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El fenómeno Solzhenitsyn, de Georges Nivat

El fenómeno Solzhenitsyn, de Georges Nivat

Georges Nivat es una eminencia en la llamada “literatura de la disidencia”, y entre sus obras más importantes, sin duda destaca El fenómeno Solzhenitsyn, un análisis escrupuloso de la vida y obra del escritor ruso que, en la edición ahora presentada por Ediciones del Subsuelo, incluye las observaciones que el propio Solzhenitsyn hizo tras leerla.

En Zenda reproducimos el primer capítulo de El fenómeno Solzhenitsyn, de Georges Nivat (Ediciones del Subsuelo).

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EL GRITO Y LA AVALANCHA

«Escribí y envié esta carta como si subiera voluntariamente al cadalso. Me enfrentaba a su ideología, pero, yendo contra ellos, era mi propia cabeza lo que llevaba bajo el brazo» (El roble y el ternero). Tal vez todo Solzhenitsyn esté en esta frase. Con él, la literatura fue al martirio, se enfrentó a la muerte y encontró su segundo bautismo. Se hablará del «siglo de Solzhenitsyn» como se habla del siglo de Voltaire. Es cierto que ni la injusticia, ni el exilio, ni el «tomar la palabra» tienen ya nada en común hoy en día con lo que eran dos siglos atrás. Pero, al igual que Voltaire, Solzhenitsyn se identifica con cierto «grito esencial» por la justicia. Como un monstruo de Platón, la ideología de la felicidad institucionalizada ha incrustado en nuestros paisajes y nuestras almas ese «archipiélago» esclavista que Solzhenitsyn supo denunciar. El «grito esencial» de Solzhenitsyn devolvió a sus contemporáneos amnésicos, o mudos, cierto sentido de la lucha humana.

Desde 1962 (fecha de la aparición de Solzhenitsyn) hasta 1974 (año de la expulsión manu militari del escritor fuera de su país), la lucha de este hombre contra el poder fascinó a la opinión pública. La gente intuía que era algo más que el debate entre un poder tiránico y un «disidente» (él mismo rechazaba esta palabra): era el nacimiento de una revolución fundamental para nuestra época. Paralelamente a este desafío solzhenitsyniano se desarrollaba la «disidencia» soviética. Solzhenitsyn formaba parte de ella, se benefició de ella y colaboró intensamente en ella. Pero él la trascendió, ya que su «juicio» no era el de un «disidente», sino el de un testigo armado por Dios. Y, a menudo, la disidencia lo envidió, y a veces lo insultó.

En el exilio, él siguió con su lucha, pero también sabía que una voz en el exilio tiene menos repercusión que una voz vejada del interior. Esta voz llevó a la caída del régimen, esta voz fue el grito que desencadena la avalancha, mientras que Alexandr Zinóviev, otro disidente, muy distinto y que hizo un retrato sarcástico de Solzhenitsyn, con el nombre de padre Laverdad, en su obra Cumbres abismales, proclamaba que el imperio comunista había llegado para permanecer mil años. Solzhenitsyn, por su parte, desde el primer día que llegó a Occidente después de ser desterrado por el régimen de Brézhnev, siempre afirmó que, en su interior, tenía la convicción de que regresaría vivo a su país, es decir, que vería la liberación de Rusia. Él tenía razón; Zinóviev se equivocaba.

Porque no hacía nada como los demás, es decir, porque no permitía que los demás dictaran su conducta, el disidente vencedor no volvió enseguida a la Rusia liberada; quería que sus libros lo precedieran y estaba empeñado en terminar la enorme tarea que representaba escribir La rueda roja. No regresó hasta 1994, veinte años después de su expulsión. Sin embargo, el disidente no tardó en aparecer de nuevo; su aversión por el régimen de los oligarcas y por la privatización bajo la presidencia de Borís Yeltsin lo llevó de nuevo a la crítica. No fue hasta el final de su vida cuando llegó una época en la que estuvo más de acuerdo con el poder: veía con buenos ojos la política del segundo presidente electo de la Federación de Rusia, Vladímir Putin, en la medida en que consideraba que no se dilapidaban ni la riqueza ni el talento del país, y el peligro de su desmembramiento se alejaba gracias a una política más firme y patriótica. Pero su apoyo no era incondicional: criticó con dureza que se recuperase el himno soviético compuesto por Alexándrov (inicialmente era el himno del Partido, pero en 1943 Stalin lo convirtió en el himno nacional; el poeta Mijalkov modificó en cuatro ocasiones la letra). ¡El viejo zek no iba a cuadrarse ante el himno de los guardianes de Ekibastuz!

