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Los últimos días de Fernando Pessoa

Los últimos días de Fernando Pessoa

Dime cuáles son tus autores predilectos y te diré qué tipo de persona eres, bien podría decir con fundamento cualquier adagio literario. Todo buen lector suele tener un grupo reducido de escritores dilectos, cuyos libros —o mejor habría que decir, conversación interminable— lo han acompañado durante buena parte de su vida, ayudándolo a configurar su sensibilidad y visión del mundo. Entre estos escritores consanguíneos siempre hay alguno que sobresale en sus preferencias, por diferentes motivos, casi siempre vitales más que creativos, hasta llegar a considerarlo como uno de sus familiares más cercanos o incluso como una parte constitutiva de su personalidad.

El lector, ante estos autores tan determinantes para su vida, no suele conformarse solamente con su obra, sino que a través de ella trata de dilucidar el huidizo latido de quien la ha escrito, descubriendo nuevas connotaciones y vínculos entre la ficción y la realidad. Por eso le resulta tan incitante el descubrimiento de una nueva carta de su escritor dilecto, o el conocimiento de un nuevo testimonio de un testigo de la época, ya sea del barbero del escritor o de su proveedor de tabaco. Todo vale y sirve para iluminar sus páginas, haciendo vibrar al lector la posibilidad de una nueva interpretación de algunos pasajes de su obra.

En ese permanente repaso por la vida de un escritor, adquieren significativa relevancia sus días finales. Ese periodo en el que queda interrumpida definitivamente su escritura, y en el que se sopesan —como hace Bergotte ante la pared amarilla de Vista de Delft de Johannes Vermeer— las preseas que ha logrado arrebatar a la usura implacable del tiempo; de ahí que se vuelva una y otra vez sobre sus días finales, siempre en busca de una palabra luminosa o de una reinterpretación de ese trascendente momento en el que definitivamente un autor se transustancia en su obra, se convierte en literatura.

"Fernando Pessoa es uno de esos escritores que muchos lectores —especialmente los poetas— han hecho suyo"

Fernando Pessoa es uno de esos escritores que muchos lectores —especialmente los poetas— han hecho suyo. Lisboa resuena de otra manera desde que Pessoa trazó sobre sus empinadas calles la caligrafía imborrable de sus pasos. En realidad, nada volvió a ser igual desde que el autor del Libro de desasosiego nos reveló que somos una multitud de personalidades —e individuos— en una compleja relación de divergencias y acoplamientos. Quizá quien mejor haya explicado la teoría pessoana, también desde una perspectiva fabulada, haya sido uno de los más destacados especialistas del poeta lisboeta, el escritor italiano Antonio Tabucchi. En su célebre novela corta Sostiene Pereira, su personaje principal sufre una evolución personal, todo un cambio y replanteamiento vital tras la relación profesional entablada con el joven Monteiro Rossi, que lo llena de perplejidad. En su conversación con el doctor Cardoso, al que le traslada su preocupación por su desacostumbrado modo de proceder, este le explica a Pereira lo que le está sucediendo a través del desarrollo de los supuestos pessoanos, aunque revestidos por la autoridad científica de dos pioneros —doctores Thèodule Ribot y Pierre Jenet— de la psicología francesa:

«creer que somos «uno» que tiene existencia por sí mismo, desligado de la inconmensurable pluralidad de los propios yoes, representa una ilusión, por lo demás ingenua, de la tradición cristiana de un alma única; el doctor Ribot y el doctor Janet ven la personalidad como una confederación de varias almas, porque nosotros tenemos varias almas dentro de nosotros, ¿comprende?, una confederación que se pone bajo el control de un yo hegemónico».

"En ese espejo mortuorio intentó proyectar su verdadero rostro contraponiendo sobre su facies los rasgos más característicos de sus heterónimos"

No resulta extraño que su debida admiración por Fernando Pessoa le haya llevado a intentar profundizar en el yo hegemónico de la confederación de almas que prefigura el enigma de los insondables perfiles de la escritura pessoana. Antonio Tabucchi trató de vislumbrarlo y discernirlo, aunque en mi opinión fallidamente, en el irisado reflejo de las tenebrosas aguas de la laguna Estigia, en las horas finales de delirio y agonía de Fernando Pessoa en el hospital de S. Luis do Franceses de Lisboa, desde la salida de su casa el 28 de noviembre hasta la tarde del 30 de noviembre de 1935, día de su muerte. En ese espejo mortuorio intentó proyectar su verdadero rostro contraponiendo sobre su facies los rasgos más característicos de sus heterónimos, desde Álvaro de Campos a Antonio Mora, trasformando Los tres últimos días de Fernando Pessoa (Un delirio) en un retablo de la muerte, más que en una catártica anagnórisis.

