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‘Las diosas del agua y Coyolx’, una danza por la memoria y la justicia social

‘Las diosas del agua y Coyolx’, una danza por la memoria y la justicia social

Fotografía de EnClaveDanza / Diosas del agua (Centro Coreográfico Canal)

El 5 de noviembre la Compañía EnClaveDanza, dirigida por Cristina Masson, representó Coyolx en el Centro Cultural Casa de Vacas del Retiro, una adaptación de Las diosas del agua, escrito por la poeta, ensayista y traductora Jeannette L. Clariond y publicado este mismo año (edición bilingüe con traducción de Samantha Schnee, UK, Shearman Books, 2021; EE.UU, World Poetry Books, 2021). El libro pone el foco en la pesadilla social en la que viven inmersas las mujeres mexicanas. Cada día nueve mujeres pierden la vida en este país, cada día se cometen asesinatos que quedan impunes, cada día que pasa la muerte de una mujer se aprecia como algo más natural.

En palabras de la propia autora: «Cuando una mujer muere, todas morimos. Este año de 2021 es el tiempo para repasar nuestra historia, para reconsiderar la capacidad del mito y su poder de consolar.»

Las diosas del agua plantea un homenaje a Coyolxauhqui, diosa que representa a la Luna de acuerdo con la antigua mitología Azteca, que cada veintinueve días y medio cae fragmentándose y a la que vemos aparecer y desaparecer en sus diversas fases en el cielo nocturno. Al igual que estos restos lunares, las mujeres asesinadas en México aparecen convertidas en fragmentos arrojados al fondo del lodazal dentro de bolsas de plástico.

Fotografía de EnClaveDanza / Coyolx (Centro Cultural Casa de Vacas del Retiro)

«Este libro es un intento de recuperar la voz del Mito: preguntarnos en qué momento dejamos de buscar en esta forma antigua de saber la respuesta a nuestra oscuridad. La caída de la diosa desde la cima del templo, y la fragmentación de su cuerpo, muestran que es necesario desintegrar la materia para convertirse en luz. Esa es la enseñanza primordial de este mito. Coyolxauhqui es luz y es oscuridad, es astro que alumbra y se apaga para luego resurgir. Es tiempo de reconciliarnos con nuestro pasado, de desentrañar sus enseñanzas y aprender a leer nuestra mitología, de cambiar la percepción de una país que camina orgulloso por sus pirámides, mas no de su gente, de sus mujeres, de sus mitos, tradiciones y leyendas. Ese es el objetivo de Las diosas del agua. Quise valerme del mito para mostrar que no hemos acudido a esta forma de simbolizar la realidad para entender el pasado e intentar hacer un alto en el espacio poético, dedicándolo al dolor de tantas mujeres muertas.»

Fotografía de EnClaveDanza / Diosas del agua (Centro Coreográfico Canal)

Así mismo el 30 de noviembre de 2020 se llevó a cabo Diosas del agua, otra adaptación del libro por la compañía de danza en el Centro Coreográfico Canal. La obra y sus adaptaciones proponen por tanto una extrapolación del mito de esta diosa a la situación actual sufrida por miles de mujeres, con la diferencia de que la desintegración actual es producto de una violencia ejercida de manera brutal. Una vuelta a las raíces desde la que promover un cambio, o al menos, el despertar de una conciencia social. Presentamos el poema inicial del libro.

***

Mi cuerpo cae en el agua.
Mi cuerpo y sus despojos, lanzados a la ciénaga, violados.
Yazgo en el fondo del lodazal.
Permaneceré en el fango
soles, lunas, oscuras profundidades.

¿Dónde el verdugo, un lago que lave el alma, un cerco para este cruel abismo?
La tinta se entumece en mi mano cuando quiero decir la estela
de rostros lacerados que se desintegran en la sal: los miro y me miran.
Oleajes de dolor se alzan cuerpo tras cuerpo, caen
sobre la arcilla endurecida.
El cielo y la tierra hunden sus miembros en una misma ruina.