Por la inmensidad de su testimonio, el rigor de su arquitectura, el aliento épico, la riqueza de la emoción, la fuerza de la ironía y, sobre todo, por la luz que penetra en ese subsuelo deshumanizado de nuestro planeta, Archipiélago ha dejado huella en nosotros. No es en absoluto porque nos descubriera los campos de concentración soviéticos. Otros lo habían hecho antes que él; únicamente citaremos un libro entre una cuarentena: el emotivo y auténtico Viaje a la tierra de los zeks, de Julius Margolin, publicado en 1947. En nuestro siglo siniestro también hubo campos fuera de la URSS, y algunos eran todavía peores. El libro negro del comunismo nos ayudó, en 1997, a establecer una especie de escala del horror. Otras obras, numerosas, han mostrado el inmenso sistema concentracionario al que ha quedado ligada la denominación «Archipiélago Gulag» que le dio Solzhenitsyn. Son las obras de Varlam Shalámov, al cual volveremos, ya que se trata del gran «competidor» de Solzhenitsyn, y Vasili Grossman (aunque él no conoció el Gulag, su Todo fluye, sobre la hambruna artificial que provocó Stalin en Ucrania en 1932, es una obra maestra que narra lo indecible); las memorias de Evgenia Ginzburg, de Yekaterina Olítskaya (Solzhenitsyn habla de ella en Archipiélago), del francés Jacques Rossi; El Zekamerón de Vernon Kress, el extraordinario El príncipe amarillo del ucraniano Vasil Barka, con un prólogo, en la edición francesa, de Piotr Rawicz, él mismo rescatado de los campos nazis; las memorias de Oleg Volkov sobre el campo de las islas Solovkí, las del polaco Aleksander Wat en Mi siglo, el polaco Gustaw Herling-Grudziński en su Diario escrito de noche, uno de los grandes libros sobre los supervivientes, sin contar las obras de investigadores como La ciencia en el Gulag (1981) de Lucienne Félix o ¿La experiencia en los campos de concentración es inenarrable? (2003) de Luba Jurgenson, o Escribir los campos, de Alain Parrau, o bien Gulag. Historia de los campos de concentración soviéticos (2003, edición española en 2012), de Anne Applebaum, un libro importante pero discutible y que minimiza la aportación de Archipiélago; o también libros álbum como Gulag, de Thomasz Kizny (2003, edición española en 2005), el catálogo de una exposición en el Museo Etnográfico de Ginebra, Goulag, le peuple des zeks (2004), o el sorprendente álbum ilustrado de Yevfrosíniya Kersnóvskaya ¿Cuánto vale el hombre? (2006). El extraordinario documental de Iosif Pasternak, en dos partes: Gulag del agua y Gulag de la tierra (2000), completa estos documentos escritos o fotográficos. Nuestra lista no es en absoluto exhaustiva. Algunas obras han intentado comparar las dos grandes catástrofes humanas que representaron el nazismo y el comunismo, sobre todo en su forma estalinista. Las memorias de la hija del filósofo Buber, Margarete Buber-Neumann, que conoció los dos sistemas concentracionarios, entregadas de uno a otro en 1939, plantearon este problema con la fuerza insoportable de lo vivido. Vasili Grossman lo planteó de nuevo con la fuerza del artista en Vida y destino.

Hay una inmensa cantidad de literatura que versa sobre los campos. ¿Archipiélago ha sido destronada por estas obras? ¿Es sólo un libro más? ¡No! Lo esencial, en este caso, radica en una nueva visión de la humanidad y un nuevo juicio. Solzhenitsyn nos abrió los ojos cegados por la ideología. Sin el arte de Solzhenitsyn no hubiera habido ni mirada, ni «grito esencial». Habría habido un documento más y, precisamente, los documentos, a menudo, son impotentes ante la ideología —es algo que se ha comprobado una y otra vez…

Se podría comparar a Solzhenitsyn con otro gran disidente ruso, Lev Tolstói. Con sus palabras, la rebeldía de Tolstói fue terrible, total, casi alucinante. Memorias de un loco, Confesión, ¿Qué hacer? son testimonios de ello. Pero, aparte de muchas otras diferencias, hay esta: Solzhenitsyn es un autor plural. Nos habla a todos. Procede de un sustrato indestructible de la sociedad humana, y le han delegado la palabra. Los muertos y los vivos, los traidores y los héroes le han cedido su palabra, que ellos habían perdido. Aunque enardecida por una vergüenza y un ardor que no son menos personales, la «confesión» de Solzhenitsyn no es individual, como la de Tolstói. Es la de una humanidad en la sombra. Es cierto que Solzhenitsyn se cuenta, se explica a lo largo de toda su obra —es Iván Denísovich, es Oleg Kostoglótov, es Gleb Nerzhin y el narrador vivo de Archipiélago con sus confesiones, sus gritos, sus esperanzas y su fe—. Sin embargo, el yo que se arrepiente, lucha o maldice está atrapado en una realidad que lo sobrepasa, lo engulle, le da motivos para ser y gritar. El realismo de Solzhenitsyn es un realismo excesivo y profundamente inmerso en el sentido. Podríamos incluso avanzar una idea: que Solzhenitsyn sólo es verdaderamente grande en la realidad vivida. Él mismo se asignó dos tareas en su vida: hacer hablar al Gulag y explicar la Revolución rusa; esta segunda tarea estaba relacionada con el origen de la primera.

