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Entre machetes y cenizas

Acostumbrado a leer obras donde a alguien le duele una uña —o menudencia parecida—, me topo con un libro sobre Ruanda en el que se relata un genocidio. Y no por un estudioso ni desde la distancia, sino por alguien que estuvo allí: el hispalense Pepe Arenzana, testigo directo de aquellas atrocidades. Insisto: un genocidio. Genocidio es definido en el DRAE como “exterminio o eliminación sistemática de un grupo humano por motivo de raza, etnia, religión, política o nacionalidad”.

Solo una vez he coincidido con Arenzana. Fue en una comunión. Al verlo, me pregunté qué hacía el capitán Alonso de Contreras, inspiración principal del capitán Alatriste, en mitad de una celebración eucarística.

Uno va a una comunión esperando encontrar a Dios y se encuentra con Alatriste.

"Ruanda fue el primer genocidio catalogado como tal desde el perpetuado por los nazis en la Segunda Guerra Mundial"

Eso sí, un Alatriste de los siglos XX-XXI: reportero, productor de radio y televisión, escritor, periodista, locutor, aventurero y soldado de fortuna. ¡Y de qué forma! Ha estado en conflictos bélicos de calado —Sudán, Eritrea, Ruanda— y este último, perfectamente descrito en su libro Ruanda, cien días de fuego, es el que nos ocupa.

Mi sorpresa fue posterior. El propio Pérez-Reverte incluyó a Arenzana como personaje en El oro del Rey. No como capitán, sino como banquero: Joseph Arenzana. Una página después, aparece la Taberna del Seisdedos. No iba yo, pues, tan desencaminado.

Un país hecho trizas

Ruanda fue el primer genocidio catalogado como tal desde el perpetuado por los nazis en la Segunda Guerra Mundial: más de 800.000 muertos en apenas cien días. Entre abril y julio de 1994, el machete sustituyó al lenguaje. Las palabras se habían agotado.

Allí se desató el mal sin matices: vidas arrasadas, cuerpos mutilados, mujeres violadas sistemáticamente, fetos lanzados al fuego, cabezas abiertas con un hacha en medio de la calle, niños cortados en pedazos. La crueldad no pedía permiso. Y las imágenes, lo cuenta Arenzana, no cabían en la cámara.

"¿Qué ocurre entonces? Que para seguir alimentando a las víctimas, hay que pasar por los verdugos. O sea, el mal se institucionaliza con el sello de ayuda humanitaria"

En medio de ese infierno estaba él. Llegó a territorio tanzano, apenas a 14 kilómetros del puesto fronterizo con Ruanda, acompañado del fotógrafo Luis Davilla y, en los primeros días, también del periodista Bru Rovira. Los grandes medios no habían reaccionado. Aquel trío fue de los primeros en llegar. Y lo que encontraron era tan atroz que costaba incluso contarlo. Por eso, lo primero que escribió Arenzana, su primera crónica, se titulaba así: “Una sucia libreta de registro de muertos”.

De esa libreta, y del caos del campo de refugiados de Benako —una ciudadela de infierno con casi 400.000 personas—, nace este libro. Un libro que no teoriza: relata. Un libro que no elabora tesis: pone nombres y apellidos a la barbarie.

Y con ese enfoque, sin florituras ni estética de premio, Arenzana denuncia lo que vio: la confusión de víctimas y verdugos, el reparto del poder entre los matones hutus que dominaban los campamentos, la hipocresía humanitaria, la industria del dolor como negocio.

El espejismo humanitario

Una de las partes más incómodas del libro —y más necesarias— es la dedicada a las ONG. Arenzana no se limita a señalar el caos: lo disecciona. Con nombres, con descripciones, con un escepticismo que no nace del cinismo sino de haber estado allí. Lo vio. Y lo escribió.

Cuando una ONG aterriza en un campo de refugiados donde el poder lo ostentan los carniceros, se da una paradoja repugnante: para ayudar, hay que pactar con los mismos que degollaban horas antes. No hay otra. ¿Qué ocurre entonces? Que para seguir alimentando a las víctimas hay que pasar por los verdugos. O sea, el mal se institucionaliza con el sello de ayuda humanitaria.