Una soledad infinita hiende los pliegues de sus pies.

Cadáveres desmembrados de otras mujeres se confunden
entre capas de caucho y naftalina
llenando el espacio de ceguera y de humo, allí,
donde la claridad se oculta entre matorrales y ascuas
y la humillación triunfa sobre los sórdidos baldíos del mundo. 

Ninguna escritura alcanza la malla que habrías hecho tuya
de haber escuchado los gritos entre prendas y fuego y piedras
en la herbosa confusión de las cenizas.
Yazgo en el fondo del lodazal.
Sólo brumas en este crujir de espejos donde bocas de canto mudo
exhalan su última vejación. 

¿Cómo decir el miedo que despedazó a cada mujer, niña, adolescente?
¿Qué pasará con las almas y el hierro marcado en su pecho?
¿Cómo hacer que la Luna alumbre si el roto césped extiende
la memoria que olvida, incapaz de abrazar el horizonte?
El Sol clavó su filo en un fuego sin testigo. Y nadie quiso ver.
La agonía se apretó a los lloros, aferró los puños, y cedió la carne.
De los pasos nada queda salvo lilas ultrajadas.

Me abaten el dolor y la rabia ante esta afrenta. Mi compasión
no basta para las manos, las horas bajo el fango.
Ennegrecidas mis uñas, cavan en vano
en esta devastación sin un río que arrastre los féretros en su corriente.
No existen sepulturas. No existen los huesos. No existe la ceniza. 

¿Contemplará este puñado de tierra seca algún día algún cielo?

El cielo se ha quedado sin estaciones, esos puntos donde solía mirar
mi cuerpo reflejado pues sé bien que en el cielo no hay engaños,
ni lugar para el tormentoso arrepentimiento por sus muertes.
Oh, corazón, dóblate ante esta inexplicable ausencia
que desde niña velaba mis ojos y de la que sólo existe cera endurecida.
Se ha quebrado su sueño, se han llenado de lodo sus gargantas.
La conciencia nos vuelve cobardes. 

La muerte de una mujer es la muerte de la madre, deshecha rosa, chorros rojizos
chorreando por los muros de la ciudad.
La ausencia siempre eres tú.
Y a lo lejos, nubes deshilachadas, ciegas piedras, ciegas simas,
pan de los siglos bajo el abandono de Dios. 

Madre de todas las edades, tú no vienes a rescatarlas. Tú
no estás aquí, en el corazón de estas gélidas corrientes.
Tu voz no clama ante la implacable repetición de la herida.
El tiempo de tu silencio está muy en lo alto y no escuchas esta vidriosa oscuridad.
Si yo pudiera tocar su rostro, mirarme en sus despojos. Pero no.
Esos bultos despeñados de los montes, arrastrados por el río, son mi dolor a secas. 

Agua, soplo del ave: tres niñas desnudas junto al arroyo, su ropa
enrojecida cuelga de la alambrada. ¿Quién las abrigará?
Los brazos encogidos bajo la frente, los ojos vendados, los cuerpos
en el naufragio y nadie que asuma este dolor. 

El collar arrancado de su cuello, la pulsera de la muñeca, el listón de la trenza.
Nadie podrá considerar apresurados mis cálculos:
sueño sus rostros como el preámbulo a una desesperanza sin fin. 

Es leche lo que gotea de abismo en abismo ahogando los nombres. 

Mi lamento estalla, dolida sombra, por la expiración de cada hora
y las palabras emigran lejos del espacio de la claridad. 

Más oscuro que el astro en el eclipse, mi sofocado llanto
pide una disculpa ante el hueco recubierto de piedras, rescoldos,
membranosos tegumentos. ¡Disculpen nuestra falta! 

Oh, Mujer, luz de mi linaje, tú no tenías que morir. Un hilo de mi tiemblo
quiere hallar tu corazón en el fondo de hondo lago.
Arranca de mí este silencio.
El tiempo también sangra.

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