Podría decirse que, en 1973, cuando clandestinamente da la orden de publicar en París su Archipiélago, que ya tenía preparado, como un artificiero que ha minado un puente y espera con la mano sobre el detonador el momento de hacerlo estallar, ha culminado la primera tarea (tan sólo deberá restituir el texto integral a las obras ya publicadas y «expurgadas» en su edición de la URSS). Entonces, puede retomar la otra tarea, concebida mucho tiempo atrás y que se encuentra en el inicio de su ejecución. Será un trabajo largo, una labor literaria e histórica prodigiosa, pero en 1994, cuando regrese a su Rusia liberada del comunismo, podrá decir que la segunda tarea también está terminada. Y lo está, porque ha sabido ponerle fin parando en Abril 1917, añadiendo a este cuarto «nudo» un apéndice sobre lo que habría escrito si hubiera proseguido. Pero lo esencial está hecho: ha desvelado las causas del hundimiento de Rusia. Lo explica en una docena de entrevistas. En definitiva, la primera concepción de la novela se remonta a 1936, con tan sólo 18 años, e insiste: el estilo cambiará, el texto irá adquiriendo poco a poco su propio tono, tan característico, la mirada se ensanchará, pero el dibujo de los acontecimientos, los «nudos» elegidos en la gigantesca madeja de la guerra y de la revolución son elecciones que ya hizo con dieciocho años —por ejemplo, empezar la novela con la catástrofe del Segundo Ejército ruso, dirigido por el general Samsónov, en agosto de 1914, en los primeros días de las hostilidades—. Una constancia sorprendente con este proyecto, pero que describe muy bien cómo es Solzhenitsyn: un luchador que juega con la táctica, pero que no cambia la estrategia.

Por supuesto, todo se centrará en el oficio, y Solzhenitsyn incorporará un extenso flashback a Agosto 1914, aun a riesgo de desequilibrar la obra (pero ¿acaso no está la propia Rusia desequilibrada para siempre? La novela no hace más que seguir su gigantesco e irreparable estremecimiento). Una de las cuestiones que plantea esta obra es la relación entre estos dos escritos titánicos: Archipiélago y La rueda. ¿El realismo de Solzhenitsyn, o mejor dicho, esta alucinación de lo real, que es tan poderosa en él, podrá convivir con el historiador? ¿Existe una realidad de la historia? La principal revelación del escritor en la primera de estas dos obras es que la verdadera historia del siglo XX no se puede escribir con documentos, ya que o no existen o mienten: la falsificación, la obliteración de lo real no se habían producido nunca con esa magnitud. De ahí la urgencia solzhenitsyniana, una carrera contra reloj de una vida que hasta medio camino no se volvió creadora, cuando alcanzó la cuarentena. Aficiones, reposo, cultura, el arte por el arte no existen para el hombre Solzhenitsyn, a quien han «robado» media vida. En cierto sentido, es un «poseído» desposeído. En su afán proselitista hay un componente iconoclasta y sectario del que el pensamiento ruso no es ajeno. El caso Solzhenitsyn no remite a la ecuación anterior de la «idea rusa», sino que, en cierto modo, es su derivada. Tras el discurso de Harvard, sería tentador decir que el círculo se ha cerrado y que, al igual que Herzen, el gran exiliado ruso del siglo XIX, Solzhenitsyn reniega de la cultura que lo ha acogido.

Por otro lado, en el otro plato de la balanza, Solzhenitsyn es un recopilador frenético de material; su estancia en Estados Unidos, con sus magníficas bibliotecas abiertas día y noche a los investigadores, sus colosales archivos y sus archiveros entregados, le proporcionó algo que no habría podido conseguir en Rusia, y menos todavía en la URSS: el acceso directo a una enorme cantidad de documentación. Y, por añadidura, su llamamiento a los inmigrantes rusos, a los supervivientes de la gran convulsión que conoció Rusia con la Primera Guerra Mundial, la revolución, la guerra civil, convirtió a Solzhenitsyn en el destinatario de cientos de memorias inéditas, de correspondencias desconocidas, de opúsculos olvidados, perdidos, publicados en Buenos Aires o en Harbin; si antes le faltaban documentos, ahora ¡lo desbordan! Pero la dificultad no es menor. Como historiador, Solzhenitsyn no quiere perderse en todo este material, busca una clave de interpretación, y cree haberla encontrado. Podría decirse que en Archipiélago es un historiador «oral», con dos centenares de testimonios, incluido el suyo. En La rueda es historiador de lo escrito, tiene a su disposición una cantidad colosal de documentos tanto inéditos como publicados. También en este caso, la táctica será distinta, pero la estrategia será la misma.

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Autor: Georges Nivat. Título: El fenómeno Solzhenitsyn. Traducción: Laura Claravall. Editorial: Ediciones del Subsuelo. Venta: Todos tus libros.

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