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En La ley del crimen, de Mark Galeotti

En La ley del crimen, de Mark Galeotti

En La ley del crimen, los vorí v zakone son uno de los grupos del crimen organizado más peligrosos que existen. Sus orígenes se remontan a la Rusia zarista, pero fueron los gulags soviéticos los que transformaron su naturaleza y los convirtieron en toda una cultura. Con un estricto código propio y luciendo unos tatuajes simbólicos que explican su bagaje delictivo, los miembros de esta facción mafiosa son conocidos por su capacidad de adaptación a cualquier circunstancia extrema. En esta obra, asombrosa por la información que aporta y absorbente por el modo de explicarla, Mark Galeotti (Reino Unido, 1965) consigue retratar de manera fiel a estos gánsteres rusos, que han sabido moverse muy bien en los bajos fondos, pero también se han infiltrado en las altas estructuras políticas y financieras de la Rusia actual.

Zenda publica las primeras páginas de La ley del crimen (RBA), de Mark Galeotti.

PRÓLOGO

Me encontraba en Moscú en 1988, durante los últimos años de la Unión Soviética, a medida que el sistema caía en el abandono más mezquino, aunque en aquel momento nadie sabía lo poco que faltaba para que llegara a su fin. Durante la labor de investigación para mi doctorado sobre el impacto que había tenido la guerra soviética en Afganistán, me entrevisté con rusos que habían combatido en ese brutal conflicto. Siempre que tenía la oportunidad, me reunía con aquellos afgantsi cuando retornaban a casa y después volvía a visitarlos al cabo de un año para comprobar cómo se estaban adaptando a la vida civil. La mayoría regresaba en un estado vulnerable, conmocionados, enfurecidos, y los que podían contener las historias de terror y barbarie se mostraban irascibles o completamente abstraídos. No obstante, al año siguiente, casi todos habían cumplido con lo que hace el ser humano en tales circunstancias: adaptarse, sobrellevarlo. Las pesadillas eran menos frecuentes, los recuerdos menos reales, tenían empleos y novias, ahorraban para comprar un coche o un piso, o para tomarse unas vacaciones. Pero también estaban los que no podían seguir con sus vidas o decidían no hacerlo. Algunos de estos jóvenes, por los daños colaterales de la guerra, se habían enganchado a la adrenalina, o simplemente no soportaban las convenciones y restricciones de la vida diaria.

Vadim, por ejemplo, entró en la policía, pero no en un cuerpo policial cualquiera, sino que era un OMON, un miembro de los «boinas negras», la temida policía antidisturbios, quienes se convertirían en las tropas de asalto reaccionarias en los últimos intentos por evitar la disgregación del sistema soviético. Sasha se hizo bombero, lo más cercano a su vida de combatiente como soldado de las tropas de desembarco y asalto en la caballería aeromóvil. Su función era la de permanecer a la espera hasta que se diera la alarma para embarcarse en uno de los helicópteros de ataque Mi-24 al que los soldados llamaban «jorobados», repletos de contenedores de armamento y cohetes, ya fuera para interceptar a una caravana rebelde o, con la misma frecuencia, para rescatar a soldados soviéticos que habían quedado atrapados en emboscadas. La camaradería del parque de bomberos, la alarma repentina, el intenso fragor de la acción que pone en riesgo tu vida al mismo tiempo que la dota de sentido, la sensación de ser una figura mítica separada de la gris realidad diaria soviética, todo ello contribuía a recrear los viejos tiempos en Afganistán.

Y después estaba Volodia, también conocido como «Chainik» («Tetera») por razones que nunca supe (aunque es un término que se usa en la cárcel para referirse a los matones). Nervudo, intenso, sombrío, tenía una indefinible disposición a la crispación y al peligro de las que te hacen cambiar de acera para intentar evitarlo. Había sido tirador de élite durante la guerra, y prácticamente lo único que podía transformarlo en un ser humano relajado, abierto e incluso animado era tener la oportunidad de embelesarse hablando de su rifle de francotirador Dragunov y sus habilidades para usarlo. Los otros afgantsi toleraban a Volodia, pero nunca parecían estar cómodos en su presencia, y tampoco hablando sobre él. Siempre tenía dinero para derrochar en un tiempo en que la mayoría subsistían a duras penas en sus vidas marginales, a menudo junto a sus padres o simultaneando varios trabajos. Todo cobró sentido cuando supe que se había convertido en lo que en los círculos criminales rusos llaman un «torpedo», un sicario. Mientras los valores y las estructuras de la vida soviética se desmoronaban y caían, el crimen organizado emergía entre las ruinas, una vez liberado de su subordinación a los dirigentes corruptos del Partido Comunista y a los millonarios del mercado negro. A medida que surgía, congregaba a una nueva generación de reclutas, entre los que se incluían los excombatientes desilusionados y damnificados de la última guerra de la URSS. Algunos ejercían como guardaespaldas, recaderos o matones, y después había otros, como Volodia y su amado rifle, que eran asesinos.

