Si la vida se presentara ante nuestros ojos como una película y nosotros fuésemos sus privilegiados espectadores en vez de parte del reparto, seguramente tendría visos de tragicomedia. Un largometraje infinito que nos haría reír, sí, pero que no dejaría de contener su parte amarga. La crítica hacia el género humano sería demoledora, pero el humor sería necesario para hacerla digerible. Como ese bufón que hace reír al rey presentándole como verdaderamente es. El rey se lo permite porque es su bufón, claro está, y esto lo aprovecha quien le arranca las carcajadas. Si el rey es un buen rey, sacará sus propias conclusiones y buscará enmendar los defectos que muestra y otros perciben.
Martínez realiza un auténtico ejercicio de creatividad, situando la acción en Estados Unidos y recreando diferentes biografías diferentes por peculiares: desde el propio Róbinson, con su peculiar forma de hablar —incluyendo los dejes cubanos típicos (en este sentido, resulta impecable por ejemplo el monólogo del primer capítulo, Obertura cubana)— y su personalidad desinhibida, pasando por los compañeros de prisión: Don Rafael y Tino Seisdedos (también latinos), Wilbur (“un niño de setenta y tantos” cantarín), el indio Franks o Messer con su mirada de sociópata asesino y vocación de predicador; también están la pija alcaidesa Love y los funcionarios de prisión, como el capitán Buonanotte y su dicción víctima de frenillo, Winnie la madura y coqueta secretaria, el estricto Strickland o los guardias Stu y Dru —también conocidos como “Pixie y Dixie” por pasarse la vida juntos—; el periodista Matthews —con sus sueños de convertirse en escritor de renombre—, y el fotógrafo Scott, quienes acuden a realizar un reportaje con el que blanquear la imagen de El Secadero —y, de paso, la de su alcaidesa, metida hasta las trancas en chanchullos políticos—. En concreto, Matthews tendrá un protagonismo equiparable al de Sonny, pues la presencia de ambos será evidente dentro de la extensión del libro. En el caso del personaje del escritor, su visión “ética” del mundo —los deseos por escribir un libro que denuncie las injusticias acaecidas en El Secadero— queda reducida a mera fachada o pose; ni él mismo es capaz de manejar su propia vida al carecer de personalidad para ello o preferir la comodidad frente a un espíritu luchador o reivindicativo. Él es una tuerca más dentro del engranaje de un mundo que anestesia o anula toda capacidad de cuestionamiento hacia su defectuoso funcionamiento.
Pink Cadillac Man funciona con la lógica de un árbol en su natural desarrollo: de ese gran tronco que es el escenario de El Secadero van surgiendo las distintas ramificaciones de su constitución. Así, pasamos de la historia de Sonny, principal narrador, a la de quienes le rodean, dentro y fuera de la prisión. Las biografías se van desarrollando con absoluta lógica narrativa, llevándonos el autor de una a otra con pasmosa habilidad. También hay sorprendentes descripciones de distintas situaciones. A destacar, por ejemplo, las diferentes peleas y trifulcas que se producen entre los prisioneros, narradas con auténtica imaginería de cómic —incluyendo las onomatopeyas—. Hay también elementos del slapstick cinema en episodios como la pelea de pasteles caducados. Esa mirada cómica y ácida nos lleva a las propias ilustraciones de Robert Crumb, pero también a determinadas instantáneas narradas por John Kennedy Toole a través de su caricaturesco y naif personaje Ignatius J. Reilly en La conjura de los necios. El realismo sucio también tiene su cabida, a través de autores como Charles Bukowski y su estilo soez e incluso pornográfico o la descripción despiadada y descarnada de Raymond Carver. Ese mundo tan visual y underground propio de las revistas pulp también lo encontramos en pasajes como el del viaje alucinado de Sonny tras administrarse su dosis rutinaria de droga y que nos lleva a sobrevolar, cual diablo cojuelo, la ciudad con él. Merecedores igualmente de mención especial son dos fragmentos del capítulo séptimo (Gnomos de jardín): el primero, consistente en la descripción fantástica de los pensamientos de Matthews tras observar “un puzle enmarcado con la imagen de un sidewheeler, uno de esos vapores de madera impulsados por ruedas de paletas”, trasladándonos a la época de las historias de Mark Twain. El segundo, otro viaje más al pasado, con la descripción de la nada idealizada ni mítica fundación de Sweetwater, lugar donde se desarrolla la acción. Esa ruptura con el falso “sueño americano”, esa radiografía social de la América más profunda a través de su intolerancia —racismo, homofobia, desprecio en general a quien se considera residuo marginal—, de la estupidez y analfabetismo, de la ausencia de civismo cuando no de la delincuencia y, en general, de ese continente tan visible como oculto visto como estercolero simbólico y literal, golpea al lector con absoluta contundencia.
Como hemos podido observar, el artesonado urdido por Domingo Alberto Martínez para su novela es más que loable y la lectura del mismo, una auténtica delicia, capaz de depararnos momentos hilarantes y dramáticos a partes iguales, donde la sonrisa —e incluso la risa o carcajada— se alternan o funden con el escalofrío, la tristeza e incluso la repulsión. Un cóctel de sensaciones bien aderezadas por una escritura segura y decidida, viva y ligera, sin pelos en la lengua y plena de referencias culturales, absolutamente natural dentro de lo artificioso que esta exagerada fábula social puede tener. Llegando a su final —tras pasar por sus diez capítulos enumerados en sentido contrario, precipitándonos hacia su desenlace de forma expectante—, no podemos estar más de acuerdo con esta frase de Woody Allen: “Odio la realidad, pero es el único sitio donde se puede comer un buen filete”.
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Autor: Domingo Alberto Martínez. Título: Pink Cadillac Man. Editorial: West Indies.


Genial artículo.
No conocía este título.
Un placer leerte :).