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Esbozo de mi amante, de Douglas A. Martin

Esbozo de mi amante, de Douglas A. Martin

Un joven estudiante de literatura, muy consciente de su belleza y de su poder de seducción, se obsesiona con una estrella del rock veinte años mayor que vive en la pequeña ciudad universitaria del sur de Estados Unidos a la que acaba de mudarse. Desde su publicación en Estados Unidos en el año 2000, Esbozo de mi amante (edit. Sexto Piso) fue considerada una suerte de novela de iniciación queer, que rinde tributo entre otras obras a El amante de Marguerite Duras.

Zenda adelanta las primeras páginas.

***

A) DE UN SITIO A OTRO

Nos llevan a un lugar sin raíces. La casa es de ladrillo rojo, dividida en una, dos, tres habitaciones. Al otro lado de la calle hay un edificio abandonado. Ya entonces soy un niño macabro y desearía que aquello fuera un mausoleo, un lugar donde dormir, entre un rico abolengo y unas tradiciones que irradian un singular romanticismo. Hay unos cuantos albañales de hormigón. Para dar una imagen de familia con el recién llegado, el nuevo marido de mi madre, salimos a pasear en coche y miramos las casas decoradas por dentro y por fuera con luces de Navidad. La electricidad es tan cara que no podemos permitirnos tener nuestras propias luces. Por eso estamos juntos. Mi hermana y yo intentamos entrar en calor en el asiento trasero. Estando fuera de la casa, aún podíamos creer en la magia, en la posibilidad de algo nuevo. Solíamos sentarnos en silencio en el asiento de atrás para contemplar las luces, luces que eran como estrellas, pero más cercanas.

Era la época en la que se producen cambios en la vida, un tiempo en el que la promesa de lo desconocido no te dejaba pegar ojo de la emoción. Un día más, una mañana más. Una euforia más a la que sobrevivir.

Una mañana te despertabas y allí estaba.

Ya de niño comencé a fingir. Jugaba a ser una niña. Actuaba. Era una niña. Imaginaba que podía tener cuanto quisiera. Que podía cambiar el mundo con solo desearlo, así de fácil.

En cuanto crecí deseé otras cosas. Empecé a hacer como si también pudiera tenerlas, como si no conociera nada mejor.

Si salto desde lo alto de un árbol, volaré, pienso. No sé por qué lo creo ni por qué soy consciente de esto: que no me siento semejante a nada de lo que veo en la tierra. Todavía no. Me refugio en la copa del gran magnolio.

Los niños trepan a los árboles, así que tal vez todavía siga siendo un niño. A lo mejor aún haya esperanza, aún tenga una oportunidad. A lo mejor. Si me siento en el árbol un buen rato. No me dejan tener mascotas porque tengo problemas respiratorios, porque apenas puedo respirar. Ni perros ni gatos. Su pelaje agrava mi estado. Quiero algo que sea mío para cuidarlo, cualquier mascota, la que sea.

Al principio imagino que los pájaros son mis mascotas. Puesto que soy su dueño absoluto, ni siquiera me hace falta tenerlos en jaulas. Ellos vagan libres por el universo, y les doy tanto cariño que siempre vuelven a mí.

Mi madre deja a mi hermana en la cuna para llevarme al parque y empujarme en el columpio, que está justo saliendo por la puerta trasera de la casa en la que vivimos entonces, en el norte, cerca de mis abuelos maternos.

Un tiempo anterior a cualquier recuerdo y que solo puedo reconstruir a través de lo que me cuentan.

No quiero jugar con los demás niños. La piel de cerdo se convirtió en una señal del alcoholismo de mi padre, que dio paso a las peleas que desembocaron en el fin de nuestra familia.

Todavía soy muy pequeño; todavía comparto habitación con mi hermana. Nos dicen que juguemos con los niños de la casa de al lado, niños que tienen un padre y que quieren ser Superman. Me invento excusas para justificar que quiero ser otra persona. Alguien tiene que hacer de niña, digo. Tiene que haber al menos una.

Estoy acostumbrado a jugar con mi hermana, esa hermana que me deja hacer como si fuera igual que ella, una niña, así que no soy el único como yo en mi familia. Quiero desterrar a los chicos de mi universo porque es imposible retenerlos. Siempre alzan el vuelo y se alejan. Pero es imposible escapar de ellos.