"La marca ONG, en algunos casos, se convirtió en la gran mentira del fin del mundo"

Y eso, para Arenzana, no es una opinión. Es una experiencia. Lo cuenta con frases sin maquillaje, con ironía gruesa y con datos concretos. Dice, por ejemplo, que las ONG occidentales, cuando buscan proyectos, despliegan una suerte de “catálogo de postales de horror” ante sus gobiernos, para que un secretario de Estado —entre café y café— escoja qué sufrimiento poner de moda esa temporada. “Con suerte”, añade, eso se convertirá en un proyecto sexy.

En Benako, esas ONG alimentaban —sin saberlo o sabiéndolo— a los genocidas escondidos entre la población civil. Les daban cobertura, suministros y espacio para reagruparse. En nombre del bien, se fortalecía el mal.

Y Arenzana no se esconde: “Diré, resumiendo, lo que es una ONG. Fácil: una empresa. Y, desde luego, eso de ‘No Gubernamental’ no es cierto”.

En otras palabras, lo que se exportaba no era ayuda, sino una farsa empaquetada como salvación. La marca ONG, en algunos casos, se convirtió en la gran mentira del fin del mundo.

La Iglesia y los misioneros

Frente a la devastación, hay quienes se quedaron. No para reconstruir, sino simplemente para no marcharse. Para no dejar solos a los otros. Arenzana reserva un espacio singular en su relato para los misioneros: hombres y mujeres de fe que, lejos de los focos, vivieron el horror con las manos dentro.

A diferencia del juicio feroz que lanza sobre las ONG, aquí se percibe respeto. No idealiza. No canoniza. Pero hay una mirada de reconocimiento hacia quienes actuaron sin siglas, sin pancartas, sin marketing. Misioneros que, dice, no fueron a redimir el mundo sino a compartir la suerte de quienes ya no tenían mundo.

"Arenzana también reconoce sombras. No oculta que hubo sacerdotes y religiosas ruandeses que colaboraron con el exterminio"

En uno de los pasajes más intensos del libro, Arenzana apunta que estos religiosos —curas, monjas, laicos— no llegaron para aprender “unas cuantas palabras de un exótico idioma”, sino para quedarse a vivir con la gente, con sus miserias y su fe. Lo resume así: “Tienen unos escrotos y unos ovarios que solo pueden alimentarse de algo tan increíble como su fe y su doctrina de amor al prójimo”.

No es literatura de consuelo. Es literatura de trinchera. De quienes, creyendo o no, reconocemos algo elemental en el hecho de permanecer: que hay una valentía esencial en no huir cuando todo arde.

Arenzana también reconoce sombras. No oculta que hubo sacerdotes y religiosas ruandeses que colaboraron con el exterminio. Pero esa anotación, ubicada en la página 93 del libro, no invalida el gesto más poderoso que subyace: que algunos, muy pocos, se quedaron cuando todo empujaba a salir corriendo.

Conclusión: cuando el horror no necesita adornos

Ruanda fue, durante cien días de 1994, el infierno más parecido a lo humano que se ha documentado. Y este libro, Ruanda, cien días de fuego, no busca explicar el horror. Lo muestra. Lo arrastra. Lo vomita.

"Uno cierra este libro con una especie de resaca moral. Como si tuviera algo de sangre en las manos solo por haberlo leído"

Arenzana no se parapeta tras el lenguaje ni la estadística. Te pone delante una escena y no se disculpa: fetos arrojados al fuego, cuerpos mutilados con precisión quirúrgica, niños enterrados vivos, mujeres violadas y después empaladas. Todo eso existió. Todo eso fue real. Y alguien tenía que contarlo.

El autor lo hace desde la trinchera. Sin epílogos esperanzadores. Sin moralejas. Sin redención. Solo la mirada fija de quien ha visto lo que no debía verse y ha vivido para contarlo. Esa es su victoria. Y también su condena.

Uno cierra este libro con una especie de resaca moral. Como si tuviera algo de sangre en las manos solo por haberlo leído. Como si el mundo entero hubiera fracasado de forma irreversible en aquellos días. Como si, en realidad, nunca hubiéramos dejado de fracasar.

Y mientras tanto, entre machetes y cenizas, Pepe Arenzana estuvo allí, junto a otros testigos del horror, para vivirlo y contárnoslo.

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