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El sonido de las cremalleras

El sonido de las cremalleras

Abandonamos Galicia aún con las luminarias de aquel corazón muy presentes en nuestra mente. Volver a coger el coche —lo siento, pero no me gusta conducir— y regresar a Madrid se me antojó como un descenso al mismísimo Infierno (lo cual era falso: ese lugar se encontraba más abajo, a las puertas de mi hogar, en Murcia). A mitad de camino, comenzó a cambiar el paisaje, la temperatura y la gente. No soporto demasiado el calor: me recuerda a los hornos de mi infancia y adolescencia, sin el atenuante del olor a bollería recién hecha y el chocolate caliente, y pasar del frío suave del norte a ese calor insoportable y seco de la capital no era lo más deseable. No solo era la temperatura. El entorno influye en el carácter de las personas, forma parte de ellas. También en el estado de ánimo. Es cierto que no aguanto el calor, pero me imagino viviendo bajo un cielo gris y me invade una profunda tristeza. No me gusta ir a la playa, pero me encanta quedarme embobado admirando el suave oleaje del Mar Menor y respirar ese aroma salitre que despiden sus aguas. Me pregunto si los recién llegados también tienen una existencia modulada por el lugar en el que viven. Habitamos un lugar que también nos habita.

Una de las cosas que más me gustan de Madrid es la facilidad para moverse en metro por la ciudad y los alrededores. Para mí resultó un alivio descansar del coche. No madrugamos, así que llegamos pasadas las cinco de la tarde, con el tiempo justo para dejar las maletas, asearnos y coger el Metrosur en dirección al centro de Malasaña; teníamos una cita con Lola y Jose en Tipos Infames. Poetisa y editor nos recibieron antes de que se llenara la librería con una calurosa (literalmente) bienvenida. Era la primera presentación oficial de la editorial de La Jungla de las Letras y no quería perdérmela. Tras unos minutos de cortesía y el local a rebosar (incluso los protagonistas tuvieron que ceder sus asientos), ambos desgranaron los versos como quien desteje un complicado tapiz, bromearon y contestaron las preguntas del público. Había confidencia y complicidad. Se respiraba buena vibra. Hasta ese momento no habíamos podido sentirnos relajados por completo. Dejamos atrás nuestra recién adquirida morriña y nos sumimos en el alivio de los días de asueto que aún nos quedaban.

"Había visto los videos de la patrulla ciudadana que se paseaba por el metro con el silbato, gritando a pleno pulmón eso de pickpocket cuando identificaba a algún carterista"

Después disfrutamos de un paseo nocturno por la zona; las calles, llenas de colores, disfraces, música y alegría, estaban atestadas. Se celebraba la semana del Orgullo. Cenamos cerca de Gran Vía y nos marchamos antes de que llegaran los pintores; en esos días aprovechaban para dar rienda suelta a su imaginación y creatividad y lo inundaban todo de sí mismos. Ellos también llegaron hace poco, pero nadie los ha visto. Son como el arcoíris. Se sabe que están por los colores que proyectan. En su caso, poco importa la lluvia. Fue esa misma noche, de regreso a casa, que experimentamos algo aún más inaudito.

Había visto los videos de la patrulla ciudadana que se paseaba por el metro con el silbato, gritando a pleno pulmón eso de «pickpocket» cuando identificaba a algún carterista en el metro o en la ciudad. Los miembros de la patrulla los desenmascaraban mientras los acorralaban e impedían que hicieran de las suyas. En esas imágenes, los delincuentes siempre se mostraban insolentes y altivos, incluso ofendidos. Como si la cosa no fuera con ellos y, en realidad, les estuvieran juzgando injustamente. Como si los criminales fueran los de la patrulla y no ellos. Esa noche no hubo silbatos ni gritos; los cazadores habían cambiado de estrategia.

Nadie que no tuviera un ojo experto habría podido adivinar en aquellos rasgos el espíritu de una carterista experimentada. Ni siquiera de una delincuente. No hay nada, a priori, que les haga diferentes a nosotros, irreconocibles entre la marea de gente que se apiña en el interior de los vagones. Esa noche, los de la patrulla también iban de incógnito. A posteriori, nos fijamos en los detalles. Entonces no nos dimos cuenta de que los criminales portaban chaquetas finas y periódicos cubriendo sus manos, ocultas frente al pecho. Ni de que los del silbato llevaban sus bolsos abiertos de par en par, tentando al criminal, invitando al delito. Por supuesto, aquello no era más que un cebo.

"Los viajeros no sabían si aplaudir o gritar del horror. Una niña lloraba al fondo y Zoe aún tenía la boca abierta intentando digerir lo que había visto"

Identificamos a la primera carterista por los gritos. No fue la única en morder el anzuelo, pero era la que más cerca estaba de nosotros. Jose se apartó y se agarró aún más fuerte a la barra lateral. Zoe se apretujó contra mí y Evan me abrazó alarmada. Intentamos retroceder en vano. Seguimos los ojos de la mujer hacia su mano, abiertos presa del horror y la confusión. En el lugar donde hasta hacía un instante habían estado sus dedos, ahora no había más que cinco pequeños muñones por debajo de la segunda falange. No había sangre. Ni gota. El corte parecía perfecto, como si se los hubieran cercenado limpiamente. El hombre del bolso sonrió y la empujó. «¡Venga, mete la mano otra vez, sinvergüenza!». Unos metros más atrás, otro carterista increpaba a la mujer cuya mochila se le había tragado medio brazo. «¡Devuélvemelo, devuélvemelo!», no paraba de decir. El tren se detuvo justo en ese momento y los de la patrulla sacaron a empellones a los dos mutilados y otros tres secuaces que habían tratado de permanecer ocultos manteniendo un perfil bajo. Fue inútil: los del silbato los tenían más que calados. Nos dimos cuenta enseguida.

Los viajeros no sabían si aplaudir o gritar del horror. Una niña lloraba al fondo y Zoe aún tenía la boca abierta intentando digerir lo que había visto. Fue inevitable pensar en los Mimic, las criaturas de Dungeons & Dragons que adoptaban forma de cofres y otros objetos inanimados para engañar a sus víctimas y devorarlas. Aquello no parecía exactamente lo mismo, y me pregunto si aquellos bolsos y mochilas no eran sino portales a otro lugar, si aquellas partes escindidas no estarían tal vez en otra dimensión. Oímos las cremalleras sobre el silencio que se había instaurado en todo el vagón. La voz pregrabada anunció el cierre de puertas y la próxima estación y todo regresó a una cierta normalidad. Impostada y tensa. Necesaria.

Durante los siguientes días estuvimos visitando museos y restaurantes, pateando las calles de Madrid bajo aquel sol abrasador de julio, pero no volvimos a ver nada igual a lo de aquella noche. Los colores que lo inundaban todo parecían menos luminosos, más pálidos. En Puerta del Sur nos pareció ver a alguien, pero era fruto de la paranoia y los nervios de esa imagen que aún perduraba en nuestra retina y se colaba en nuestras pesadillas. Yo aún sueño con el sonido de esas cremalleras y los gritos. Con abismos ocultos en bolsillos diminutos. Regresamos a casa hace unos días, pero hace tiempo que el algoritmo no me lanza videos de cazadores de carteristas silbando en las estaciones de metro.

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