El verano nunca ha sido esa época jovial y luminosa de los cuadros de Sorolla y los anuncios de cerveza. Incluso los veranos de la niñez venían atravesados de melancolía. Tan era así que, en esos días lánguidos de finales de agosto, uno se sentía secretamente culpable por no sufrir una especial congoja ante la vuelta inminente al colegio. En los meses oscuros del invierno habíamos anhelado las tardes largas, el sol, las vacaciones, pero se nos habían concedido en exceso: las tardes eran demasiado largas, el sol mordía rabioso, las vacaciones se habían convertido en tedio. El verano era la hipérbole de la diversión y, claro, hasta el caviar cansa si uno lo cena todos los días.
Fitzgerald podía haber ubicado su historia en el Nueva York invernal, el romanticismo de la gran ciudad encogida de helor, la soledad concurrida, el retiro bullicioso, los abrigos ostentosos, las chimeneas crepitantes, la nieve. Ese rollo. Era lo lógico. Al fin y al cabo, el tema principal de la historia es un desamor. Pero Fitzgerald la ubicó en verano, en el verano húmedo y sofocante de Long Island. Es posible que haya más infelicidad en el verano de Long Island, de los cayos de Florida, de las playas de California que en las calles resbaladizas por el hielo de Boston en marzo.
El gran Gatsby es la novela antiverano, donde los cócteles en mansiones con vistas al Atlántico caen como un tiro en el estómago y dejan resaca. Pero es Jordan, una mujer cínica y sardónica, la única que se atreve a decirlo: «La vida vuelve a comenzar con el frescor del otoño».


Desde luego que los veranos de la niñez vienen cargados de melancolía. Yo soy adulto y aun con eso también se me llena el alma de melancolía en verano. Para mí la mejor época es la primavera y el otoño.