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El ‘Tsundoku’ sombra

Ilustración: Emilie Guigon.

Para el tsundoku, la primera sorpresa comienza por la mañana, nada más levantarse. No es sólo que no sepa muy bien dónde se encuentra (cosa a la que todo tsundoku ha terminado acostumbrándose, tras una vida entera entrando y saliendo de los libros). Es, más bien, algo relacionado con sus propias dimensiones. Todo el mundo conoce tsundokus más altos y más bajos, de color pálido o de piel atezada —siempre ha habido muy buenos tsundokus entre los persas—, pero por alguna razón el buen tsundoku, nada más saltar de la cama, en lo primero que repara es en que se ve a sí mismo más pequeño y más blanco de lo que recordaba ser. ¿Acaso una noche durmiendo como un tronco le vuelve a uno más pequeño? (Como si la noche tuviera que menguarnos, por así decir, para que podamos pasar por el ojo de la cerradura del sueño). ¡Nada de eso! Hay quien afirma que es como si el mundo real —apergaminadas criaturas, bichitos de papel como somos— nos viniera grande. Nos sentimos muy bien haciendo equilibrios por la cuerda de la frase que se estira entre los márgenes, descolgándonos por caligramas y por sinogramas, saltando de puntillas, de letra en letra, como el que atraviesa un río de piedra en piedra (y se conocen casos de tsundokus que pisaron mal, y, con las manitas en alto hacia la palabra mal pisada, cayeron rodando entre las letras, y ahora viven en el fondo de esos libros, en los espacios en blanco de la página, y ya no quieren estar en otra parte). Pero hay algo en las proporciones bien abiertas, cruzadas de corrientes, del mundo que se extiende al otro lado de un libro que sólo de pensar en enfrentarnos a él nos hace sentir muy pequeños. Esta, al menos, es una de las razones más famosas de nuestra pequeñez que se dejan oír entre los buenos tsundoku. Otros dicen sin embargo que se trata de una especie de ilusión de los sentidos que sólo nos ocurre a nosotros, y que nos prepara ya de buena mañana para que nos creamos otra vez niños lectores sumergidos y como arropados por el sofá gigantesco que flota en una especie de somnolienta deriva, desentendido de los grandes problemas y las grandes seriedades del mundo. Sea como sea, yo he conocido tsundokus de natural pequeñitos y no es nada fácil distinguirlos de ningún otro tsundoku.

"En realidad, yo creo que el tsundoku es al mismo tiempo lector y ángel, tsundoku y tsundoku sombra, y que él mismo se aparta de todos los peligros del camino con esas manos soñadas que pueden hacer, a un tiempo, tantas cosas. Ahora bien, ¿de dónde vienen esas manos soñadas? Eso ya no lo sé"

Como el tsundoku sabe que por la mañana se va a sentir muy pequeño, por la noche siempre toma algunas precauciones: por ejemplo, coloca una escalerita de tres peldaños junto a la cama y empuja un taburete de madera hasta colocarlo frente al lavabo. Lo hace en ese momento del día en que, verdaderamente, más pequeño se siente, pero es también el momento en que ya se ha acostumbrado a su tamaño: el tsundoku, presa del sueño extasiado, es más grande que nadie en su presunta pequeñez. (¿Y qué se puede decir de quien en una sola jornada ha recorrido desiertos, se ha sentado en mil tronos, ha visto caer antiquísimos imperios, se ha enamorado cien veces y ha viajado a la Luna?). Así que, llegada la mañana, el tsundoku no encuentra dificultad alguna en bajar de su camita y ponerse ante el lavabo para lavarse con agua fría la cara —los más osados— y cepillarse los dientes —todos los demás—. Pero en cuanto el buen tsundoku empuña el cepillo y se pone a la tarea, empiezan los primeros problemas con la (sedicente) realidad. El más habitual de todos es que repare en el libro que dejó por el suelo o sobre alguna cestita —repleta de pañuelos, camisas, pantalones y otras prendas imaginarias— y lo comience a leer allí donde se quedó en algún día anterior. La cabeza, entonces, se le dispara hacia otra parte. Y es como si el tsundoku se repartiera en algún otro tsundoku que se entrega cuidadosamente a las tareas del día. Es el tsundoku sombra. Pisando las arenas de algún poblado nubio o las esferas de todo un Sloterdijk, pisando, como quien dice, la dudosa luz del día, un tsundoku baja los peldaños de la casa —casi todos ellos levantados y vueltos a colocar por él, para poder emplear los huecos como almacén de libros— mientras el otro le conduce de la mano para que no se caiga, y, tras dejarlo tranquilamente sentado en una silla, procede a preparar el desayuno. Cumplida su tarea, el tsundoku lector, sin levantar la vista del libro, se lleva la tostada a la boca, y este es uno de los momentos del día en los que despierta de su libro del modo más abrupto porque todo (pan, mermelada, mantequilla) le sabe misteriosamente a menta. ¿Misteriosamente? ¡Claro que no! Es que el tsundoku secuestrado por el libro no se había sacado aún el cepillo de la boca, y mucho menos había sido consciente de aquel distraído espumear. Por eso se dice que los tsundoku tienen un ángel de la guarda bromista que les impide caerse por alcantarillas, rodar por las laderas o salir de los vehículos en marcha, pero que disfruta como un niño confundiéndoles de tren, metiéndoles en charcos o golpeándoles contra las farolas. En realidad, yo creo que el tsundoku es al mismo tiempo lector y ángel, tsundoku y tsundoku sombra, y que él mismo se aparta de todos los peligros del camino con esas manos soñadas que pueden hacer, a un tiempo, tantas cosas. Ahora bien, ¿de dónde vienen esas manos soñadas? Eso ya no lo sé. Pero sí puedo asegurar que existen cuando, al levantar los ojos de un libro, me he encontrado de pronto en algún lugar en el que nunca recuerdo haber estado, ya sea una montaña o la casa de un sobresaltado vecino, y eso sólo puede ocurrir cuando, embebido de sueño, se te van abriendo una a una todas las puertas del camino para que nada te despierte de tu estupor de distraído paseante que va de aquí a allá, transparente en el mundo, con un libro en la mano.

