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Escenas de arte

Escenas de arte

Visito exposiciones en Tokio. Exposiciones de artistas japoneses. Hay tanto que ver, que aprender y saber, que he dejado prácticamente de ir a las de arte internacional, sea clásico (son muchas) o contemporáneo (muy pocas), de la misma manera que ya no voy casi a conciertos de música occidental (muchísimos) y prefiero concentrarme en la cultura japonesa.

Con el nihonga me ha pasado como con los wagashi: ni uno ni otro me gustaban al llegar, me parecían los dos empalagosos. Wagashi son los dulces japoneses, elaborados a base de pasta de judías, arroz, patatas, boniatos… La raíz 和, –wa-, indica que algo es esencialmente japonés: washoku, comida japonesa; wafukum, ropa japonesa; waka, poema japonés; washi, papel japonés; wagashi, mis queridos dulces japoneses. 和 significa también armonía, y ese juego etimológico hace que Japón sea, de algún modo, “el país de la armonía”.

Nihonga no significa más que “arte japonés”, pero se usa de manera más restringida para referirse al arte japonés moderno hecho a la manera de siempre: con los materiales y las técnicas de su arte clásico, las del yamato-e sobre todo. Los temas pueden ser modernos, son la técnica y los modos de trabajo lo que importa: tintas y pigmentos sobre pergamino de washi —papel japonés, ya les decía— o de eginu —lienzo de seda— frente al óleo sobre lienzo característico, en el mejor de los casos, de nuestra pintura occidental. La pintura negra se ejecuta con sumi —tinta china— hecha de hollín mezclado con un pegamento de espina de pescado o piel de animal; y los colores con pigmentos obtenidos a partir de ingredientes naturales: minerales, conchas, corales y hasta piedras semipreciosas como malaquita, azurita o cinabrio. Tanto la preparación de los pigmentos como de la base sobre la que se aplicarán en el papel o la seda siguen también técnicas tradicionales.

"Yasuda no necesita muchos trazos para pintar a Tanizaki, y uno siente —yo siento— que lo deja ahí clavado para siempre"

El arte nihonga surgió cuando el esfuerzo de Bunmei kaika —“ilustración y civilización”—, es decir de occidentalización, característico de la época Meiji llevaba ya unos años en marcha y parecía querer arrumbar toda muestra de cultura japonesa. La reacción vino curiosamente de un norteamericano de origen, y nombre, catalán, Ernest Fenollosa, y de un japonés que había estudiado fuera y hasta escribía sus libros en inglés, Tenshin Okakura —La ceremonia del té es un clásico—. Ellos fueron los primeros en dar la voz de alarma ante la pérdida que se estaba produciendo de maneras, formas y métodos de siglos del arte japonés por una tonta obnubilación con lo occidental.

Mi pintor nihonga preferido, tal vez mi pintor japonés preferido tout court, es Yukihiko Yasuda (1884-1978). Me encantó el retrato de Tanizaki que descubrí una tarde en la Galería Conmemorativa Toshima Yasumasa de Tokio. Las ocasiones que juntan a dos maestros y uno se pone al servicio del otro me conmueven especialmente: la composición Rothko Chapel de Morton Feldman, Pictures from Brueghel de William Carlos Williams, La casa de Hokusai de Chillida, la canción Le baiser Modiano de Vincent Delerm, Take the Coltrane de Duke Ellington, El malogrado de Thomas Bernhard o El perseguidor de Cortázar, Lectura de John Cage, de Octavio Paz:

John Cage es japonés
   y no es una idea:
es sol sobre nieve.

Yasuda no necesita muchos trazos para pintar a Tanizaki, y uno siente —yo siento— que lo deja ahí clavado para siempre, el carácter tanto o más visible que el aspecto. Es lo que hacen los buenos retratistas. Otto Dix dijo que a diferencia de las fotografías, que apenas muestran aspectos momentáneos, “sólo el pintor puede ver y plasmar la totalidad”. Antonio Roda, el pintor valenciano que se quedó a vivir en Colombia, tampoco necesitó muchos trazos para dejarme igualmente clavado en el retrato a lápiz que me hizo hace años.

"Yamato-e es, por cierto, la manera en que a finales de la Era Heian se dio a llamar al arte propiamente japonés, como contraposición al kara-e, la manera china como hasta entonces se pintaba"

Yasuda fue discípulo de Okakura en la primera década del siglo XX, integrante de lo que se considera su segunda promoción de alumnos, junto a Kokei Kobayashi, Seison Maeda, Shikō Imamura y Gyoshū Hayami, formados todos ellos en la tradición del yamato-e que floreció durante los periodos Heian y Kamakura, con sus colores fuertes, su calidez y la suavidad de sus contornos. La primera promoción provenía, en cambio, de la tradición Kanō. Una y otra, Yamato-e y Kanō, son los dos estilos principales de la pintura japonesa clásica.

Yamato-e es, por cierto, la manera en que a finales de la Era Heian se dio a llamar al arte propiamente japonés, como contraposición al kara-e, la manera china como hasta entonces se pintaba. Yamato era como se llamaba entonces a Japón, como Nihon a finales del XIX, así que uno y otro término, yamato-e y nihonga significan lo mismo y denominan fenómenos similares separados únicamente por novecientos años de distancia.