Mientras tanto, mi hermana y yo nos peleamos por ver quién de los dos consigue ser una de esas niñas que salen en los programas de la tele.

Mi hermana nunca tendrá que intentar ser tan avispada como yo. Nació con un coeficiente intelectual más alto. Su inteligencia está reconocida. Durante toda la primaria va con los pocos niños tan inteligentes como ella para recibir clases particulares. Nos atrae el mismo chico de nuestra calle, pero a ella la dejan querer casarse con él. La dejan querer lo que quiere, perseguirlo y conseguirlo, tener esa certidumbre.

Las amigas de mi hermana pasan a ser las mías. Las de mi madre pasan a ser las mujeres a las que oigo hablar, expresar sus preocupaciones, las mujeres con las que me siento a la mesa a la hora de la cena mientras los hombres lo hacen frente al televisor, ven los deportes, beben igual que mi padre. La televisión suena a todo volumen.

Mi madre nunca se cree del todo nuestras incipientes pasiones. O eso o se cree que vela por nuestro bienestar mejor que nadie. Hablo en concreto de mi deseo adolescente de fama. Siempre quise ser famoso para que alguien supiera que existo.

Mi madre me pregunta si sé la cantidad de gente que quiere ser lo que yo quiero ser. ¿Sabes cuánta gente lo consigue? Exploraré todas las posibilidades, las agotaré. Me esfuerzo por tener un mejor cuerpo, me esfuerzo por bailar mejor, intento enseñarme a ser otra persona, la que sea. Incluso me conformaré quedándome al fondo de un escenario.

Mientras actúo, memorizo monólogos teatrales.

Empiezo a escribir libros en tercero de primaria. Los comienzo, los dejo; están llenos de personajes que constantemente trato de ser.

Cualquier cosa con tal de olvidar de dónde vengo, con tal de olvidar que, viniendo de donde vengo, pronto podría caer en el olvido.

Siempre imaginé a mi padre con el pelo negro. Mi madre, mi hermana y yo somos todos rubios, de un rubio tan claro como los niños; y hasta ahí llego: me quedo con ellas, así que ese debe de ser mi sitio.

Ahí estoy: con las mujeres. Con esas mujeres de pelo claro cuyo habla imito en primer lugar. Me asignaron a una de las partes en función de unos rasgos fácilmente reconocibles. En el reparto de bienes, a mi madre le tocó quedarse con los niños.

No sé cuánto tiempo transcurrió antes de que, tras dejar a mi madre, mi padre volviera a casa de sus padres. Se casó de nuevo, tuvo más hijos, curró de mecánico; trabajaba tanto que necesitaba desconectar; nunca tuvo tiempo para escribir.

De niño jamás recibí una tarjeta de cumpleaños ni de Navidad.

Nada del padre, ningún contacto.

Un padre del norte que nos trasladó al sur. Un padre cuya estirpe el niño jamás continuará ni se molestará lo más mínimo en continuar.

Tercero de primaria, Historia. En clase nos dicen que odiemos Inglaterra a pesar de que es de donde provenimos. No tenemos nada que ver con esa monarquía, la madre patria. El profesor enumera todas las razones para desdeñarla, que debemos memorizar. Voy corriendo a casa para estar con mi madre y pienso que soy inteligente, inteligentísimo, y mi madre, que pasó su infancia en Inglaterra, que vio una vez a la reina saludar con la mano y, con la belleza de lo novelesco, me habló de la emoción que se apoderó de ella. La observó desde el puente, en la calle; me dice lo viva que se sintió, lo hermosa que era aquella tradición. Lo hermosa que podía ser.

Siempre tengo presente la perspectiva que me da mi madre: que tenga un criterio propio y no haga caso de lo que me dicen. Una mente que no acepta se inquieta. Hace ya tiempo que mi madre me hace dudar del colegio, así que cuando voy a clase lo pongo todo en entredicho, a todos mis profesores.

Estamos solos, madre e hijos, y tenemos que valernos por nosotros mismos. No hay ningún hombre en casa, aunque eso es lo que muchas personas me dicen que tengo que ser ahora. Que se separaran y mi padre se marchara fue lo mejor para todos, incluso para nosotros, los niños.