Otro de los grandes admiradores y especialistas en el memorable escritor lisboeta, en este caso español, es Manuel Moya, autor de la excepcional biografía Pessoa, el hombre de los sueños, en la que logra demostrar «la incidencia de los aspectos vitales de Fernando Pessoa en su obra». Pues bien, Moya, antes de emprender su biografía, o más bien simultaneándola, también indagó sobre esos días finales del autor del Libro del desasosiego, ficcionándolos en una novela corta titulada pessoanamente Lluvia oblicua (2022-Narrativa/214). En cuyas páginas se evidencia una vez más el interés que suscitan, tanto en los especialistas como en los más apasionados lectores, los días finales de un escritor, como si en ellos se encontrasen las llaves de los recónditos arcanos trenzados por la anudada trama de la caligrafía de sus pasos. Y, aunque en la mayoría de los casos los sucesos y decires de esas últimas horas apenas resulten reveladores, si hay que reconocer la emotividad que encierran, así como su utilidad como punto de partida para reinterpretar y dilucidar una obra.

"Pero Pessoa vuelve a escaparse, aunque con pasos de plomo y sin pitillera de plata, con la brumosa complicidad de la niebla y de la lluvia oblicua que tan habitualmente difuminan las rosáceas paredes de su ciudad"

A Moya le sucede en Lluvia oblicua lo mismo que a Tabucchi en Los tres últimos días de Fernando Pessoa (Un delirio), quizá porque Pessoa sea muchos pessoas y porque no exista un Pessoa hegemónico, o al menos se les escape una y otra vez a los que intentan atraparlo por la confederación de almas que atesora El caso de Moya resulta sumamente interesante, ya que si bien en Pessoa, el hombre de los sueños —cuya literalidad del título explicita por sí mismo la heterogénea personalidad del lisboeta— consigue acercarnos a las complejidades pessoanas desde el lente objetivador del investigador; en cambio, en su fabulación, al menos esa es mi impresión, nos proyecta un Pessoa demasiado castizo desde su subjetiva lupa de escritor,  y una Lisboa que no suena a Lisboa sino que tiene los acentos de una ciudad española. Solo en algunos capítulos y fragmentos sentimos esa magia pessoana que jalona la mayoría de las páginas de su recomendable biografía; por ejemplo, cuando Pessoa entra en la oficina de la rua dos Douradores, donde se encuentra con su heterónimo Bernardo Soares, a quien en el capítulo siguiente le confiesa que se siente «un poeta vencido». Otro capítulo destacable sucede en otra de las oficinas en las que Pessoa prestaba sus servicios profesionales, en el número 71 de la rua da Plata, en donde se encuentra con el señor Moitinho, al que Moya hábilmente contrapone con el sentenciado poeta: «Como Vasques, Augusto [Moitinho] era un hombre entregado a su quehacer, tal vez un poco rudo y egoísta, pero que conocía a fondo las tentaciones y trampas de la vida y no se hacía falsas ilusiones sobre casi nada de lo humano».

Pessoa deambula por las calles y callejuelas lisboetas, desposeído —y en esto parafraseo un verso de Alberto Vega— del pedazo de nubes que llevaba en sus zapatos, trazando todo un vía crucis personal y literario desde el alucinatorio reencuentro con sus heterónimos y con otros personajes de su cotidianeidad. Pero Pessoa vuelve a escaparse, aunque con pasos de plomo y sin pitillera de plata, con la brumosa complicidad de la niebla y de la lluvia oblicua que tan habitualmente difuminan las rosáceas paredes de su ciudad.

Quién sabe lo que pasó por la mente de Fernando Pessoa en sus días finales, el caso es que nos dejó un arca llena de preciosos manuscritos y de hojas imperecederas, casi como un Noé bíblico, destinados a hacerse carne y memoria en sus lectores.

Quizá por eso, las infructuosas recreaciones de Antonio Tabucchi y de Manuel Moya, aunque valiosas en su fervorosa introspección, resulten un tanto estereotipadas. Tan dilecto es Pessoa.

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