El 24 de diciembre de 1982, la figura de Louis Aragon oscila entre la polémica y el canon. Hace hoy 43 años, cuando la muerte le sorprende en París, el autor de Habitaciones: Poema del tiempo que no pasa (1969), es el poeta nacional de Francia. Además de miembro de la Académie Goncourt, es uno de esos eternos candidatos para el Nobel con los que todos los meses de octubre cuentan todas las literaturas nacionales para darse a la especulación. Pero, al mismo tiempo, Aragon es uno de los mayores intelectuales comunistas del país. Militante del PCF desde 1927, en la hora postrera pertenece a su comité central y, aunque se ha mostrado crítico en algunos aspectos —en ocasiones, sutilmente, matizó las pautas marcadas por Maurice Thorez, un estalinista notable, el secretario general del PCF—, su militancia sigue suscitando debates.
Ya públicas y notorias las atrocidades del estalinismo —en realidad lo eran desde que la policía política soviética comenzó a torturar y a matar gente al antojo del Zar Rojo en la retaguardia republicana durante la Guerra Civil—, no tardó en producirse una crítica más abierta al comunismo en general, incluso desde ciertos sectores de la izquierda radical.
Pero la Francia que vio morir a Louis Aragon un día como el de hoy, al igual que el resto de las sociedades occidentales en los felices 80, ya está inmersa en el hedonismo de la posmodernidad. Toda la retórica revolucionaria ha quedado olvidada, con la canción protesta y el resto de la monserga de la revuelta en el baúl de los recuerdos de los años 70. Ya no le interesa a nadie, aunque don Luis Buñuel nunca se cansó de repetirlo, que el surrealismo fue “un movimiento poético, revolucionario y moral”.
Con todo, que dicha revolución fuera la comunista, es uno de los grandes enigmas de la cultura del siglo XX. El propio Buñuel, consciente de que el genocidio de clase —exterminar a toda la burguesía— era uno de los pilares sobre los que habría de pivotar la dictadura del proletariado, que llamaban los comunistas a la dictadura de los miserables, tenía más miedo a la famélica legión que a una nube de piedra. Y no digamos Dalí, quien pronunció una sonada conferencia ante la intelectualidad franquista, el 11 de noviembre de 1951, en el Teatro María Guerrero de Madrid. Y allí, con una calculadísima paralipsis —o acaso preterición— soltó su “Picasso es comunista; yo, tampoco”. Todo un saludo en su regreso a España, a la España de los años 50.
Ahora bien, que llegada la hora postrera la figura de Louis Aragon no se vea afectada por la refutación universal del comunismo —que aún atruena en marcha, como decían era el caso de su razón los paladines del proletariado— es debido a que el poeta es ese hombre bueno que tiene que haber en todas las partes para que podamos condenar, por falsa y despreciable, la generalización. Sí señor, Aragon se alza como testigo irrefutable de la nobleza humana sobre la barbarie de toda la policía política comunista, desde la GPU hasta la Stasi, que torturaron vilmente a los prisioneros en todos los países donde los miserables pusieron en marcha su dictadura.
Tras darse a conocer como poeta con Fuego de alegría (1922), Aragon fue uno de los primeros afectos al dadaísmo, recién llegada esta vanguardia del Cabaret Voltaire de Ginebra a París. Surrealista de primera hora, más exactamente desde que publicó El campesino de París (1926), ya en el 31 se hizo notar al oponerse junto a René Char, André Breton y Paul Éluard a la Exposición Internacional Colonial por ser aquella una exaltación del colonialismo.
Siempre estalinista, ni siquiera trotskista como lo sería Breton, cuando el Zar Rojo ordenó que los comunistas franceses se pusieran al servició de la resistencia francesa, Neruda, que lo había estado escondiendo de las hordas anticomunistas que campaban a sus anchas en aquel París, vio cómo Aragon —que también era médico— se puso por segunda vez el uniforme de ir a luchar contra los alemanes y partió al frente. Antes del armisticio, como médico participó en una acción heroica. Contraviniendo las órdenes de su superior inmediato, un Rothschild, un conde, el poeta ya se disponía a avanzar hacia una posición para socorrer a los heridos. En ello estaba cuando la cota en cuestión saltó por los aires a consecuencia de un obús alemán.
A partir de entonces, ya en la paz, coincidiendo con el aniversario de aquello, aquel conde que fue su capitán, obsequiaba al poeta comunista “unas cuantas bonnes bouteilles de Mouton-Rothschild” (Neruda). Después llegó la Resistencia, que con el tiempo le inspiraría versos como los de Strophes pour se souvenir (1952), sobre un grupo de luchadores extranjeros caídos durante la ocupación alemana de Francia. Y sobre todo Elsa, la también escritora Elsa Triolet, también resistente de origen ruso, el gran amor de su vida, quien, desde 1942, fue una fuente constante de inspiración. Desde la muerte de ella en 1970, Louis Aragon no ha dejado de llorar. Ese amor más poderoso que la vida conmovía hace 43 años no solo a Francia entera, a toda la literatura mundial.


“Aragon —que también era médico.”
Aragon nunca fue médico. Estaba en 2º de medicina (con André Breton) cuando fue mobilizado para ir a la Primera guerra mundial. Y cuando volvió de la guerra, abandonó (como Breton) sus estudios de medicina.
En cuanto a sus amores con Elsa, conociendo las vicisitudes de su vida con ella y su condición de homosexual reprimida tanto por el Partido Comunista como por su “gran musa”, que le mantenía a raya, me ha hecho mucho reír la frase “ese amor más poderoso que la vida conmovía hace 43 años no solo a Francia entera, a toda la literatura mundial.”
Cuando en 1970 se murió Elsa Triolet, se pudo ver a Aragon, al fin liberado, vestido de blanco y con el pelo largo, de juerga por la noche en Saint-Germain de Près en las discotecas homosexuales. Para evitar los escándalos, el Partido Comunista le había puesto guardaespaldas que se ocupaban de llevarlo a su casa cuando, de madrugada, acababa borracho.
Quien quiera saber más sobre el tema, que lea la versión integral del “Journal”, publicada en 2016, de Matthieu Galey, escritor homosexual que lo conoció bien.
“mobilizado” – movilizado
Exacto. Viviendo en Francia desde hace muchos años y escribiendo en francés con frecuencia, se me escapan a veces galicismos “ortográficos” cuando escribo en español. Aquí escribimos “mobiliser”.
Gracias por la corrección.