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El otro zapato de Cenicienta

El otro zapato de Cenicienta

Poco antes de casarse, Cenicienta, ahora reina de Molovia, había prometido a su futuro esposo —primero príncipe y ahora rey— que, cuando lo considerara conveniente o necesario, le revelaría un secreto fundamental.

El rey Augusto había amado a su esposa —a la que había conocido en aquel baile en el que perdiera su zapato de cristal—, durante más de 60 años, y en todo ese tiempo nunca había sentido ansiedad por conocer el secreto: confiaba en Catalina, la Cenicienta; si ella prefería preservarlo, tendría sus sabios motivos.

Habían tenido dos hijos: Dionisia y Gustavo. La muchacha, casada años atrás con el soberano de una isla oriental. El muchacho ejercía con discreción su rol de príncipe y se aprestaba a ser coronado, querido por todos, como rey. Augusto estaba muy enfermo, y su avanzada edad hacía temer a la Corte que aquellos fueron sus últimos días de vida.

Cierta noche, durante el curso de su enfermedad, la reina Catalina se acercó al rey Augusto y le dijo al oído:

—Yo no soy la muchacha que bailó contigo aquella noche.

El rey alzó sus ojos y la miró atónito. Como si no hubiera entendido, preguntó:

—¿Dijiste “yo no soy” o “ya no soy”?

—Yo no soy —ratificó la esposa—. El zapato me entraba. Y nunca me preguntaste por el otro par. Estabas tan contento… pensabas que habías encontrado a la que buscabas… Y me gustabas tanto…

Augusto tosió, y no supo qué decir.

—Tuvimos una vida feliz, de todos modos, ¿no es cierto? —preguntó Catalina.

Augusto asintió. Tosió nuevamente y le dijo a su esposa que no se preocupara. Más aún: la persuadió de realizar una visita a la isla oriental de su hija, convenciéndola de que la aguardaría repuesto.

Catalina lo dejó reposar y se retiró del cuarto matrimonial. Pero Augusto había fingido dormirse.

Cuando Catalina se marchó de Palacio, el rey llamó a su primer ministro, le entregó el antiguo zapato de cristal y le dio secretamente la orden de encontrar, esta vez sí, a su verdadera dueña.

El primer ministro, siempre en el mayor de los secretos, puso a la tarea a cientos de guardias del rey.

De haber tardado sus hombres unas semanas más, quizás nunca hubiera conocido a la muchacha que había bailado con él aquella noche hacía ya más de sesenta años, la que había salido corriendo a las doce y había olvidado su zapato en el salón.

Aunque aquella primera búsqueda de la chica del calzado de cristal había sido dificultosa, casi imposible e incluso —ahora lo sabía el rey— fallida, en el tiempo transcurrido los habitantes del reino habían sido censados, se habían ampliado los archivos sobre la población, y resultaba mucho más fácil encontrar a una persona en particular. Casi sobre el lecho de muerte del rey, el primer ministro entró el cuarto real acompañado por una anciana. El rey la reconoció de inmediato: y no solo porque llevara un zapato de cristal en la mano izquierda. Toda su presencia era la prueba. Calzaba unos humildes suecos de arpillera.

—Yo soy la muchacha que perdió el zapato de cristal aquella noche en el salón de baile —reveló la anciana.

Los ojos de Augusto se llenaron de lágrimas.

—¿Por qué no te encontré entonces? —preguntó el rey.

—Supongo que porque primero encontraron a una chica a la que también le quedaba bien mi zapato.

—¿Y nunca se te ocurrió reclamar tu verdad?

La mujer hizo que no con la cabeza. Y como el rey se la quedara mirando, ella agregó:

—No quería casarme con un rey.

—Aquella fue la noche más hermosa de mi vida —dijo el rey Augusto.

—También de la mía —respondió Cenicienta—. Pero una noche no es una vida.

—Para mí, sí —dijo el rey.

Chasqueó los dedos y el primer ministro sacó de un bolso el zapato de Cristal que Augusto le había entregado. Cenicienta lo colocó en su pie derecho, y en el izquierdo el que ella misma había conservado; dejando los suecos de arpillera junto a un aparador real. Como sus pies en los zapatos de cristal, el rey descubrió que los ojos de la mujer eran exactamente iguales a los que recordaba de aquella noche.

—Tendría que haber buscado la mirada, y el rostro —le dijo—. En lugar del pie.

La anciana asintió, pero insistió:

—De todos modos, no me hubiera casado con un rey.

—¿Por qué? —casi gritó Augusto con sus escasas fuerzas.

Desde los jardines, un poderoso murmullo interrumpió cualquier respuesta.

El rey sabía que las gentes de los reinos vecinos —Gorali, Sorjo, Nupto— se habían sublevado. Pero confiaba en que nunca llegarían a Palacio, por dos indiscutibles razones: 1) nadie sabía dónde quedaba Molovia. 2) El pestillo de la puerta interna de Palacio era inexpugnable (Merlín lo había asegurado contra cualquier tipo de intrusión, y sólo podía abrirse desde adentro).

Primero los guardias, luego el primer ministro y hasta el último soldado y mercenario de Palacio huyeron a toda velocidad por el tramo de foso del cocodrilo desdentado. El rey quedó completamente a solas con la anciana Cenicienta.

—No entiendo… —dijo Augusto—. ¿Cómo descubrieron nuestro reino?

Una sonrisa enigmática se pintó en el rostro de la mujer, como si regresara a su primera juventud:

—Yo les avisé —confesó, abriendo el pestillo inexpugnable de Palacio.

También ella escapó; olvidando, en el apuro, un zapato de cristal. Fue lo último que vio el rey, antes de morir.

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Este artículo fue publicado en el diario Clarín de Argentina

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