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El latido del mar, de Jorge Molist

El latido del mar, de Jorge Molist

Blanca, una hermosa dama del siglo XIII, lo pierde todo tras la derrota de su familia en la guerra, y, para conservar a su hijo con vida, debe sufrir los peores abusos de los vencedores. El niño, huyendo de la miseria, se embarca de grumete en una galera, la nave más dura y peligrosa de la época. En el mar buscará la libertad de su madre, a su familia perdida, y venganza. 

Jorge Molist recrea en esta novela los últimos años de las cruzadas en Tierra Santa y a la guerra por el dominio del Mediterráneo entre Francia y la Corona de Aragón.

Zenda ofrece las primeras páginas de El latido del mar (Planeta, 2023).

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Tagliacozzo, 23 de agosto de 1268

Ricardo von Blume no se quitó su bacinete, como hizo la mayoría de los caballeros, a pesar de que el hierro ardía. Solo levantó la visera. Aquella victoria había sido demasiado fácil. Demasiado. Algo iba mal, notaba el peligro.

El ejército se había dispersado a la caza del enemigo, que huía derrotado. Los perseguidores trataban de acabar con los vencidos y apoderarse de lo que llevaran encima, y estos, de salvar la vida. El botín podía superar la soldada de meses, e incluso años.

El potente sol de agosto al mediodía, en el centro de Italia, parecía querer aplastar a los seres vivos contra el suelo. El calor era terrible, y el campo, cubierto de cadáveres, rocas, matorrales y árboles dispersos, olía a polvo, excrementos y sangre. Algunos heridos se lamentaban sin esperanza de auxilio.

Ricardo era el comandante de la guardia personal de Conradino de Hohenstaufen, el joven rey. Y contaba con cincuenta caballeros y una veintena de infantes. Esa era toda su gente. Muy poca. Estaba inquieto.

Conradino se quitó el bacinete y echó hacia atrás la capucha de cota de malla que le protegía la cabeza. Sonreía feliz. Se puso de pie sobre los estribos de su caballo y elevó su estandarte cuanto pudo. Era un apuesto muchacho rubio de ojos azules y solo dieciséis años, duque de Suevia, rey de Jerusalén y ahora también de Sicilia. El águila negra de los Hohenstaufen ondeó en lo alto, como si estuviera viva y aleteara. La tropa y los generales lo aclamaron.

El tirano, el usurpador, el arrogante Carlos de Anjou había sido derrotado y muerto.

—Gracias, Señor, Dios mío —murmuró—. Gracias por hacer justicia.

Su primo Federico, príncipe de Baden y Austria, lo imitó incorporándose sobre los estribos de su montura para elevar la enseña que portaba. La gran cruz griega dorada, sobre fondo blanco, con cuatro cruces menores entre sus brazos, símbolo del reino de Jerusalén, ondeó junto al águila negra.

—¡Viva el rey de Jerusalén! —gritó.

Todos vitorearon al joven monarca.

—¡Viva el duque de Suevia!

Le aclamaron de nuevo. Conradino seducía tanto por sus formas corteses y simpatía como por su aspecto. —¡Y rey de Sicilia! —terminó Federico.

Más vítores.

El muchacho no pudo evitar las lágrimas, miró a su primo y, sin desmontar, lo abrazó. El príncipe era dos años mayor que él y su mejor amigo. Ambos, huérfanos de padre, se criaron en la corte bávara soñando con grandes batallas y victorias. Como aquella.

Él lo había animado a vengar a su tío asesinado y a recuperar el reino de Sicilia, que comprendía tanto la isla de dicho nombre como todo el sur de la península Itálica.

¡Y había vencido!, a pesar de los timoratos consejos de muchos nobles alemanes, entre los que se encontraban sus propios tíos, que se amedrentaron cuando el papa empezó a excomulgarlos. El joven ganaba con aquella batalla el reino de Sicilia, suyo por derecho de herencia, aunque Carlos de Anjou, hijo del rey de Francia, con el apoyo incondicional del papa, se lo había arrebatado.

El ejército estaba disperso, se repitió Ricardo von Blume mientras oteaba inquieto. El comandante olfateaba el peligro. Estaba en algún lado. Desde la elevación en la que se encontraban, observaba sin perder detalle su entorno. El calor producía una pegajosa neblina a ras de suelo que cubría una triste y accidentada llanura. La caballería perseguía a los franceses derrotados y las tropas de a pie remataban a los vencidos, saqueaban sus cuerpos y el campamento enemigo. Había oro. La mayoría de los caídos eran mercenarios y cargaban todas sus posesiones con ellos.

—Algo no va bien —le dijo a Pascale Coppola, su cuñado, sin que el resto pudiera oírlo. Pascale se estremeció al tiempo que analizaba preocupado el campo de batalla en busca de la amenaza oculta. Él también empezaba a sentir el peligro.