Nunca supe qué pasó con Volodia. Tampoco es que nos enviáramos felicitaciones por Navidad. Probablemente acabó siendo víctima de las guerras entre clanes de la década de 1990 que se libraron con coches bomba, tiroteos motorizados y cuchillazos nocturnos. Aquella década fue testigo del inicio de una tradición de monumentos funerarios en la que los gánsteres caídos eran enterrados con toda la pompa de El padrino, limusinas negras que atravesaban senderos flanqueados con claveles blancos y tumbas distinguidas mediante enormes lápidas mortuorias que mostraban representaciones idealizadas del difunto. Extraordinariamente caras (las más grandes costaban 250.000 dólares en una época en la que el sueldo medio rondaba el dólar diario) y estupendamente horteras, estas tumbas eran monumentos que mostraban a los muertos en posesión de los botines obtenidos gracias a sus vidas como delincuentes: el Mercedes, el traje de diseñador, las gruesas cadenas de oro. Todavía me pregunto si algún día me hallaré caminando por alguno de los cementerios favoritos de los gánsteres de Moscú, tal vez en Vvedenskoye al sureste de la ciudad, o en Vagánkovo al oeste, y daré con la tumba de Volodia. No me cabe duda de que ese rifle estaría representado en ella.

No obstante, fueron Volodia y aquellos como él quienes me convirtieron en uno de los primeros académicos occidentales en dar la voz de alarma sobre el auge y las consecuencias del crimen organizado en Rusia, cuya presencia había sido ignorada previamente, salvo en honrosas excepciones (normalmente, gracias a investigadores emigrados).1 Pero, dado que los seres humanos somos esclavos de la ley de la compensación, tal vez fuera inevitable que esa ignorancia sobre el crimen organizado ruso se convirtiera en alarmismo. La alegría de Occidente por haber vencido en la Guerra Fría no tardó en convertirse en consternación: los tanques soviéticos nunca supusieron una verdadera amenaza para Europa, pero los gánsteres postsoviéticos parecían presentar un peligro más real y presente. Antes de que nos diéramos cuenta, los jefes de policía del Reino Unido predecían que en el año 2000 los mafiosos rusos estarían pegando tiros en los frondosos barrios residenciales de Surrey, y los académicos hablaban de una «Pax mafiosa» global en la que las organizaciones criminales se repartían el mundo entre ellos. Obviamente, nada de esto sucedió, y los clanes de la mafia rusa tampoco vendieron bombas nucleares a los terroristas, compraron países del Tercer Mundo, tomaron el poder del Kremlin ni cumplieron ninguna otra de las extravagantes ambiciones que les habían adjudicado.

La década de 1990 fue la época de gloria de los mafiosos rusos y desde entonces, con el Gobierno de Putin, las actividades de los gánsteres en las calles dieron paso a la cleptocracia del Estado. Las guerras de la mafia quedaron zanjadas, la economía se asentó, y a pesar del régimen de sanciones vigente durante la guerra fría posterior a Crimea, Moscú está ahora tan repleta de cafeterías Starbucks y de otros iconos de la globalización de ese tipo como cualquier otra capital europea. Los estudiantes rusos continúan acudiendo en masa a las universidades extranjeras, las empresas rusas lanzan sus ofertas públicas de venta en Londres y los rusos ricos que no sufren las sanciones se codean con sus homólogos globales en el Foro Económico Mundial de Davos, la Bienal de Venecia y las pistas de esquí de Aspen.

