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Misteriosa madre, de Ángel Fábregas

Misteriosa madre, de Ángel Fábregas

Misteriosa madre es una colección de relatos autoficcional que se desenvuelve entre la cotidianidad y lo mágico o lo fantástico. Su polifonía de tonos y estilos, tributarios de diferentes tradiciones literarias, gira en torno a un valle costero del sur de Granada, leitmotiv del libro, geográficamente situado en el municipio granadino de Los Guájares, en el Valle de Lecrín.

El autor granadino Ángel Fábregas transita por la historia desde épocas pretéritas hasta la actualidad o incluso hasta el futuro en alguna fantasía distópica. Los relatos conforman un mosaico que juegan con el tiempo limitando el instante, un instante en la memoria colectiva. A veces lírico, a veces elegíaco, en ocasiones dejándose llevar por el humor y una ironía no exenta de surrealismo e intención crítica. Su maestría narrativa nos sitúa a nosotros lectores en el único punto posible desde el que observar un tiempo que, a pesar de ser ajeno, nos es familiar y propio. Más allá de la historia, más allá de personajes y paisajes, recorre este libro una ráfaga de aire agradable, un sentir la vida sin más.

Zenda comparte Playa, uno de los cuentos que integran Misteriosa madre (El Envés Editores).

***

PLAYA

Entonces era todo tan distinto. Recuerdo esta playa y era otra. No entenderías lo que quiero decir, por muchas fotografías que te enseñara. Este es el mundo ahora, los recuerdos son recuerdos. Hay pocos viejos que no padezcan de nostalgia. Aquel tiempo no volverá.

Mira la isla pequeña y sola. Siempre me parece que nos quiere decir algo con el lenguaje de su silueta. Cuando aún estaba unida a tierra firme, se varaban pequeñas barcas pintadas de rojo y verde en su arena para asar pescado. Recuerdo todavía aquel olor delicioso, no podría describirlo, algo así como si ardiera el agua del mar. Cómo podría arder el agua del mar. Las casitas blancas a lo lejos, en la esquina de la bahía. Solo quedan los restos de la gran chimenea de la fábrica de melaza. Nadie recuerda el verdor de caña de azúcar en el llano, al pie del tajo. Desde que se anegó la vega parece que han pasado cien años y quizá sean tantos, me es difícil medir el tiempo. Todos olvidaron lo que fue la otra vida.

Hace mucho que allá en lo alto construyeron una gran fortaleza. Los árabes crearon su mundo. Solo quedan los sillares. Yo escribo sobre los recuerdos. Las de arriba están demasiado ocupadas y demasiado lejos. Contener el agua es bastante para ellas, lo entiendo. Somos pocos los que vivimos cerca del mar. Hace mucho todos querían vivir cerca del mar, esa era la gran aspiración, vivir los últimos años de la vida en sus orillas. A mí me gustaría habitar su profundidad oscura. Entonces la orilla del mar era el paraíso. Hoy no es más que otra puerta al infierno. No tengo miedo al mar, a pesar de todo, por eso me gusta asomarme ahí de vez en cuando. Ojalá pudiera caminar hasta sus jardines invisibles. Subamos. Ya se pone el sol. Eso es lo único que sigue igual cada tarde y cada mañana. No cambió el sol, pero para qué hablar de ello, el mundo es otro y basta. Las de arriba y sus escribas administran los recuerdos. Nadie sabe dónde están, como nadie sabe dónde está el desierto desde el que parten las naves para sacar los desechos al espacio y la gente a las colonias.

Nunca hubo nada como el mar, en cambio hoy no hay quien lo mire. No quedan demasiadas cosas que mirar, eso dicen muchos. Quedaba el fuego y lo prohibieron. A mí no me parece que haya pocas cosas que mirar. Creo que a ti tampoco, aunque no digas nada. Las cosas están en las pantallas hace tanto. A dónde mirar si no, eso dicen todos, como las de arriba. A mí me gusta contemplar el cielo de vez en cuando, o el perfil de las colinas. Antes nadie miraba los estercoleros o las alcantarillas. Siempre me gustaron las chatarrerías y los cementerios de coches, había tantas vidas, yo podía escuchar sus ecos. Lo mismo me ocurre con ese azul, cómo podría explicártelo.

