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El duende del jazz

El duende del jazz

El leonés Luis Artigue pertenece al nada frecuente grupo de los escritores imprevisibles, esos que cuando publican una obra nueva nos sorprenden por la originalidad y extrañeza del asunto que abordan. Hasta donde conozco su trayectoria, marcada por temas y enfoques en apariencia dispersos, se reafirma en idéntica dirección de escritor peculiar y sorprendente con Café Jazz El Destripador. El asunto que le interesa ahora, el jazz, en sí mismo no supone algo novedoso. Al revés. Este género musical norteamericano nacido un siglo atrás ha marcado con una fuerte impronta a los escritores españoles desde hace varios decenios. Fue primero una referencia cultural en la madurez de los prosistas de la generación del 68, la de Guelbenzu, Molina Foix, Antolín Rato, Azúa, José María Merino o Vázquez Montalbán. Entre la promoción siguiente, constituye un eje vertebral de Antonio Muñoz Molina. E innumerables narradores de tiempos recientes apelan a los nombres y grupos del jazz, tanto clásicos como modernos, en sus obras. No creo que exista una estadística al respecto que lo corrobore, pero me atrevo a decir que un porcentaje alto nuestras novelas de los últimos lustros apoyan o ilustran la trama argumental con guiños a la música afroamericana.

En el recurso al jazz, Artigue va más lejos que todos sus antecesores españoles. La trama principal de Café Jazz El Destripador se centra en la etapa de presentación pública del trompetista Miles Davis y en su problemática afinidad discipular con el saxofonista Charlie Bird Parker. La incursión biográfica en ambas figuras legendarias tiene interés intrínseco y está cargada de plasticidad y tintas dramáticas al poner el foco en su relación amor-odio que desemboca en “dos seres con tantas heridas infligidas el uno al otro que ya no podían ni mirarse sin amarse calladamente y odiarse a voces”. En paralelo con esta intensa peripecia personal, la novela adquiere la dimensión de crónica histórica del jazz entre 1944 y 1958 en dos escenarios principales, St. Louis City y New York, uno complementario, Los Ángeles, y otro por circunstanciales, París y Newport, con motivo de la participación de Davis en sendos Festivales.

"La regresión, en efecto, se materializa y de ahí el viaje al París decimonónico donde Davis tendrá muy prestigiosa reencarnación: Me llamo Charles Baudelaire"

No puede regateársele un ápice a la ideación de Café Jazz El Destripador como singular novela histórica, si bien con más de una licencia documental explicable por el deseo de recrear una atmósfera antes que por sujetarse a un riguroso noticierismo. En cualquier caso, también hay que rescatarla de este trillado subgénero por la disposición inventiva que mueve a Luis Artigue. Porque otra trama simultánea de la anterior despliega una neta voluntad creativa que, en lugar de fijarse en el testimonio, se decanta por la pura invención, por la fantasía. Se trata nada menos que de un viaje en el tiempo que nos traslada a París en el siglo anterior, con anclaje discontinuo en media docena de fechas: 1840, 1841, 1842, 1861, 1864, 1867 y 1868. ¿Cómo se produce este salto de una a otra centuria? Apelando a un recurso tan ingenioso como arriesgado para la verosimilitud del relato. Semejante reto significa el exorcismo que el reverendo James lleva a cabo sobre Davis, de quien sospecha que esté endemoniado, quizás poseído por un demonio que conoció en otra vida, acaso un demonio femenino. El clérigo explica su trabajo: “Unos lo llaman exorcismo, otros liberación de almas perdidas y otros viaje astral epistémico seguido de curación somato-psíquica”. Y detalla el tratamiento con parecida palabrería: será una terapia regresiva no hipnótica, ventana abierta y sueño lúcido para que la conciencia del sujeto paciente salga del cuerpo y la conciencia actuales, el alma se externalice y permita “ver y narrar la historia de su alma anterior a sí mismo”.

La regresión, en efecto, se materializa, y de ahí el viaje al París decimonónico donde Davis tendrá muy prestigiosa reencarnación: “Me llamo Charles Baudelaire”. Es el inicio de una variedad de identidades a propósito confusa, inestable y destructiva. Al preguntarle el exorcista al espíritu que está dentro de Miles si coincidió con él en París en esa vida anterior en que el músico era el poeta, le responde que sí, que el francés “nos destruyó a mi madre y a mí entonces, y yo lo estoy destruyendo a él ahora”. Al lado de “el capitán del malditismo, la sordidez, la inmoralidad, la vida sin aliviaderos ni espacios virginales y la genialidad como una emergencia autodestructiva”, según se evalúa al autor de Las flores del mal, también encontraremos por ese París tumultuoso y espectral a Gautier, Balzac o Gustave Courbet. Al otro extremo del glamur artístico hallamos la vida degradada de una familia menestral de taberneros; también sabemos de una paradójica “santa con sífilis”. Como todo se produce en el espacio mental del sortilegio, damos por buena esa abigarrada mezcla de personajes y situaciones cuyo registro literario apunta al relato gótico y, sobre todo, bebe en el folletín.