En los años que han transcurrido desde que conocí a Volodia, he tenido la oportunidad de estudiar el hampa rusa local y del extranjero como académico, como asesor del Gobierno (incluyendo un período en el Ministerio de Asuntos Exteriores y de la Commonwealth británico), como asesor empresarial y, en ocasiones, también para la policía. He presenciado su ascenso, tal vez no su caída, pero sí su transformación, cada vez más asimilada por una élite política mucho más despiadada a su modo que los viejos capos criminales. En cualquier caso, todavía tengo viva la imagen de ese francotirador maltratado por la guerra, una metáfora de una sociedad que estaba a punto de quedar engullida por una espiral prácticamente incontenible de corrupción, violencia y criminalidad.

INTRODUCCIÓN

El lobo puede mudar de piel, pero no de naturaleza.
Proverbio ruso

En 1974, un cuerpo desnudo fue arrastrado hasta la costa de Strelna, al sudoeste de Leningrado (como se conocía entonces a San Petersburgo). Tras haber flotado durante un par de semanas en el golfo de Finlandia, su aspecto no era agradable de ver. Aunque el cadáver no hubiera tenido que lidiar con las bacterias y la devastación de los insectos que habría sufrido en tierra, los habitantes marinos habían dado buena cuenta de él, deleitándose especialmente en los ojos, labios y extremidades. La serie de profundas heridas por incisión que presentaba en el abdomen era un claro indicador de la causa de su muerte. No obstante, al carecer de huellas dactilares y ropa, y tener la cara hinchada, golpeada por las rocas y parcialmente devorada, no había ninguno de los indicios convencionales que se usan en la identificación de cadáveres. Existía la posibilidad de revisar su historial dental, pero esto sucedió antes de que entráramos verdaderamente en la era de los ordenadores y, en cualquier caso, la mayoría de sus dientes eran implantes de metal barato, fruto de una vida aparentemente marginal. No se había notificado la desaparición de su persona. Ni siquiera procedía de la región de Leningrado.

No obstante, lo identificaron en solo dos días. La razón es que su cuerpo estaba decorado copiosamente con tatuajes.

Los tatuajes eran la marca de un vor, una palabra que significa «ladrón» en ruso, pero también un término general usado para designar a un miembro de los bajos fondos soviéticos, el llamado «mundo de los ladrones», o vorovskói mir, y de la vida en el sistema de trabajos forzados del gulag. La mayoría de los tatuajes todavía eran reconocibles, y se llamó a un experto en su «lectura». En cuestión de una hora habían sido descifrados. ¿El ciervo saltando que llevaba en el pecho? Simbolizaba un término utilizado en uno de los campos de trabajo del norte. Eran conocidos por la dureza de sus regímenes, y sobrevivir a ello era una señal de orgullo en el mundo varonil del criminal profesional. ¿El cuchillo rodeado de cadenas que tenía en el antebrazo derecho? Aquel hombre había cometido una agresión violenta cuando estaba entre rejas, pero no un asesinato. ¿Tres cruces en los nudillos? Tres condenas separadas cumplidas en prisión. Tal vez el más significativo fuera el ancla oxidada que llevaba en la parte superior del brazo, rodeada por un alambre de espinos que claramente había sido añadido después: un excombatiente de la Marina que había sido sentenciado a prisión por un delito cometido cuando estaba de servicio. Con estos datos, fue relativamente rápido identificar al muerto como un tal «Matvei Lodochnik», o «Matvei el Barquero», antiguo oficial de la Marina que unos veinte años atrás había golpeado a un recluta hasta casi matarlo a resultas de que saliera a la luz su negocio adicional de venta de provisiones del cuartel. Matvei fue destituido y pasó cuatro años en una colonia penitenciaria, dejándose arrastrar hacia el mundo de la delincuencia y siendo sentenciado dos veces más, incluyendo un período en un duro campo de trabajo del norte. Acabó convertido en un integrante del hampa de Vólogda, unos 550 kilómetros al este de Strelna.

La policía nunca llegó a averiguar la razón por la que Matvei se encontraba en Leningrado ni por qué había muerto. Para ser sinceros, probablemente no les importaba mucho. Pero la rapidez con la que fue identificado da fe no solo del lenguaje particularmente visual del hampa soviética, sino también de su universalidad. Sus tatuajes representaban tanto su compromiso con la vida criminal como su historial.