Volvamos al valle, se hace tarde.

Siempre preferí el silencio, pero ahora me pesa tanto. Los humanos nunca somos los mismos, lo he aprendido bien en estos años, siglos más bien. Las voces golpean las colinas en mi cabeza como aquellos cohetes de pólvora que resonaban en todo el valle en los días de fiesta y arrastraban a los animales a sus madrigueras, a los perros debajo de las camas. La pólvora de los días luminosos. La luz del sol parece no haber cambiado, pero es otra, como si estuviera suspendida.

Regresábamos del baño en el río cuando resonaba la pólvora en los oídos y en el cielo, era una guerra de mentira entre nuestras carreras y juegos. Algunos recuerdos permanecen intactos. Los ojos de ella. Detrás de sus ojos azules anidaban todas las canciones que yo escuchaba en mi cama por la noche con la ventana abierta, cuando los limoneros aventaban su olor a la luna. Fui feliz en mi pequeña habitación. Recuerdo como la brisa de la madrugada erizaba mi piel cuando las gatas en celo llamaban a sus machos. El olor de ella, ese olor a mandarina verde y a jabón casero.

Las cañas en la corriente del río eran tan jóvenes como nosotros, su verde brillante, las ramas en mis ojos. El olor de los cigarrillos encendidos en los labios mojados y el tacto liso de la roca donde ellas se posaban como las libélulas. Las diosas adolescentes renacían en junio, la belleza más pura que Dios pudiera imaginar allá donde habitara, cuando aún existía Dios. Cierro mis ojos viejos y ahí están, constelaciones luminosas y eternas.

Ahora ese lugar es sombrío. La mala hierba es alta y oculta las antiguas cepas de aquellas cañas. Ni los jabalíes pueden penetrar esa oscuridad mojada. Solo el rumor del río es el de entonces. Ese rumor guarda nuestras risas, las risas y los llantos. Tú no las oyes, no las comprenderías.

Comeremos algo rápido. Después, subiremos a ver la luna llena en la boca de la cueva, allá donde encontramos los huesos. Tú no tienes memoria, pero yo sí recuerdo que casi me asfixié ese día cuando bajé al fondo. Luego los laboratorios de las de arriba. Quizá no tuve que decir nada, dejarlos en su sueño tranquilo. Supimos que eran de esos humanos que llamaron neandertales, de los últimos que vinieron a morir por aquí. Pero a quién le interesa algo así.

Imagino que pudiéramos subir a la luna con una escalera. Uno de estos días pediré al vecino ese gran catalejo con el que se pueden ver las colonias. Me gustaría vivir sin gravedad, que nada pesase. Cuando era chico leía ese libro de Julio Verne, «Viaje a la luna». En ese libro, con uno de aquellos telescopios antiguos, se divisaban bosques y mares. No hay bosques ni mares en la luna. Desde las colonias nos miran a nosotros y ven las enormes ciudades donde vive todo el mundo. A los mares miran poco, para qué, les recuerdan su propia soledad. Eso de andar sin gravedad y a oscuras, debe de hacer que uno se sienta muy solo, eso dicen. Por mucho que pesen las cosas aquí, la soledad es igual en la tierra que en la luna.

Mira el otoño en los árboles.

Los jabalíes son los únicos animales sobre la tierra que no se sienten solos, creo yo. Me recuerdan a aquella vieja película del planeta de los simios. Manadas de jabalíes parlantes como humanos recorriendo los campos. Una vez lo soñé. Quizá ellos nos esclavicen algún día y conmemoren lo que hicimos a su especie, las monterías de antaño con perros aullantes. Ahora las de arriba envían a las naves del ejército para hacer una batida al año. Pronto llegarán y los jabalíes lo saben, por eso andan en lo profundo de las sierras. Cuando hagan la batida caerán unos miles. Eso les remueve el odio y la inteligencia. Salen de los barrancos y recorren los yermos, los del gran incendio. Así debieron imaginar el juicio final los antiguos. Algún día los jabalíes se quedarán para siempre al descubierto y los pocos humanos que queden por aquí tendrán que largarse de una vez a alguna de esas ciudades. Las bestias claman su venganza. Nunca veré una cosa así. Si me entendieras dirías que tengo mucha imaginación, que nunca pasará eso, que las de arriba tienen medios para evitarlo. Quizá sea cierto, mira qué pasó con el mar.