 

—¡Atención! —alertó Ricardo poniéndose de pie sobre los estribos y señalando la polvareda que formaba lo que debía de ser un numeroso contingente de jinetes surgidos de un distante bosquecillo—. Vienen hacia aquí.

—Es el infante don Enrique, que regresa —observó su cuñado Pascale.

Enrique, infante de Castilla, era el cónsul de Roma y había prometido matar con sus propias manos a su primo Carlos de Anjou, por avariento, miserable y traidor. El castellano fue quien rompió con sus caballeros el flanco del ejército angevino derribando a Carlos, al que remataron en el suelo. Al poco, el enemigo fue desbaratado y Enrique salió en persecución de la caballería francesa, que huía.

—¡No! ¡No es don Enrique! —repuso Ricardo—. ¡Llevan la enseña francesa!

Conradino miró alarmado hacia donde Ricardo señalaba.

Y lo vio.

—¡Es caballería pesada! —exclamó uno de los nobles italianos—. ¡Son cientos!

—Vienen hacia aquí y al galope —dijo otro.

—Es Carlos de Anjou —afirmó Ricardo.

Acababa de entenderlo todo.

—No, no puede ser —murmuró Conradino—. El infante Enrique ha acabado con él.

—Sí que lo es —repuso Ricardo—. Nos ha engañado. El francés se ha escondido con lo mejor de sus tropas para sorprendernos.

—¡Nos dijeron que estaba muerto! —insistió el joven rey.

—Otro vestía sus ropajes, llevaba su enseña y montaba su caballo —afirmó Pascale con la misma seguridad que su cuñado—. Es un viejo truco. Los caballeros del infante de Castillamataron a un impostor.

—Estaba escondido —murmuró Conradino—. ¿Y ha dejado que masacráramos a los suyos sin intervenir?

—Es un miserable —sentenció su primo Federico.

—Lo es, pero viene hacia aquí —afirmó Pascale—. Y los nuestros están dispersos.

—¡Preparaos para el combate! —ordenó Conradino.

—Si les hacemos frente, nos destrozarán —le advirtió Ricardo—. ¡No quiero veros morir como vi a vuestro tío! Sois nuestra última esperanza, sin vos nuestra causa está perdida. Retiraos ahora para que podamos seguir la lucha.

—¡No puedo abandonar el campo sin combatir! —objetó Conradino.

—La batalla está perdida —le dijo Ricardo—. Nos alcanzarán antes de que los nuestros puedan reagruparse. Poneos a salvo. ¡Nosotros los detendremos!

Conradino miró interrogante a su primo y al general Galvano de Lancia.

—El noble Ricardo von Blume está en lo cierto —ratificó este señalando el horizonte—. Si el infante don Enrique no aparece de inmediato con su hueste, estamos perdidos. Y no se le ve.

En la llanura solo se divisaban unas nubes de polvo lejanas y dispersas, producidas por los que huían hacia las montañas y por los castellanos e italianos que los perseguían. No había forma de avisar al infante de Castilla.

—¡Poneos a salvo, señor! —insistió el general—. Yo os acompañaré. La causa es lo primero. Y si la batalla cambia de signo, regresaremos para combatir. ¡Seguidme! Galvano se adelantó dando la espalda a los franceses. Su hijo y otros aristócratas lo imitaron. Conradino y su primo los contemplaban dubitativos, sin moverse.

—¡Seguidle, señor! —le gritó Ricardo.

—No puedo abandonaros —musitó el joven rey.

Los cascos de la caballería francesa acercándose retumbaban en el suelo seco levantando una nube de ardiente polvo.

—¡Por el amor de Dios! ¡Los tenemos encima! —insistió Ricardo—. La causa está por encima de los individuos. ¡Salvaos y la salvaréis!

Y palmoteó con fuerza la grupa del caballo de Conradino. Este se dirigió hacia donde estaban los nobles dispuestos a huir.

—¡Que Dios os bendiga! —dijo aquel joven de dieciséis años, rey de Jerusalén y que por un momento lo había sido
también de Sicilia—. Me acordaré de esto y, si el Señor lo permite, os lo he de agradecer y compensar.

Se los quedó mirando unos instantes con ojos húmedos de emoción y después se caló el capacete. Odiaba abandonar a los que iban a dar su vida por él. Tragó saliva y puso su caballo al trote siguiendo a los demás.

—Dudo que el Señor lo permita —murmuró entre dientes Ricardo—. ¡Lanzas en ristre! —gritó a los que quedaban. Se caló la visera y suplicó—: Señor, Dios mío, Virgen María. Apiadaos de mi esposa y de mis hijos. ¡Protegedlos! Y musitando un padrenuestro cargó contra el muro de acero que se acercaba a toda velocidad. Los demás lo siguieron.