Hay hombres por todas partes. Mi hermana y yo nos damos cuenta, pero ninguno de ellos es nuestro. A veces parece que no encajamos en nuestro entorno. La Iglesia, la ciudad, el sistema escolar.

La parroquia nos ha pedido que no asomemos por allí si mi madre se divorcia para alejarse de ese hombre cuyos puñetazos le llueven.

En el colegio somos los niños que juegan con quien pueda tragarse toda nuestra vida, nuestra basura. Se me olvida cómo respirar. Le digo a mi hermana una y otra vez que me estoy muriendo; se lo repito hasta que llama a nuestra madre al hospital donde trabaja. A diario nos deja solos para poder alimentarnos.

Necesito que me lleven allí.

Nunca podré olvidar lo que sentí en mi infancia y en el hospital en el que estuve ingresado un tiempo. Las monjas de la Iglesia católica vienen a verme porque ya estoy al borde de la muerte. Estoy echado allí con unos pulmones para los que respirar es una lucha; ni siquiera realizan la función para la que están hechos.

Vienen con rosarios. Cuentas de plástico azul y jade, nácar, diamantes blancos. La carpa de oxígeno es de plástico transparente; me tumbo debajo y veo el mundo a través de ella. Viene una procesión de monjas, con sus hábitos, para informarme de que están rezando por mí, para decírmelo. Rezan por mí en voz baja mientras yo estoy dentro de la carpa y el oxígeno silba en el aire que estoy aspirando con los pulmones húmedos.

Me traen los deberes del colegio.

A ver, niño, por qué no traes a tu madre de vuelta al redil, a la Iglesia. Tu madre se ha descarriado, es…, tienes que ser fuerte, por ella. Lo eres. Convéncela de tu derecho: tienes todo el derecho a escuchar la palabra de Dios. A venir a la iglesia, a ir al cielo cuando mueras. Sigues siendo católico, aunque tu madre ya no lo sea o esté excomulgada, porque estás bautizado. Tu madre no lo está haciendo bien con vosotros, niños. Tenéis derecho al amor de Dios; ella no debería alejaros de la Iglesia. Necesitáis a la Iglesia. La Iglesia es vuestra familia. En un momento como este, cuando estás tan cerca de la muerte, necesitas el amor de Dios, su palabra, por muy equivocada que esté o haya estado vuestra madre. Tienes que convencer a tu madre para que os vuelva a traer a la parroquia. Os podéis sentar en el último banco; no hay ningún inconveniente en que ella venga, eso sí, siempre que no consume su nuevo matrimonio con el nuevo hombre. Entonces permitirán el nuevo matrimonio, el segundo. Lo aceptarán, solamente lo tolerarán si el cuerpo de él nunca se adentra en el de ella.

El silbido de la máquina que oxigena mi sangre. Solo soy un niño, virgen.

Estoy dentro de la carpa de oxígeno.

No puedo ir de acampada por el polen de los árboles y las hojas húmedas.

Debido a la humedad, mis pulmones están doblemente aquejados de neumonía y varicela. Imagínate el aspecto enfermizo que debo de tener. No puedo hacer deporte porque no puedo correr; te quedarás sin aliento, me dijeron, cosa que desde entonces suelo poner como excusa, aunque quizá ya no sea cierto. Hazlo. No puedo respirar, vivir. No puedo seguir, no tengo resistencia, no puedo aguantar enfermo, respirar.

No puedo salir de la carpa de oxígeno porque tengo que estar dentro, donde el aire está regulado, y lo siento fresco y húmedo en mi piel.

Me traen los libros del colegio y me los ponen aquí, debajo de la carpa de oxígeno. No quiero crucigramas, solamente libros. Gracias a la máquina de bombeo puedo respirar. Permanezco allí en silencio. Respirando. Mi madre ha empezado a amar a un nuevo hombre. Junto las manos en el regazo. Meses. De vez en cuando rezo, pero no sé a quién. Se forma un vapor, una quietud. Aun así…

Tan consciente de no forzar los pulmones, el corazón, que es difícil respirar. Me duele cuando respiro.

El vapor fresco, sin calor.

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Autor: Douglas A. Martin. Traductora: Vanesa García Cazorla. Título: Esbozo de mi amante. Editorial: Sexto Piso. Venta: Todos tus libros, Amazon, Fnac y Casa del Libro.

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