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El sacrificio

El rugido de una ola golpeando la roca y su efervescencia, al retirarse, penetra en sus oídos. Ese sonido la alerta. En un tiempo que más tarde describiría como una eternidad sus párpados comienzan el ascenso a la vida. Cuando logra abrir suficiente los ojos para ver la realidad entre sus pestañas enmarañadas, el sol se cuela a través de sus pupilas, hasta la retina. Un millar de incandescentes centellas tornasoladas bailan ahora en su mirada. El sonido vuelve, ese rugido reconocible. Sabe dónde está, por lo menos lo intuye. El perfume inconfundible de las algas sobre la arena y la brisa helada que lleva consigo la sal y la arena. Siente el vino mezclado con la adormidera en su estómago. El letargo aún no se ha desvanecido del todo. Tuvieron que emborracharla de vino puro, que drogarla para doblegar su voluntad y su rabia.

No, no ha sido un sueño, piensa. Esto es real. Intenta quitarse el pelo de la cara, pero se da cuenta de que no puede mover las manos. Los grilletes se clavan en sus muñecas. Está unida a la roca por el hierro. De sus labios secos y cuarteados sale entonces un pequeño gemido.

"Su madre fue la que le ayudó a colocarse la túnica y un peplo simple. Blanco, inmaculado, de lino ligero. Era doncella y seguiría siéndolo después de su boda"

“Resignación, hija, resignación”. Esas fueron las últimas palabras que escuchó de boca de su madre. El ritual de la boda había comenzado antes de aquella escena y de que le ofreciera la copa del sueño. Esta misma mañana, al despertar, unas esclavas la esperaban ya. El baño lustral se realizó en la más estricta intimidad. Ella, sola, se frotó con aceites perfumados, mientras su nodriza, la mujer que la había acompañado desde que nació, que había ejercido de madre, con los ojos enrojecidos, escanciaba sobre su pelo agua fresca de manantial. El agua debía llevarse el miedo, la tristeza y los recuerdos de su vida anterior. Pero no lo hizo, solo sirvió para enmascarar sus lágrimas de rabia y resentimiento. Cuando terminó, en la habitación que había sido suya durante diecisiete años la esperaban las peinadoras. El cabello suelto con un pequeño semirrecogido era la mejor opción para aquella unión abominable. Nada de moños sofisticados: era doncella y después lo seguiría siendo. Moriría doncella. Jamás sería desposada, no debía llevar recogido. Su madre fue la que le ayudó a colocarse la túnica y un peplo simple. Blanco, inmaculado, de lino ligero. Era doncella y seguiría siéndolo después de su boda.

Ni joyas ni adornos. La conducían al altar de sacrificio.

—Me conducís a la muerte y aún no veo el arrepentimiento en vuestro rostro. Solo la soberbia que me procura este injusto castigo. Ha sido la causante de mis males y la odio por ello —esto último lo dice entre gritos, arrancándose los cabellos, en medio de un ataque en el que se mezcla la ansiedad, la rabia y el rencor—. ¡No! ¡Me niego a servir de expiación a sus pecados!

Andrómeda se agarra fuertemente a un arcón de madera, mientras todo su cuerpo comienza a temblar.

—No me arrancaréis de aquí. Tendréis que matarme con vuestras propias manos, antes de servir de tributo a un monstruo.

"Los gritos de Andrómeda se hacen más fuertes. El aire entrecortado no le llega a los pulmones. Está asimilando la verdad: o ella o todos"

—Hija, cálmate. Lo que ves en mi rostro no es soberbia, sino arrepentimiento. No confundas mi gesto adusto. No sé expresarlo de otra forma, jamás me enseñaron. Fui yo la causante de este mal que ahora nos afecta a todos. En verdad no lo hice de forma consciente. Me sentía tan orgullosa de tu belleza y de la mía. Ahora sé que fue una temeridad compararnos con las mismas nereidas, antes jamás pensé que se pudieran sentir ofendidas por algo tan nimio. Ahora sé que su vanidad está por encima de todas las cosas. Se ofendieron, sí, pero no se me pasó por la mente este desenlace. Los dioses son crueles en los castigos contra los humanos.

—¡No, madre, no! No me sacaréis de aquí.

—Resignación, hija, resignación.

—¡No! No pienso resignarme. Dejadme salir de aquí, dejadme escapar.

—Si te dejo escapar, todo será destruido. Tu familia, el reino. Debes sacrificarte por todos nosotros.

Los gritos de Andrómeda se hacen más fuertes. El aire entrecortado no le llega a los pulmones. Está asimilando la verdad: o ella o todos. No lo hace por su madre, a la que ahora desprecia. Piensa en su padre, al que siempre ha amado, en sus hermanos pequeños, en el pueblo que la ha acunado desde que era una niña. Los nervios se enredan en su cuerpo como una liana salvaje a las palmeras.

—Tómate esto, querida. Te calmará los nervios.

"Andrómeda ya no grita, no jadea, respira pausadamente, aún le acompaña el efecto de las drogas, aunque ya puede percibir con claridad lo que sucede a su alrededor"

Las pupilas de Andrómeda se expanden por el verde de sus ojos, convirtiéndolos en dos agujeros negros que ahora escudriñan a su madre. Sabe qué es lo que pretende, pero también sabe que, haya lo que haya en la copa, la ayudará a afrontar su destino. Un único trago y se siente desfallecer. Lo último que recuerda es la cara de su madre: pétrea, marmolada, sin expresión.

De repente el mar se hace visible, las olas han dejado de rugir. El viento que soplaba fuerte hace un momento se ha parado por completo. Las bandadas de pájaros huyen despavoridas. Una mansedad extraña se ha apoderado de todo. Parece algo sobrenatural. Andrómeda ya no grita, no jadea, respira pausadamente, aún le acompaña el efecto de las drogas, aunque ya puede percibir con claridad lo que sucede a su alrededor. Espera a Ceto, el ser encargado de castigar la soberbia de Casiopea, su madre.

De repente a lo lejos se ve cómo una masa de agua se levanta. No es una ola. No se ha formado rizada y ondulante, sino como un pelotón de guerreros a punto de entrar en batalla. Se mueve deprisa desde el horizonte. El corazón de la víctima se acelera. Sabe que llegará, no sabe qué forma tendrá. Cierra los ojos esperando el final. Pero el final no llega…

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