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Virgilio: Obras completas

A pesar de los más de dos mil años que nos separan de este poeta “solitario y desaliñado”, introvertido hasta el punto del retraimiento, Virgilio siempre ha sido el autor con el que más se puede identificar un tsundoku: cada noche componía una breve tanda de versos —tres de media al trabajar en La Eneida— que dictaba por la mañana a sus amanuenses y reelaboraba pacientemente durante el resto del día, entre lecturas de historia, ciencia, arqueología, filosofía, agricultura y, naturalmente, poesía, en especial la de los poetas neotéricos, devotos de la música y la palabra precisa que, al menos en los términos de su ruptura con los metros conocidos y su amor por una nueva forma, podemos comparar a Abū-Tammām —“el Mallarmé de los árabes”, según Adonis— o los simbolistas franceses. Escribía alejado del (mal llamado) mundo, en el campo, entre cambiantes rachas de tranquila alegría y tranquilo pesar, de fecunda serenidad y de no menos laboriosa tristeza. Incluso el descenso de Eneas a los Infiernos, en compañía de la Sibila —papel que catorce siglos más tarde le tocará desempeñar a él mismo, para socorrer a un poeta perdido más allá de “la selva oscura”—, lo compuso entre trinos de pájaros y “frutecidos árboles”, o escuchando el canto de los grillos bajo un cielo de color vino que todavía no se había visto corrompido por la nova de Kepler: “Buscamos la incorruptibilidad en los cielos, y sólo descubrimos que éstos se parecen a la tierra”. Palabras que en 1665 escribió Thomas Browne, otro antiguo tsundoku que, como Virgilio, perseguía incansablemente la pureza sin prisa.

"Raro es el tsundoku que lee o que escribe escuchando música, y no en medio de un silencio que intenta sea absoluto. El graznido y el trino de los pájaros, los arabescos del viento entre los árboles, son los únicos incordios que soportamos"

Cada vez estoy más convencido de que la humanidad, si realmente fue un azar, es todavía más una gesta, y me cuesta entender que haya quienes dejen pasar el tiempo sin asistir, aunque sea a través del espejo —en ocasiones distorsionado— de las traducciones, a los más maravillosos capítulos de tamaña aventura. Tomemos, pues, estas obras para entender y disfrutar a uno de nuestros hermanos mayores en el reino de lo ilusorio, lo perecedero y, quizá, lo inmortal. Cantó a “pastores, campos, jefes”, en un mundo sin héroes. Pero, salvando las aparentes distancias del lenguaje y las modas, podía haber escrito sus últimos versos hoy mismo, sin dejar de ser por ello tan moderno como antiguo y eterno.