Obviamente, todas las subculturas criminales tienen una especie de lenguaje propio, tanto oral como visual. Los yakuza japoneses llevan elaborados tatuajes de dragones, héroes y crisantemos. Los pandilleros callejeros estadounidenses portan los colores de su banda. Cada especialidad criminal tiene sus términos técnicos, cada entorno delictivo dispone de una jerga propia. Esto sirve para diferentes propósitos, desde distinguir al iniciado del que es ajeno a ese mundo hasta demostrar el compromiso que se tiene con el grupo.

Sin embargo, los rusos se distinguen claramente por la escala y la homogeneidad de sus lenguajes, tanto hablados como visuales, una muestra patente de la coherencia y complejidad de su cultura del hampa, pero también de su determinación a rechazar e incluso desafiar activamente la cultura establecida. Descifrar los detalles de los lenguajes de los vorí nos dice mucho acerca de sus prioridades, sus preocupaciones y sus pasiones.

La subcultura de los vorí data en principio del tiempo de los zares, pero fue radicalmente reformulada en los gulags de Stalin entre las décadas de 1930 y 1950. Primero, los criminales mostraron un rechazo inflexible e impenitente hacia el mundo legítimo, tatuándose en zonas visibles como gesto elocuente de desafío. Tenían su propio lenguaje, sus propias costumbres, su propia figura de autoridad. Este era el llamado vor v zakone, «el ladrón que sigue el código», o «ladrón de ley» literalmente, una legalidad con un sentido propio, ajeno al del resto de la sociedad.

Ese código de los vorí cambiaría con el tiempo, al albor de una nueva generación atraída por las oportunidades de colaborar en sus propios términos con un Estado cínico y despiadado. Los vorí perderían su dominio para adoptar un papel subordinado ante los barones del mercado negro y los líderes corruptos del Partido Comunista de la Unión Soviética (PCUS), pero, durante las grises décadas de 1960 y 1970, no desaparecieron, y, cuando el sistema soviético se precipitaba hacia su inevitable derrumbe, resurgieron de nuevo. Volvieron a reinventarse para cumplir con las necesidades del momento. Se fundieron con la nueva élite de la Rusia postsoviética. Los tatuajes desaparecieron o quedaron ocultos bajo las camisas blancas impolutas de una nueva hornada voraz de gánsteres-empresarios, el avtoritet (la «autoridad»). En la década de 1990 se abrió la barra libre, y los nuevos vorí cogieron a manos llenas. Los bienes del Estado fueron privatizados por cuatro rublos, las empresas se vieron forzadas a pagar por una protección que posiblemente no necesitaran y, cuando cayó el Telón de Acero, los gánsteres rusos salieron a apoderarse del resto del mundo. Los vorí eran parte de una forma de vida que a su modo reflejaba los cambios por los que había pasado Rusia a lo largo del siglo XX.

En ese proceso, el crimen organizado —que en otro lugar he definido como una labor continuada, separada de las estructuras sociales legales y tradicionales, en la cual numerosas personas trabajan en conjunto siguiendo una jerarquía propia para generar poder y beneficio propios a través de actividades ilegales— alcanzó plenas facultades en una Rusia que también empezaba a organizarse mejor. Desde la restauración de la autoridad central con el mandato del presidente Vladímir Putin en el año 2000, los nuevos vorí han vuelto a adaptarse, intentando pasar desapercibidos e incluso trabajando para el Estado cuando es necesario. Por el camino, el crimen organizado ruso se ha convertido de golpe en una pesadilla internacional, una marca global y un concepto disputado. Algunos lo ven como el brazo armado informal del Kremlin y desprecian airadamente a Rusia como «Estado mafioso». Para otros, los descendientes de los vorí son simplemente una colección incipiente de gánsteres problemáticos, pero nada excepcionales. Sin embargo, a tenor de la representación que se hace de ellos en los medios de comunicación occidentales, uno se ve tentado de percibirlos como una amenaza global en todos los terrenos: los matones más salvajes, los piratas informáticos más astutos, los asesinos más diestros. Lo irónico es que la mayoría de estas percepciones son verdad hasta cierto punto, aunque a menudo resulten engañosas o estén motivadas por las razones equivocadas.

La pregunta sigue estando vigente: ¿por qué debería merecer especial atención una fracción étnicocultural del hampa mundial en una era en la que el crimen está cada vez más interconectado e internacionalizado y es más cosmopolita?