"El propósito de encontrar al alter ego remoto de Miles produce una narración visionaria que contrasta con el verismo de su historia como músico"

El propósito de encontrar al alter ego remoto de Miles produce una narración visionaria que contrasta con el verismo de su historia como músico. Su trayectoria se detiene en los momentos de búsqueda de trabajo, de precariedad, de encontrar un espacio para su arte en Harlem, de aproximarse a los mayores “recintos sagrados” y “templos sonoros” neoyorquinos, entre ellos el Café Jazz El Destripador que da título al libro. Al final, aunque solo de refilón, lo sabremos famoso y sin problemas económicos, rodeado de un aura de sofisticación como un nuevo dandi gracias al contrato con una discográfica. Entre tanto, asistimos a un relato coral del entorno del jazz. La novela se adentra en el terrible mundo de la droga y la miseria. Además aporta el dato verista de la dimensión industrial de esa famosa música, metiendo en el relato con trazos burlescos a un influyente productor discográfico, el mafioso Vito LaRocca. Y, por supuesto, la pareja Miles y Bird da lugar a la presencia de los nombres proverbiales del jazz: Dizzy Gillespie, Thelonius Monk, Louis Armstrong, Duke Ellington, Freddie Hubbard o John Coltrane.

Luis Artigue hace su curiosa novela bajo la doble seducción del retablo histórico y biográfico, pero para mí tengo que ambos objetivos vienen a oscurecer su gran asunto, el examen y apología de esa música especial llamada jazz. En boca de distintos personajes se desgranan opiniones y valoraciones. Es una música que surge de un fondo atribulado, no de la placidez vital: “necesitas al dolor para crear”, leemos en una ocasión. Y en otra se relata su efecto místico y su asociación al máximo anhelo de la libertad: “Miles experimentó en ese concierto algo parecido a una conversión religiosa: sintió que Bird […] le hacía saber así que creía firmemente en una libertad radical que ni el gobierno, ni la mente, ni el dinero podían proporcionar. Una libertad que solo concedía la música”. Se trata, según una de las reencarnaciones de Miles, de una música “santa y perversa”, cuyo sonido está impregnado de “sagrado lirismo” y del “aliento de la perversión”.

"Artigue se asoma de este modo al misterio último, inefable y extraño, del arte, al fondo sagrado e irracional de la expresión artística"

La admiración mayor va dirigida, y es imprescindible resaltarlo, no al jazz convencional, el popular swing, sino al innovador, creativo y rupturista bebop. Esta modalidad supone, en palabras del exorcista que representan el sentir, me parece, del propio autor, “una música sin orden ni concierto, sin ley, un reflejo del lado ilusorio de la vida, lo tóxico, el torbellino que arrastra”. Tal música racial y revulsiva no obedece a los requisitos del arte codificado, al formalismo del arte, diríamos, sino a impulsos íntimos y sus grandes aciertos surgen de una interpretación en estado de gracia. Artigue se asoma de este modo al misterio último, inefable y extraño, del arte, al fondo sagrado e irracional de la expresión artística.

Esta indagación en el duende —por decirlo con el famoso término lorquiano— del jazz no concluye ahí. Creo que el autor la extiende hasta abarcar todo arte, también el literario. Sus propias novelas, ésta y otras anteriores, responden a la poética antiformalista y libertaria que consiste en la entrega a una esencial creatividad. Lo cual, por otra parte, no supone predicar el arte por el arte porque también se atienden los interrogantes acerca de nuestra naturaleza. No me parece ajena a la intención de Luis Artigue plantear con alcance general el dilema que el implacable productor Vito LaRocca le lanza a Miles Davis: “enfrentar el eterno problema de todo ser humano, que no es otro que saber qué precio se debe pagar por la vida, y cuál por el alma”. Al romántico Artigue no le importa que ambos precios sean altos cuando anda en juego el ministerio de la creación artística.

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Autor: Luis Artigue. Título: Café Jazz El Destripador. Editorial: Pez de Plata. Venta: Todostuslibros y Amazon

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