Nikolaus Harnoncourt: Diálogos sobre Mozart

Raro es el tsundoku que lee o que escribe escuchando música, y no en medio de un silencio que intenta sea absoluto. El graznido y el trino de los pájaros, los arabescos del viento entre los árboles, son los únicos incordios que soportamos, y eso porque no podemos sacar las manos por la ventana y desplazar la naturaleza a un lado, más allá de la periferia de nuestro oído. Estas líneas, sin embargo, el tsundoku firmante las escribe escuchando la Sinfonía nº 40 en sol menor de Mozart, que rompe —a la manera en que rompen corolas, miembros gestantes, el mar contra las rocas— sólo un poco por debajo de la línea de flotación de mi consciencia. Es el humilde homenaje que rindo a un hombre del que he aprendido una nueva lección sobre arte, sobre música, que ha compartido conmigo todo cuanto es posible saber sobre Mozart. Sus palabras ahondan, con la amabilidad y la cercanía de un viejo maestro, en el no menos eterno asunto de que el arte es eterno, y uno se siente al leerle como si realmente su vida no fuera una cosa fugaz y transitoria sino un elemento necesario para que siga girando y girando, entre diosas y lunas, ese algo que se muestra ante nosotros con la apariencia elusiva de un profundo misterio.

" ¿Pero cómo revelar los misterios y secretos de algo cuyo lenguaje está más cerca de la poesía que de la narrativa? Por más que Hawking sea enormemente popular, la realidad es que sus libros contienen pasajes que exigen cierto tipo de entrenamiento previo"

Como discurso sobre arte, no hay una sola página en esta obra que no contenga una idea luminosa, un instante, por breve que sea, de encantadora revelación. “Los artistas contemporáneos son como constructores de puentes: tienden puentes adentrándose en la niebla sin saber si hay otra orilla.” “La belleza musical tiene lugar en una zona fronteriza con la catástrofe. Cada acción aislada encaminada a la seguridad se produce a costa de la verdad y la belleza, y las interpretaciones más seguras no son nunca las más bellas.” ¿Quién puede resistirse al encanto de frases como estas, aplicables no sólo a la música sino a cualquier forma de arte en general? En algunos pasajes he creído percibir ecos de Calasso (véanse las palabras que Harnoncourt dedica a Die Geschopfe des Prometheus, de Beethoven, y a la intervención de las musas en la transformación espiritual del hombre), mientras en otros uno creería estar viendo al gesticulante Nabokov de las opiniones contundentes. En todos, sin embargo, veo la inquieta y elegante silueta de un enamorado del arte, un tsundoku seducido por la música que podía haber existido en cualquier época pero que, por suerte para nosotros, lo ha hecho en la nuestra.

Richard Feynman: La física de las palabras

Desde los tiempos de la Academia griega, ciencia y arte han sido para el hombre inquietudes correlativas. Se estudiaban las matemáticas y la música como revelaciones afines de una misma verdad, y aunque los griegos se equivocaran al extraer conclusiones precipitadas de la pareidólica simetría del universo, lo cierto es que hasta el siglo XIX un hombre no podía considerarse realmente culto si apreciaba la ciencia en detrimento del arte, o el arte como un sistema de verdades reveladas por la intuición al que algún día llegaría reptando el sudoroso hermano pequeño de la demostración científica. Ya en nuestro siglo —y con ello me refiero al siglo que a la mayoría de nosotros nos vio nacer—, el entendimiento que habíamos logrado alcanzar del universo sufrió un cambio de paradigma con la publicación de la teoría de la relatividad, y desde entonces quienes se han visto perseguidos por el anhelo de dar una respuesta más o menos firme, más o menos estable, a los aparentes vacíos de la experiencia han tenido que vérselas con asuntos infinitamente más complejos que el estiramiento de las sombras en las proximidades de Mileto o el efecto de atracción de las cabezas sobre las manzanas: pensemos en la demencial vibración, por ejemplo, de esas partículas de angustia que inundan el universo de lo microscópico y sin embargo aparentan estar en reposo cuando las vemos enlazadas aquí, bajo la forma de una piedra o un hombre, en el convencional universo de lo macroscópico; pensemos en la pureza de un cosmos que se expande majestuosamente, sin prisas, a lo largo de un espacio que él mismo va creando sobre la marcha; o en los agujeros negros, su posible llanto (la todavía indemostrada visión de Hawking), y sus posesivas relaciones con la luz. La ciencia inició así un camino distinto en pos de la comprensión total del universo —un afán por llegar a ese grial de la teoría del todo en que Einstein no quiso aventurarse, por carecer de una visión plástica de lo que podría ser esa teoría como paso previo a modelar su concepción científica—que produjo en el individuo común cierta sensación de que teorías e hipótesis penetraban en ese territorio de trascendencia que hasta entonces había sido el exclusivo parque de juegos de la religión y del arte. Intentamos comprender, intentamos saber: intentamos reubicarnos en ese tejido de incertidumbre que conforma nuestra renovada visión del espacio y del tiempo. Como respuesta a esa inquietud general, aunque no abiertamente declarada, reaparece —si consideramos a Thomas Huxley como pionero en este campo— un nuevo género literario, el constituido por los libros de divulgación científica. Libros que intentan colmar la laguna existente entre ser y estar, que tratan de proporcionarnos un mejor conocimiento de nuestro lugar en este mundo e incluso de otros muchos mundos que no es posible ver sino tras el telón de inextricables cuerdas multidimensionales, y eso haciendo complicados equilibrios sobre otras cuerdas: el fabuloso alambre circense de las matemáticas. ¿Pero cómo revelar los misterios y secretos de algo cuyo lenguaje está más cerca de la poesía que de la narrativa? Por más que Hawking sea enormemente popular, la realidad es que sus libros contienen pasajes que exigen cierto tipo de entrenamiento previo. Overbye es más bien un historiador de la ciencia, de la aventura personal del científico, mientras que Krauss, Glashow y Ferris intentan compensar una explicación profunda de las teorías científicas con su adecuada plasmación en un lenguaje lo más planchado posible de terminología disuasoria. Quizá Feynman sea uno de los autores que mejor han sabido acercar “el encanto de la ciencia” (título, por cierto, de Glashow) a quienes acometen el esfuerzo de superar sus miedos hacia lo que, sin una relativa formación científica, considerarían ininteligible. Yo diría que esta obra es un paso fundamental no sólo para perder ese miedo y asomar con placer al misterio y la trascendencia de cuanto somos y cuanto nos rodea sino también para saber cómo funciona la mente de un científico genial: y quizá sorprenda ver que —al igual que el universo no se diferencia en nada del maravilloso galimatías de las redes neuronales— esa mente en nada se diferencia de la de un artista genial.