Ya solo les quedaba la dignidad.

 

Los cincuenta caballeros de la guardia del joven rey se lanzaron contra la muralla de acero que se les venía encima y el choque de hierros fue tan estrepitoso como brutal. Ricardo traspasó el cuello de su primer rival, a pesar de la cota y el escudo que lo protegían. El hombre se derrumbó, pero él perdió su lanza, que había quedado trabada en el cuerpo del francés. Mientras desenvainaba la espada, la lanza de un caballero de la segunda línea perforó su escudo para penetrar en su cuerpo por debajo del hombro derecho. La fuerza del choque lo arrancó de la silla dando una voltereta hacia atrás por encima del lomo de su caballo. De inmediato sintió el impacto contra el suelo y aulló de dolor; había caído sobre su pierna derecha y supo que estaba rota. La lanza, gracias a la cota de malla, no lo había traspasado, pero el brutal impacto posiblemente le había fracturado el omoplato. El dolor era intenso. El combate seguía por encima de su cuerpo y se acurrucó en posición fetal. Al poco, gritó de nuevo cuando un caballo le aplastó la otra pierna.

—¡Todo está perdido! —murmuró—. Señor, apiadaos de Blanca, de nuestros hijos y de mi alma.

Cerró los ojos apretando las mandíbulas y, al abrirlos, se dijo que moriría allí, sobre aquella tierra ardiente, ensangrentado, cubierto de polvo y rodeado de cadáveres de hombres y caballos. Pero conservaba una leve esperanza. Quizá ocurriera un milagro. Ansiaba ver, aunque fuera por última vez, a su esposa, a su hijo Giacomo, de cuatro años, y al pequeño Roger. No andaba aún cuando se despidió de su familia para unirse al
ejército de Conradino. ¡Qué tierno recuerdo!

—¡Señor! —musitó—. ¿Qué no daría yo por un último beso? ¡Por una última caricia! ¡Por un último abrazo!

Los ojos se le llenaron de lágrimas.

El padre de Blanca era el gobernador de Brindisi cuando el emperador Federico reinaba en Sicilia y Alemania. El hermano de ella, Pascale Coppola, ocupó el cargo a su muerte, y la amistad con Ricardo, capitán de la tropa de la ciudad, se hizo mucho más estrecha.

Ricardo era hijo del halconero imperial, una posición relevante, dada la pasión del soberano y sus descendientes por la cetrería. Y fue uno de los caballeros alemanes que, bajo el amparo de la dinastía Hohenstaufen, se instaló en tierras italianas.

El de Ricardo y Blanca era un matrimonio de conveniencia. Consolidaba la relación de los Coppola con el imperio y asentaba a Ricardo en Italia, pero de aquel enlace surgió un amor profundo y apasionado. Blanca, con quince años al casarse, era una muchacha hermosa e inteligente. Y Ricardo se consideraba un hombre muy afortunado. Ella no había conocido varón antes, y él no deseó conocer a ninguna otra mujer después.

Blanca temía la noche de bodas, le habían advertido que, si Ricardo era uno de aquellos varones más acostumbrados a violar que a amar, podía ser un infierno. Pero aquel joven rubio, hermoso y fuerte la trató con inmenso cariño y, en lugar del infierno, le hizo conocer, en el tálamo nupcial, el cielo.

Tanto los Coppola como los Blume eran gibelinos. Como tales, reconocían la autoridad espiritual del papa, pero no aceptaban que este impusiera sus deseos a los cristianos en asuntos terrenales. Así que cuando Carlos de Anjou fue coronado rey de Sicilia por el papa y marchó con un gran ejército sobre el reino para desposeer a Manfredo, el rey legítimo, Ricardo y Pascale partieron con sus tropas a defender a su soberano.

Ambos sobrevivieron a la batalla de Benevento, en la que Carlos de Anjou derrotó y asesinó a Manfredo, el tío de Conradino. De ella Pascale conservaba una cicatriz que le cruzaba la mejilla derecha para perderse en su negra barba.

Tendido en el campo de batalla, Ricardo pensó en él. ¿Qué le habría ocurrido a su querido amigo y cuñado? ¿Permitiría elSeñor que en esta ocasión también se salvara?

El combate se alejaba y relajó su postura. Se ahogaba. Abrió la visera de su capacete para respirar mejor. Trató de quitárselo, pero el dolor de la herida se lo impedía, y solo lo logró al tercer intento. El sol cocía su armadura y tenía calor, mucho calor. Sentía una sed horrible, su boca era un estropajo y la pérdida de sangre aumentaba su necesidad de agua.