Alguien tiene que escribir cómo eran las cosas.

Me reconforta escribir esas viejas historias sobre cómo era el mundo. Los que viven por aquí son buena gente. Les gusta escuchar las historias en mi voz, les imprimo algunas copias, las recito en holograma si están lejos. Cuando llega el solsticio de invierno la gente suele reunirse, como pasaba hace mucho por navidad. Antes era en torno al fuego, todos lo mirábamos embobados. Ahora es alrededor de pequeños dispositivos de energía, pero no es lo mismo. La navidad pervivió siglos, siempre fue el solsticio lo primordial, desde el principio de los tiempos. Los niños ríen y no creen que el mundo fuera como cuentan los viejos como yo. Incluso algunos mayores ríen. No es otra cosa que ignorancia. Las de arriba saben todo lo que hay que saber, eso dicen.

Mira la luna entre las colinas. En lo hondo de mis recuerdos está la luna, en una terraza en verano, durmiendo al fresco de la madrugada junto a mi padre en un colchón en el suelo. Ahora nos recostaremos a la entrada de esa pequeña gruta y ella vendrá a nuestras caras y a nuestras manos. Su luz me parece la misma, viaja el tiempo, lo hace gotear desde que aparece en el arco de la cueva hasta que se va. Me hace revivir el mundo antiguo, recuerdo cuando todos teníamos una gran incertidumbre sobre el futuro. Qué diferente es ahora. El tiempo es como un globo que se dilata, las galaxias alejándose las unas de las otras, un universo que crece sin fin.

Me gusta que ladres a la luna cada noche, me reconforta.

Siento que quiero acabar pronto con todo. Quizá dentro de cuatro o cinco décadas más; hace tantas desde aquella terraza, desde las noches con mi padre, que perdí la cuenta. Dentro de cuarenta o cincuenta años cursaré la solicitud, también para ti. Tú no lo sabes, nunca sabes nada, pero no será fácil. Las plazas son muy restringidas, en realidad nadie las desea salvo algún tipo raro como yo. Quién si no viviría cerca del mar, los locos y los que no pueden vivir en otro sitio, eso piensa todo el mundo. Está muy mal visto cursar la solicitud. Todos te miran como a un apestado. No es más que una rareza del pasado, como la de nacer. Unas plazas compensan a las otras, por eso lo toleran de vez en cuando.

Nacer tampoco está bien visto por esas máquinas.

Ellas, las de arriba, nunca entendieron, por mucho que lo aparenten.

Tampoco lo necesitan en absoluto.

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Autor: Ángel Fábregas. Título: Misteriosa madre. Editorial: El Envés. Venta: Todos tus libros.

BIO

Nacido en Granada, Ángel Fábregas es Licenciado en Derecho (1988) por la Universidad de Granada. Licenciado en Filosofía y letras, especialidad Historia contemporánea (2001), por la Universidad de Granada. Este titulado en en Administración de fincas (2007) y procurador de los Tribunales en el Colegio de Procuradores de Granada es autor de la novela Sulayr, dame cobijo, publicada por Ed. Nazarí, Granada, 2015; autor de la novela Quebrada en el Gran Norte, publicada por Ed. Esdrújula, Granada, 2017; autor de la novela No digas que fue ayer, publicada por Ed. Fundación Huerta de S. Antonio, Úbeda, 2019; coordinador y prologuista del libro de relatos de diferentes autores Granada imaginaria, publicado por diario IDEAL de Granada en 2016; representante de Granada ciudad literaria UNESCO en residencia literaria en Nankín (China) 2023; colaborador esporádico en prensa literaria (Quimera y otras publicaciones) y presidente de la asociación cultural La Empírica, con sede en Granada.

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