Jean Canavaggio: Cervantes

Cervantes nació en 1547, murió en 1616, entre esas dos fechas sufrió diversas penalidades y escribió, junto a otras obras de calidad variable, la historia del Ingenioso Hidalgo (donde tiene lugar una de las peores pesadillas de cualquier buen tsundoku: el “donoso escrutinio”). De todo ello nos habla el historiador francés Jean Canavaggio (1936) en esta encantadora biografía. Canavaggio escribe con un instinto que es de agradecer para evitar que la erosión del dato, con sus excoriaciones y rugosidades, actúe sobre la tersura del tejido narrativo, y, lo que es mejor, lo hace sin ninguna voluntad de masajear ese ridículo sentido de la simetría con el que la novela histórica parece haber contaminado a la verdadera historia: ante un “tentador encuentro” entre Cervantes y Shakespeare en Valladolid imaginado por otros historiadores, Canavaggio responde con un escueto “dejemos de soñar”. Sin duda, los hechos prosaicos, que son el material con que trabajan la historia y sus intérpretes, son ya una invitación a dejar de soñar. Pero por debajo de las buenas biografías, bajo esa ornamentación a veces barroca, a veces sorprendente, siempre, sencillamente humana, que son los sucesos producidos por las fricciones entre el espacio y el tiempo, entre individuos sometidos a sus propios vectores y al empuje de las fuerzas eternas que los rodean, raro es no encontrar una biografía distinta, donde se relata la lucha del hombre por salvar algo suyo de toda transitoriedad y penetrar heroicamente en la corriente de lo trascendente. No otra cosa es el arte. Cervantes es hoy tan inmortal como su abigarrada obra, tanto como lo sea la memoria del último de los hombres. Pero me pregunto si ese universo sin nosotros que un día se verá iluminado por una luz cada vez menos curva, ya metáfora de nada, habrá de contener todavía algún destello de su gesta: me pregunto qué forma adoptarán sus invenciones y las invenciones de otros hombres, sus pesadillas y sus ansias de belleza, cuando lo que ahora nos resulta infinito haya alcanzado el tamaño de una encogida llamita, y todo cuanto exista lejos de su temblor no sea una eternidad de sombras sino, con suerte, el pálpito y la conjetura de un nuevo mundo. Ahora mismo, naturalmente, no sé qué responder a algo así. Pero demos gracias mientras tanto a libros como este por hacernos pensar en preguntas como estas.

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Autor: Virgilio. Título: Obras completas. Editorial: Cátedra. (2016)

Autor: Nikolaus Harnoncourt. Título: Diálogos sobre Mozart. Editorial: Acantilado. (2016)

Autor: Richard P. Feynman. Título: La física de las palabras. Editorial: Crítica. (2016)

Autor: Jean Canavaggio. Título: Cervantes. Editorial: Austral (2015).

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