El desafío que representa el crimen organizado ruso es formidable. A nivel local desvirtúa los esfuerzos por controlar y diversificar la economía rusa. Supone un freno a la tarea para dotar a Rusia de un mejor gobierno. Ha penetrado en las estructuras financieras y políticas del país y también mancha la «marca nacional» en el extranjero (el mafioso ruso y el empresario corrupto son dos estereotipos generalizados). A escala mundial también representa un desafío. El crimen organizado ruso o eurasiático, como quiera que sea definido, opera alrededor del mundo de manera activa, agresiva y empresarial, como una de las fuerzas más dinámicas de la nueva hampa transnacional. Proporciona armas a los insurgentes y a los gánsteres, trafica con drogas y personas y mercadea con todo tipo de servicios criminales, desde el lavado de dinero al pirateo informático. Por todo ello, es tanto un síntoma como una causa del fracaso del Gobierno ruso y de la élite política para establecer e imponer la ley, mientras que gran parte del resto del planeta permanece dispuesto —en ocasiones incluso encantado— a lavar su dinero y venderles caros áticos de lujo.

Este libro trata sobre el crimen organizado, o quizá de manera más específica sobre criminales organizados y, particularmente, sobre la extraordinaria y brutal cultura criminal de los vorí. Esta subcultura criminal se ha metamorfoseado periódicamente a medida que han ido cambiando los tiempos y las oportunidades. Los matones tatuados, cuyas experiencias en los campos de trabajo significaban que no tenían ningún temor a las cárceles modernas, han desaparecido prácticamente de la vista. Los criminales modernos rusos suelen evitar incluso el término vor e ignoran la mayoría de estructuras y restricciones vinculadas con él. Ya no se alejan de la cultura establecida. Renuncian a los tatuajes que los catalogaban abiertamente como miembros del vorovskói mir (razón por la cual, actualmente, sería más difícil situar a Matvei). Pero asumir que esto significa que los vorí han desaparecido del todo o que el crimen organizado ruso carece de distintivos sería cometer un gran error. Tal vez los nuevos padrinos se hagan llamar avtoriteti, y sus negocios abarquen de lo esencialmente legítimo a lo absolutamente criminal, quizá se impliquen en política y se dejen ver en galas benéficas. Pero siguen siendo los herederos del empuje, la determinación y la crueldad de los vorí, hombres de quienes incluso un capo de la mafia de Nueva York dijo: «Nosotros, los italianos, te matamos. Pero los rusos están locos, matan a toda tu familia».

Así pues, los temas fundamentales del libro son tres. El primero es que los gánsteres rusos son únicos, o al menos lo fueron. Surgieron a lo largo de tiempos de rápido cambio político, social y económico —desde la caída de los zares, pasando por el torbellino de modernización de Stalin, hasta el colapso de la URSS—, lo que supuso unas presiones y unas oportunidades específicas. Aunque hasta cierto punto un gánster sea un gánster en todas partes del mundo, y los rusos supuestamente empiezan a formar parte de una hampa global homogeneizada, la cultura, las estructuras y las actividades de los criminales rusos fueron particulares durante mucho tiempo, sobre todo en cuanto a su relación con la cultura establecida.

El segundo tema central es que los gánsteres son el espejo oscuro de la sociedad rusa. Por más que quisieran presentarse como entes ajenos a la sociedad general, eran y continúan siendo la sombra de esta, y se definen según sus tiempos y formas. Explorar la evolución del hampa rusa también es hablar sobre la historia y la cultura rusas, algo que es especialmente significativo en la actualidad, un momento en que las fronteras entre el crimen, los negocios y la política, si bien son importantes, se encuentran difuminadas demasiado a menudo.

Finalmente, los gánsteres rusos no solo han sido moldeados por los cambios de Rusia, sino que también han contribuido a ellos. Confío en que parte del valor de este libro consista en abordar los mitos sobre el predominio del crimen en la nueva Rusia, pero también en discernir las formas en las que sus «altas esferas» han sido influenciadas por los «bajos fondos». Que los expresidiarios tatuados hayan dado paso a una nueva hornada de criminales-empresarios con orientación global, ¿es un síntoma de la formación adquirida por los gánsteres en el país o de la criminalización de la economía y la sociedad rusa? En el caso de que estuviéramos ante un «Estado mafioso», ¿qué significa eso realmente?

