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Elogio del contador de historias

Es difícil determinar cuál es el espacio, el rango, la importancia que la literatura tiene para los seres humanos. Podría pensarse que en realidad es un asunto que concierne básicamente a la minoría formada por los lectores de libros. Quizá, tomando nota de los tiempos audiovisuales que vivimos, podría ampliarse esa influencia a quienes disfruten de las películas y series televisivas que se inspiran en novelas u obras de teatro. Esos cálculos, sin embargo, siempre se quedan cortos, porque la literatura, en su dimensión narrativa, ha ocupado y ocupa un lugar central en la vida de todos los seres humanos: lectores y analfabetos, curiosos y abúlicos, ricos y pobres.

"Para Calvino la huella de las antiguas fábulas, por remotas geográfica y culturalmente que éstas sean, se inscribe profundamente en la cultura moderna"

Decía un personaje de William Shakespeare que la vida es un cuento lleno de ruido y furia contado por un loco. Quizá la crueldad, la brutalidad y la locura no formen parte necesariamente de la vida, pero de lo que no cabe duda es de que ésta es siempre para los seres humanos un cuento, un relato, una narración construida por la memoria. Desde que aprende a manejar sus primeras palabras, el ser humano siente una necesidad compulsiva de relatos. Y la súplica “¡Cuéntame un cuento!” es patrimonio de todos los niños del mundo, con indiferencia de su nacionalidad, raza o estrato social. Bruno Betelheim estudió en su Psicoanálisis de los cuentos de hadas el papel formador de los relatos infantiles en la constitución de la personalidad, y los grandes compiladores de relatos populares (que en gran medida vienen a reflejar la infancia cultural de nuestra civilización), como Perrault o los hermanos Grimm, comprendieron que esas narraciones esenciales constituían la columna vertebral de la percepción del mundo en las sociedades humanas.

Son muchos los autores que han reflexionado sobre la literatura, más aún, en mi opinión las reflexiones literarias y las críticas más interesantes son aquellas realizadas por escritores y la razón de ello me parece evidente: hablan de lo que conocen no sólo de forma teórica sino también empíricamente. Uno de esos autores fue Italo Calvino, quien resaltó el valor literario y cultural (en el sentido más amplio de la palabra) de ese tipo de literatura narrativa, popular e iniciática en los diversos prólogos que escribió para diferentes compilaciones de relatos populares o en artículos sobre libros de ensayo que estudian dichos relatos, cual es el caso del ensayo de Vladimir J. Propp Las raíces históricas del cuento. En esos textos, que en su día recopiló la editorial Siruela en un libro titulado De fábula, el lector tiene la ocasión de seguir el discurso de un excepcional contador de historias sobre las fábulas que le enseñaron el arte de contar, pues no en vano afirma Calvino que “si me sentí atraído por los folktales, por los fairytales, no fue por fidelidad a una tradición étnica ni por la nostalgia de las lecturas infantiles, sino por interés estilístico y estructural, por la lógica esencial con que son contados”. Un interés que lo mismo se dirige a los cuentos populares italianos que a los franceses, africanos, alemanes o irlandeses.

"La influencia de esas fábulas sobre las que reflexiona es patente también en la propia obra de Calvino "

Un interés en absoluto baladí pues, para Calvino, la huella de las antiguas fábulas, por remotas geográfica y culturalmente que éstas sean, se inscribe profundamente en la cultura moderna y se deja sentir incluso en los más insospechados rincones, en el lenguaje onomatopéyico de figuras de la nueva cultura popular del cómic, como por ejemplo Mickey Mouse, porque “la jerga de los cómics norteamericanos sigue muchas veces el modelo de la de los negros, rica en modismos y usos todavía de tradición africana, de la época de su éxodo como esclavos”.

La influencia de esas fábulas sobre las que reflexiona es patente también en la propia obra de Calvino, que tiende a tomar ella misma una forma fabuladora. Las historias de El vizconde demediado, donde una bala parte en dos física y moralmente al personaje; El barón rampante, donde un joven ilustrado se refugia en las copas de los árboles para desde allí poder entender el mundo; y El caballero inexistente, en el que una armadura hueca anda en busca de algo con qué colmar el vacío de su vida, no son sino modernas fábulas morales. De igual modo, las historias de Las cosmicómicas, con su personaje de nombre impronunciable, Qfwfq, que ha estado en todas partes, desde el nacimiento de la Luna a la muerte de los dinosaurios, son fábulas filosóficas y científicas; y la conversación entre Marco Polo y Kublai Kan en Las ciudades invisibles es una gran fábula sobre el viaje y sobre los escenarios de la vida humana en comunidad.

"El mismo Calvino definía al escritor como un prestidigitador o ilusionista"

Y es que el legado de la literatura narrativa, aquella que cuenta historias, llenas de ruido y de furia o de alegría y exhaltación o de misterio y fantasía, no es el mero divertimento, como muchas veces se ha considerado, sino ante todo el influjo moral de relatos fabulosos que confrontan al lector con decisiones que le inquietan y con personajes que terminan por interiorizarse como modelos humanos. Difícilmente se hallará hoy en Europa un ciudadano que, por escasa que sea su cultura, no sepa quién es Peter Pan o el capitán Nemo o Robin Hood. Y con ellos, Don Quijote y Robinson Crusoe y Ulises. Como apenas habrá quien no sepa de zorras y cuervos, niños extraviados en bosques de terror y laboriosos animalillos que traen la fortuna o la desdicha según sean los propósitos que guarda el corazón del viajero. Los personajes literarios nos acompañan desde el origen de nuestra cultura (al fin de cuentas el héroe Ulises es el patrón primero de ese arquetipo de narración que hace del viaje y de la aventura las herramientas con que armar la narración, y de su sabia disposición en el tiempo y en el recuerdo el arte de la construcción del relato). Son esas criaturas de la fantasía narrativa, desde su expresión más popular o más arcaica al moderno mundo de la novela, las que como los naipes en otro libro de Calvino, El castillo de los senderos que se entrecruzan, nos sirven para contarnos metafóricamente nuestra propia vida. El mismo Calvino definía al escritor como “un prestidigitador o ilusionista que dispone sobre su mostrador de feria cierto número de figuras y que desplazándolas, conectándolas, intercambiándolas, obtiene una cierta cantidad de efectos”. Los personajes son los naipes esenciales con los que, a la postre, se levanta el castillo de toda invención literaria.

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