes también merece ser considerado como el principal mullidor del grupo, iniciado a partir de su admiración por los cuentos de Julio Cortázar y de su paternal relación —a pesar de ser casi dos años más joven— con Gabriel García Márquez, el último en incorporarse a este cuarteto de escritores prodigiosos.

Mario Vargas Llosa irrumpió en el grupo deslumbrando a Julio Cortázar con Los impostores, novela que posteriormente se publicaría bajo el afamado sintagma de La ciudad y los perros (1963). Esta exitosa novela, y las dos que la siguieron, La casa verde (1965) y Conversación en La Catedral (1969), convirtieron a Vargas Llosa en uno de los escritores más respetados del egregio grupo, como puede apreciarse en las iniciales cartas de Julio Cortázar. Cuando el autor de Rayuela se dirige a Carlos Fuentes, aunque sea bajo el amistoso menester de reforzarle en sus planteamientos creativos, se muestra en todo momento como un severo maestro señalando las debilidades de su discípulo, mientras que, por las mismas fechas, no cesa de prodigar elogios y encomios a Vargas Llosa, «por tu enorme capacidad narrativa, por eso que tenés y te hace diferente y mejor que todos los otros novelistas latinoamericanos vivientes». Ciertamente, Vargas Llosa no dejaba de ser el escritor más realista de todos ellos, tal vez el más distinto y diferente, empeñado en dimensionar los desgastados postulados realistas a través de la novedosa estructura de sus novelas y de la diáfana urdimbre de su escritura.

"En esta circunstancial definición se encuentra, en esencia, recogido el mágico reflejo de su virtuosismo escritural, capaz de transportarnos a los más insondables entresijos de nuestros cien años de soledad"

Julio Cortázar, que durante años ejerció como secreto y socrático patriarca del grupo, más que un novelista era sobre todo un cuentista rioplatense, de la estirpe de Quiroga, Bioy Casares y Borges, cuyos temas narrativos sobre la soledad y el miedo, desarrollados igualmente en sus novelas, también lo emparentaban con otros escritores argentinos, como Arlt, Mallea y Sábato.

Gabriel García Márquez es un caso diferente, cuya escritura estuvo solapada —por difícil que hoy resulte imaginarlo— tras sus rocambolescos trabajos publicitarios y sus no menos alimenticios guiones de cine. Tal vez, debido a ello, su talento literario pasase bastante desapercibido, a pesar de que ya hubiese escrito la magistral novela corta de El coronel no tiene quien le escriba (1961), por lo que inicialmente se muestra en sus cartas como un agradecido deudor de Fuentes. Vargas Llosa es quien mejor retrata el ingenioso vitalismo de García Márquez, cuando define su personalidad como «imaginativamente audaz y libérrima, y [donde] la exageración, en ella, no es una manera de alterar la realidad sino de verla». Creo que en esta circunstancial definición se encuentra, en esencia, recogido el mágico reflejo de su virtuosismo escritural, capaz de transportarnos a los más insondables entresijos de nuestros cien años de soledad.

"El Boom, a pesar de su nombre, no tiene nada de súbito, sino que se conforma, como sucede con los movimientos generacionales, por restricción y exclusión"

La editorial Alfaguara acaba de publicar un compendio epistolar de los cuatro estrictos escritores del BoomLas cartas del Boom (2023) —, compiladas por Carlos Aguirre, Gerald Martín, Javier Munguía y Augusto Wong Campos. Un libro que nos traslada en vivo a las bambalinas creativas de aquellos años y al desarrollo de algunas de las novelas más relevantes del pasado siglo. Como señala Carlos Fuentes en carta a Mario Vargas Llosa, «la novela está en América Latina, donde todo está por decirse, por nombrarse». Un territorio casi virginal donde la palabra podría emerger y renovarse en su interlocución con el lector, lejos de los esterilizadores experimentalismos narrativos de otras latitudes literarias, especialmente del nouveau roman francés. Pero estos escritores «trashumantes» —quizá mejor les convendría el calificativo de cosmopolitas—, formaban parte de un insondable palimpsesto urdido por los lúcidos escritores que les precedieron —algunos nombrados más arriba— durante un siglo de nimbadas luces, y del inagotable venero cervantino, así como de las diversas tradiciones de la literatura europea y norteamericana. Como señala Julio Cortázar en una de sus teorizaciones epistolares: «no veo por qué no hemos de universalizar nuestra novelística; a lo mejor el consejo de Goethe vale también al revés, y es gracias a lo universal que lograremos lo particular» pero, como puntualiza García Márquez, «sin abandonar nunca los viejos temas de Gallegos y Rivera».

El Boom, a pesar de su nombre, no tiene nada de súbito —aunque también se le pueda analizar desde una perspectiva comercial, editorial y social—, sino que se conforma, como sucede con los movimientos generacionales, por restricción y exclusión. Son muchos los escritores que no han podido, por valiosas que sean sus obras, integrarse en este reducido grupo de narradores, en el estricto núcleo del Boom; entre ellos, por enumerar algunos de los más señeros, cabe citar a Augusto Roa Bastos, José Donoso, José Lezama Lima y Guillermo Cabrera Infante.

La literatura a veces es un destino y casi siempre una elección. Las cartas del Boom resultan apasionantes, no solo por lo que explícitamente revelan, sino por lo que en ellas subyace. Nada, ni el «caso Padilla», ni un derechazo en una sombría sala de cine, ha podido quebrar el soterrado diálogo de estos cuatro eximios escritores en sus respectivas obras.

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