¿Está Rusia gobernada por gánsteres? No, por supuesto que no, y he conocido a muchos agentes de policía y jueces rusos determinados y dedicados que se comprometen a luchar contra ellos. No obstante, tanto políticos como empresarios utilizan métodos más propios del vorovskói mir que de las prácticas legales, el Estado contrata a piratas informáticos y proporciona armas a los gánsteres para combatir sus guerras, y se oyen canciones y jerga vor en las calles. Incluso el presidente Putin recurre ocasionalmente a esta forma de hablar para reafirmar sus credenciales callejeras. Tal vez la verdadera pregunta, con la cual acaba este libro, no sea hasta qué punto ha conseguido el Estado dominar a los gánsteres, sino hasta qué punto han llegado los valores y las prácticas de los vorí a influir en la Rusia moderna.

PRIMERA PARTE

LOS ORÍGENES

1

La tierra de Kain 

Incluso un obispo roba cuando tiene hambre.
Proverbio ruso

Vanka Kain, bandido, secuestrador, ladrón y, en ocasiones, confidente de las autoridades, fue el azote de Moscú durante las décadas de 1730 y 1740. Cuando la princesa Isabel I llegó al poder mediante un golpe de Estado en 1741, ofreció amnistía a los forajidos que delataran a sus compañeros.

Kain se decidió a aprovechar la oportunidad para limpiar un historial manchado con casi una década de crímenes. Mientras trabajaba oficialmente como confidente del Gobierno y cazador de ladrones, continuó su actividad criminal, corrompiendo a sus supervisores del Sisknói prikaz, la Oficina de Investigadores. Pero aquellas relaciones adquirirían después su propia dinámica de dominación. Comenzó ofreciéndoles una parte de su botín, que solía consistir en importaciones de lujo como pañuelos italianos y vino renano. Con el tiempo, sus supervisores se volvieron más avariciosos y exigentes, obligando a Kain a cometer delitos más atrevidos y peligrosos para satisfacerlos. Esto acabó saliendo a la luz, y Kain fue juzgado y condenado a una cadena perpetua de trabajos forzados. Kain se convirtió en un héroe romántico del folclore ruso. Obviamente, la figura del delincuente al que se considera un héroe está presente en la cultura popular de todo el mundo, desde Robin Hood a Ned Kelly. Pero el ladrón ruso, al contrario que Robin Hood, no lucha contra un usurpador que lo explota. No es un incomprendido, ni una víctima de una infancia desgraciada, y tampoco un buen hombre que se encuentra en una situación crítica. Es simplemente un «ladrón honrado» en un mundo en el que solo se distingue entre los ladrones que son sinceros respecto a su naturaleza y aquellos que ocultan su criminalidad interesada bajo las capas de los boyardos, los uniformes de los burócratas, las togas de los jueces y los trajes de los hombres de negocios, según dicten los tiempos.

La historia de Kain podría ser perfectamente la de un vor del siglo xx, o incluso actual: el gánster a quien las autoridades creen poder dominar, pero que acaba corrompiéndolas. Cambiad los caballos por los BMW y las capas de pieles por el chándal, y la historia de Kain podría reproducirse en la Rusia postsoviética sin el menor atisbo de anacronismo.

Historias criminales

«No soy ningún erudito, pero puedo decirte esto: los rusos han sido siempre los mejores criminales del mundo y también los más valientes». Graf («conde»), criminal de rango medio (1993)

Irónicamente, aunque los vorí tienen un pedigrí histórico poderoso, nunca han mostrado demasiado interés en él. Algunos criminales se deleitan en su historia, aunque esta suele estar basada en mitos, haber sido romantizada o simplemente inventada. Así, las tríadas chinas se representan como descendientes de una tradición centenaria de sociedades secretas que luchan contra tiranos injustos.2 Los yakuza afirman que sus orígenes no están en los bandidos kabuki mono («los locos») que aterrorizaron el Japón del siglo xvii, ni en los matones de alquiler de los jefes del trapicheo y las apuestas, sino en la casta de guerreros samurái y en las milicias públicas llamadas machi yakko («sirvientes de la ciudad») que se formaron para combatir a los kabuki mono.3 El crimen organizado ruso moderno, por el contrario, parece deleitarse en la negación de su historia y ni siquiera muestra un interés folclorista en su pasado. Al rechazar la memorialización de su cultura (al contrario que sus miembros actuales), se sitúa firmemente en el presente y vuelve la espalda a su historia.4 Incluso se rechaza la cultura tradicional del vorovskói mir, rica en folclore y costumbres brutales y sangrientas generadas y transmitidas en los campos de prisioneros del gulag, ya que la nueva generación de líderes criminales, los llamados avtoriteti («autoridades») desdeñan los tatuajes y las rutinas que distinguían a la generación anterior.