—¿Qué será de Blanca y de los niños si muero? —se preguntó angustiado—. Debo encontrar un caballo y regresar con ellos. Un caballo, Dios mío —murmuró esforzándose para superar el dolor—. Un caballo.

Los caballeros cargaban contra el rival y no contra las monturas. Habría corceles sueltos de los descabalgados y trataría de coger uno. Pero primero tenía que frenar la hemorragia y desenfundó su daga para cortar la tela de la sobreveste que cubría su armadura y taponar en lo posible la herida.

—Señor, Dios mío. Ayudadme —musitó con los ojos cerrados y resoplando.

Se encontraba en una pequeña hondonada y no podía ver. Trató de levantarse, pero el dolor era terrible. Así que se arras tró lentamente. Al poco se topó con el cadáver de un francés. El hombre lo miraba con un único ojo verde y la boca abierta. Había perdido el casco y le habían hundido una espada en la cara. Un par de moscas hurgaban en su horrible herida.

Le fallaban las fuerzas y estaba a punto de desvanecerse. Se quedó un tiempo boca arriba, tomando aire, mientras sujetaba con la mano en el hombro sus improvisadas vendas. El sol le daba en la cara y tenía aún más sed. Se desmayó.

Al recuperar el sentido, estaba mareado. El sol le había quemado los párpados y le costó recuperar la visión. Se cubrió los ojos con la mano. Más sed. Oía gritos lejanos, pero el campo, a su alrededor, parecía silencioso. Unos cuervos graznaron. Ricardo se dijo que tendrían mucha comida. Oyó ayes a su espalda, a la izquierda, distantes. No era el único que aún vivía. No era el único que aún sufría.

—Dios mío —murmuró—. Un caballo.

Tenía que atrapar uno de los muchos que estarían vagando por el campo de batalla. Era su única posibilidad de escapar de aquel infierno, de llegar hasta Brindisi, junto a su familia. Una empresa casi imposible. Se dijo que era difícil que en aquel estado pudiera capturar un corcel. Y más aún, ser capaz de montarlo. Y mucho más, que aguantara las dos semanas que le costaría llegar junto a su familia. Pero lo iba a intentar.

—¡Un milagro, Señor! ¡Concededme el milagro de ver a Blanca y a mis hijos antes de morir! ¡De despedirme de ellos! Como si su petición hubiera sido escuchada, una sombra cubrió el sol que iba ya bajando. ¡Un caballo! Se incorporó con esfuerzo y emitió los sonidos con los que calmaba a su montura cuando se ponía nerviosa. Le costaba, debido a la sequedad de su boca.

—¡Ven aquí, caballito! ¡Ven aquí!

Repitió el ruido y vio que el animal se aproximaba lentamente. Apestaba. Pero era lo de menos.

—¡Ven aquí, caballito! ¡Ven!

Se acercó y Ricardo pudo ver el desamparo en sus ojos acuosos. Los dos sufrían. Pero tampoco importaba.

—¡Un poco más!

Lo hizo y vio las riendas al alcance de su mano. Un caballo muerto se interponía entre ambos. Solo tenía que incorporarse, dar un salto y sujetar los correajes. Parecía un animal manso. Quizá le dejara montarlo.

—¡Tranquilo! —le dijo—. ¡Tranquilo!

Con un dolor terrible, se incorporó sobre las rodillas. Después apoyó la pierna izquierda, que aún lo sostenía a pesar del pisotón sufrido, y conteniendo un grito se lanzó a por las riendas. El animal no se movió y Ricardo las pudo sujetar. Entonces vio lo que el cadáver del otro le había impedido divisar. El caballo superviviente tenía la panza abierta, las tripas le habían salido y las llevaba arrastrando. Algunas estaban reventadas y rezumaban sangre y estiércol. De allí provenía aquel horrible olor y el zumbido del enjambre de moscas que revoloteaban alrededor.

—¡Oh, no! —murmuró Ricardo dejándose caer.

Su tenue esperanza le abandonaba. El caballo dobló sus patas delanteras y con un débil relincho se desplomó junto a Ricardo.

—¡Estamos igual de mal, amigo! —le dijo—. No querías morir solo, ¿verdad? —Le acarició las crines—. ¿Amas tú a alguien como yo amo? ¿Tendrás a alguien que te espere? ¿Alguien a quien le prometieras volver?

Notaba las lágrimas en los ojos. Y se sorprendió. ¿Cómo le podían quedar lágrimas con aquella sed horrible?

—Pues lo lamento —sollozó—. Ni tú ni yo regresaremos.

Al poco el caballo murió. Pero Ricardo, para su desdicha, seguía vivo.

—Blanca, querida Blanca —musitó.

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Autor: Jorge Molist. Título: El latido del mar. Editorial: Planeta. Venta: Todostuslibros

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