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El invitado imprevisto  

El invitado imprevisto   

Yo era más joven de lo que nunca recuerdo haber sido, y me sentía más viejo incluso que ahora. Habitaba la bohardilla en un onceavo piso del barrio de Once. Desde una ventana sucia, a menudo transpirada, por las noches divisaba un sector de la ciudad que no existía. Durante el día, caminaba hasta allí, siguiendo a pies juntillas las veredas que podía señalar y contar con el dedo desde mi torre de aserrín; pero cuando llegaba al sitio, no había nada: ni las casas, ni la cúpula, ni el tejado verde que yo había visto la noche anterior, cada noche, también algunos atardeceres. Quizás alguien me estaba jugando una mala pasada. Armándome un cotillón. Como ella, que me había hecho creer que se quedaría conmigo. Pasaba esos días desérticos tratando de pensar en otra cosa. Mi trabajo no variaba: escribía historietas, ejercicios literarios para manuales escolares, vendía ideas, promocionaba circos. Pero como una ingente carga de leña para encender hasta el cielo una ofrenda al olvido. Nada funcionaba. Igual debía vivir. La gente está viva.

Un anochecer, al regreso de una de mis infructuosas reuniones, encontré sentado en la escalera al nonagenario señor Salomón. Había programado su recorrido para estar en su departamento antes de las 18, cuando comenzaba el shabat; pero por algún motivo y la defección de la señora que lo acompañaba, había quedado varado al pie de la escalera, con nueve pisos por delante, sin poder tomar el ascensor ni la fuerza necesaria como para afrontar a solas los escalones. Lo invité rodear mis hombros con su brazo y fuimos subiendo sin esperanzas, deteniéndonos en cada piso a tomar aire, aspirando más a una muerte digna que a la victoria. Pero llegamos. Me dio la llave, abrí su puerta y pudo ingresar. Desapareció en su espaciosa unidad —la más amplia de todo el consorcio—. Desde el palier, le pregunté si estaba bien.

Shabat shalom —me respondió.

Veinte días después, cuando nos cruzamos en el ascensor, me invitó a tomar un té con limón, anticipándome que debía decirme algo importante. Hubiera rechazado la oferta, pero la curiosidad o cierta piedad, ganaron la partida.

"No me voy a morir aparatosamente, expiraré en silencio. Podrás ocuparte, igual que me ayudaste a subir los nueve pisos"

—Voy a cumplir cien años —me dijo Salomón—. Mi nieto celebra su Bar Mitzva en Nueva York. Es hijo del segundo matrimonio de mi hijo mayor. Hace ya no sé cuántos años dejé de hablarle porque abandonó la religión. Fui un burro. Ahora quiero aparecerme de sorpresa. Me invitaron. Pero por vergüenza no respondí. Tengo miedo de morirme en la fiesta. Si eso ocurre, necesito que te hagas cargo de todo. Llamar al número indicado, recibir discretamente a la ambulancia, retirar mi cuerpo de allí. No me voy a morir aparatosamente, expiraré en silencio. Podrás ocuparte, igual que me ayudaste a subir los nueve pisos. Una escalera al cielo. Lo importante, lo único importante…

—No temer jamás —me apuré, citando al rab Nachman de Breslav.

—No —replicó Salomón—. Lo fundamental es no arruinarles la fiesta. Ya bastante molesté sin fiesta. Tengo tu pasaje.

Permanecí en silencio. Recientemente Menem había conseguido que los argentinos pudiéramos entrar a USA sin visa. Repentinamente dije:

—Desde mi ventana, veo una parte de la ciudad que no existe. Cuando llego, no hay nada de lo que veo desde arriba.

—A todos nos pasa lo mismo —me acompañó Salomón—.

Supongo que estás aceptando.

Asentí.

No tenía la menor idea de cómo sobrellevaría la situación si Salomón la quedaba en la fiesta, ni siquiera de cómo me permitirían entrar al salón. Tampoco de qué haría si fallecía en el en el aeropuerto, o en el avión. Sobran los sitios donde no se puede hacer tal o cual cosa. Pero morir se puede en cualquier parte.

"Yo había sufrido algún tipo de shock por la ingestión irracional de una cantidad descomunal de wasabi"

Nueva York me infatuó apenas la caminé: el otro lado de la pantalla de una película. La gente caminaba segura y libre, las calles olían a especias. Una isla inverosímil, próspera e informal. De todos modos yo no pertenecía a sitio alguno. En esas cuadras tan anchas mis caminatas interminables parecían un juego de mesa. Sonreía y me emocionaba. Nos dejaron entrar al salón sin problemas, al abuelo centenario y su auxiliar. Debe haber sido una de las mejores recepciones de catering de mi vida. Yo no sabía lo que era el sushi, mucho menos el sashimi. Me serví varias piezas de salmón crudo y las acompañé de una abundante cucharada de guacamole. Paladeé la primera feta y me zampé un cucharón como si fuera Nutella. Pero no era guacamole, supe después, sino wasabi. Los ojos se me llenaron de lágrimas, ya no por la emoción de Nueva York; una ráfaga de fuego interno me atravesó las fosas nasales, se me cerró la garganta. Perdí el conocimiento. Desperté un tiempo después, no sé cuánto, en un hospital. Salomón, a mi vera, me miraba con aire preocupado. Aparentemente la cuenta de aquella momentánea internación fue estrepitosa: más cara que el regalo de Benjamín, el homenajeado de trece años. Yo había sufrido algún tipo de shock por la ingestión irracional de una cantidad descomunal de wasabi. Solo me protegía la enmienda de la ignorancia, de otro modo podría haber muerto de estupidez.

De regreso en Buenos Aires, Salomón me detalló las vicisitudes de la fiesta, del extrañamiento, los silencios, a las emotivas palabras de su nieto —las únicas que improvisó—, y las del propio abuelo. Todos lloraron, pero no por el wasabi.

—¿Dónde hubieras querido que te entierren? —me preguntó en broma.

—En ese lugar que veo desde mi ventana —respondí sin dudar.

Y unos minutos de silencio compartido después, agregué:

—Ese shabat en que lo ayudé a subir las escaleras, fue la primera vez que no pensé en ella.

Salomón asintió. Entonces le acepté el té con limón.

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