No obstante, a pesar de todo ello, el hampa rusa moderna de criminales-empresarios, con trajes de diseño, guardaespaldas y matones armados hasta los dientes, no surgió de la nada a partir de la transición tumultuosa de su país a los mercados en 1991 tras el derrumbe del sistema soviético. Son herederos de una historia que refleja en sus contratiempos y vicisitudes procesos de mayor alcance que dieron forma a Rusia, desde los siglos de aislamiento rural, pasando por la chapucera industrialización intensiva que llevó a cabo el Estado a finales del siglo XIX, hasta llegar a la modernización del régimen estalinista impulsada por el gulag. No obstante, tal vez lo más sorprendente sea que la historia rusa, a pesar de estar llena de bandidos inmisericordes y asesinos sanguinarios, haya permanecido férreamente dominada por estafadores, malversadores y gánsteres que entendieron cómo utilizar el sistema en su propio beneficio, cuándo tenían que plantarle cara y cuándo pasar desapercibidos.

Una de las lecciones que aprendemos a partir de la evolución histórica del crimen organizado ruso es que surge a partir de una sociedad en la que el Estado solía actuar con torpeza, estar depauperado y ser profundamente corrupto, pero también fundamentalmente despiadado, ajeno a las sutilezas de los trámites legales y dispuesto a usar la violencia de manera desmedida para proteger sus intereses cuando se sentía amenazado. Durante la década de 1990 hubo un período en el que parecía que los criminales gobernasen el país. Sin embargo, el Estado ha vuelto por sus fueros con mayor fuerza con Vladímir Putin y esto ha afectado tanto al crimen como a la percepción que se tiene del mismo. No obstante, esa mezcla de coacción, corrupción y conformidad con la ley fue una parte esencial de la criminalidad rusa incluso antes de la anarquía de la era postsoviética.

¿Puede la policía controlar Rusia?

Nunca digas la verdad a un policía.
Proverbio ruso

El crimen organizado ruso habría podido evolucionar presumiblemente de dos formas diferentes, a partir de sus dos precursores posibles, uno rural y otro urbano. En el siglo xix parecía que los bandoleros rurales tuvieran un mayor potencial. Al fin y al cabo, se trataba de un país prácticamente imposible de patrullar. A finales de esa centuria, la Rusia zarista cubría casi una sexta parte de la masa continental del mundo. Su población de 171 millones de habitantes en 1913 estaba compuesta de manera abrumadora por un campesinado disperso a lo largo de este enorme territorio, a menudo en pequeños pueblos y comunidades aisladas.6 Simplemente para que las órdenes judiciales o los mandatos llegaran desde la capital, en San Petersburgo, hasta Vladivostok, en la costa del Pacífico, podían pasar semanas, incluso mediante el correo con posta de caballos. El sistema ferroviario, el telégrafo y el teléfono ayudarían, pero el tamaño del país supuso un impedimento para el Gobierno en muchos aspectos.

Es más, el imperio era un mosaico de climas y culturas diferentes incorporadas en su mayor parte mediante la conquista. Lenin lo llamó la «cárcel de las naciones», pero el Estado soviético aceptó voluntariamente esta herencia imperial e incluso la Federación Rusa actual es un conglomerado multiétnico con más de cien minorías nacionales.7 Al sur estaban las ingobernables y montañosas regiones caucásicas, conquistadas en el siglo xix, pero nunca subyugadas realmente. Al este se encontraban las provincias islámicas de Asia central. En la parte occidental se hallaban las culturas sometidas más avanzadas de la Polonia del Congreso (o Polonia rusa) y los estados bálticos. El núcleo de la cultura eslava también incluía los fértiles campos de cultivo de la región de Tierras Negras ucraniana, las extensas y superpobladas metrópolis de Moscú y San Petersburgo y la helada taiga siberiana. En su conjunto, el imperio comprendía alrededor de doscientas nacionalidades, de entre las cuales los eslavos representaban dos tercios del total.

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Autor: Mark Galeotti. Título: La ley del crimen. Editorial: RBA. Venta: Amazon, Fnac y Casa del Libro

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