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El error humano

Bajé casi deambulando, sin desperezar, a la cocina para hacer el desayuno. A pesar de mi lentitud de reflejos, pensé: “Seamos eficientes y rápidos… voy a hacer estos pancakes en tiempo récord”. Paladeando el ritual, empecé a colocar todos los ingredientes alineados armónicamente sobre la encimera y me dirigí con afán hacia el refrigerador para sacar la leche e iniciar mi sinfonía culinaria. Abrí maquinalmente la puerta derecha y una botella de Prosecco salió disparada como un misil tierra-aire. Al impactar en el suelo, el tapón saltó como un resorte y un geyser de uva fermentada y espumosa comenzó a manar a chorro en todas las direcciones, empezando por el techo blanco inmaculado, para seguir luego en las paredes, donde estampó infinidad de mapas de ignotas regiones, y terminar sobre el parqué, hasta dejar un estanque acrisolado de vino blanco. El zafarrancho dio paso a la quietud, mientras la botella yacía inerme, como un casquillo del que borboteaba tímidamente un chorrito con el último aliento de Prosecco.

El incidente me despertó del cuasi-letargo. Corrí hacia la otra esquina de la cocina para enrollarme dos metros de papel absorbente en el brazo, a modo de filacterias, y me arrodillé, humillado, para limpiar el líquido donde se reflejaba mi soberbia. Adiós a mi plusmarca personal de elaboración de pancakes. Y enseguida, el pensamiento: “¡Cómo penaliza el error humano!”.

"El error humano nos cobra con intereses la deuda del tiempo que se pretendía saldar con la calderilla de nuestra impaciencia"

La primera vez que escuché esa frase fue a mi padre. Creo que encapsula la limitación humana, que piensa que puede encontrar atajos sin consecuencias. Que se le puede hacer una jugarreta al destino y salir airoso cuando se hace una trampita para acabar antes o se trata de acelerar el curso natural de las cosas. El error humano nos cobra con intereses la deuda del tiempo que se pretendía saldar con la calderilla de nuestra impaciencia.

El ruido del burbujeo del champán me hizo visualizar otra vez una escena de mi niñez, cuando, al tratar de llenar un cubo de playa en una fuente del pueblo para hacer un poco de adobe, perdí el temple porque tardaba mucho en colmarse. Parecía que el fondo era de arena. Así que giré y giré el rosco del grifo hasta sacarlo de quicio. La pieza de metal se desprendió violentamente y se perdió por el desagüe, mientras un chorro incontrolable embestía sin piedad las paredes del cubo y me empapaba el torso. Tiré el cubo con desprecio y salí corriendo a esconderme, mientras se organizaba una batida popular en busca del forajido causante de semejante latrocinio, en una aldea donde escaseaba el agua todos los veranos.

Y casi de inmediato reviví también en mi imaginación la escena de mi hermano A encartando con velocidad, sobrado, un sofá-cama. Al complejo mecanismo de muelles y resortes no le gustó ese desplante, y en venganza enzarzó sus metales de una manera imposible, al punto que todo intento de devolverlo a su estado original resultó inútil. Mi padre, que caminaba desprevenido por el lugar, fue reclutado de improviso para resolver el desaguisado. El primer movimiento que probó dejó claro que el sofá no daría sus fierros a torcer. Siguió un tímido forcejeo, y tampoco nada. Así que mi padre empezó a pedir herramientas como si fuera un cirujano: llave inglesa, destornillador, martillo, llave Allen… pero aquello no cedía. El calor de la canícula veraniega empezó a hacer mella, y tuvo que descamisarse para proseguir con la operación sin derretirse en el intento. No recuerdo cuánto tiempo duró el proceso. Solo sé que en el momento en el que emergió de la habitación, exangüe y sudoroso, con una llave inglesa en la mano, soltó la frase: “¡Cómo penaliza el error humano!”

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