Como me interesa y he escrito sobre Chanoyu, la ceremonia del té, sublimación de una cierta manera japonesa de ver el mundo, la pintura de Yasuda que más me atrae sea quizá Chashitsu —Casa de té; espacio para la ceremonia del té—, que posee el Museo Prefectural  de Fukushima.

Yasuda no fumaba ni bebía, su gran placer era el té y había tomado incluso clases de Chanoyu. Toshiko Shikimori, su profesora, llevaba 21 años estudiándola y practicándola cuando la retrató en este homenaje a la ceremonia. Aparece con los utensilios más importantes: el hishaku, el cucharón de bambú con que ha sacado agua caliente de la cazuela de barro, kama, y la ha vertido en el chawan de estilo Kōrai, procedente de Corea, que está a punto de depositar frente al invitado. Junto al kama queda el mizusashi para el agua fresca, de estilo Oribe, y delante el chashaku con que ha cogido dos cucharaditas de matcha del usucha-ki, la cajita donde se guarda y que en la pintura es roja, y el chasen con que ha batido para conseguir la textura musgosa que diferencia el té verde de la ceremonia de un té normal. Un crítico le afea que el té verde de Yasuda no refleja suficientemente esa textura. Y añade que lo avergonzaba al parecer que el brazo derecho de la maestra aparezca deformado: temía que alguien pudiera pensar que ella hacía un movimiento indebido.

"Kawabata era un gran amante del arte y solía ir a casa de Yasuda a mostrarle las piezas que compraba. Hace unos años circuló por varios museos una exposición de su colección"

Toshiko san provenía de una familia de árbitros de sumo durante generaciones —Shikimori significa “guardián de la ceremonia”— y hasta escribió un librito con sus recuerdos de su padre, Shikimori Kagyu (1875-1946). Los árbitros de sumo alcanzan grados y se clasifican por categorías del mismo modo que los luchadores. El grado más importante en la escala es Tate-gyōji y hay dos solamente. Se los llama Shikimori Inosuke y Kimura Shōnosuke y heredan el puesto cada vez que alguno se jubila a los 65 años. Uno y otro llevan una daga en su cinturón, recuerdo de los tiempos en que se esperaba que se suicidaran si cometían un flagrante error de juicio. Hoy se espera simplemente su dimisión, que la Asociación Japonesa de Sumo no suele aceptar.

Sí aceptó en cambio recientemente la del 40º Shikimori Inosuke, acusado de haber agredido sexualmente a un árbitro joven —intentos de besarle y toqueteos— en estado de embriaguez. Así que en enero de 2019 accedió al puesto uno nuevo, Hideki Imaoka de nombre real, el 41º en la lista.

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Es con Kawabata con quien Yasuda tenía una relación estrecha, sin embargo, pese al retrato de Tanizaki por el que lo he conocido. He ahí a los dos grandes escritores japoneses del siglo XX, Tanizaki y Kawabata. Yasuda ilustró las cubiertas de las obras completas de Kawabata que se editaron entre 1948 y 1954: yo espero encontrar algún ejemplar y sumarlo a mi biblioteca, aunque no pueda leerlo.

Kawabata era un gran amante del arte y solía ir a casa de Yasuda a mostrarle las piezas que compraba. Hace unos años circuló por varios museos una exposición de su colección: muchas pinturas de Kaii Higashimaya, dos de Ryushei Kishida, entre ellas una Reiko sonriente, hasta una Mujer con velo de Picasso. También las que hizo Yasuda para las portadas de obras completas o Kokei Kobayashi para Mil grullas.

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Kaburaki Kiyokata (1878-1972) es mi otro pintor nihonga favorito. El MOMAT montó a finales de 2019 una exposición maravillosa para mostrar un tríptico que acaba de comprar, tres cuadros bijinga, como se llama en arte japonés a las pinturas de mujeres bellas. Bijinga, retratos y pinturas históricas eran sus temas preferidos.

Tres pinturas grandes en pergamino de seda, tres mujeres en otros tantos barrios del shitamachi, la ciudad baja de Tokio: Tsukiji Akashi-cho, Shintomi-cho y Hama-cho Gashi. Tres piezas excelentes, mi favorita la de Tsukiji, que se muestra en el centro, una mujer alta, ataviada con discreta elegancia medio occidental. Es la primera que pintó, en 1927, y sin embargo la que resulta más moderna a causa de su atuendo. Las otras dos, de 1930, parecen más clásicas, más cercanas a las figuras a que nos tiene acostumbrados el ukiyo-e decimonónico. No llega a ser una modan gāru (“modern girl”, escrito y pronunciado a lo japonés), como la de Koka Yamamura de apenas unos años después (1935) que veo en en la colección del Museo de Arte de Yokohama.

Lo que más me gusta de la exposición de Kiyokata es la serie “Monthly Manners and Customs of the Meiji Period” —Calendario de maneras y costumbres del periodo Meiji— (1935), doce rollos de seda, a uno por mes. El género se llama tsukinami-e, pinturas que reflejan escenas relacionadas con los meses del año; y es una de las categorías más importantes del yamato-e, junto con shiki-e, pinturas de las cuatro estaciones, y meisho-e, las de lugares famosos como las célebres Vistas del monte Fuji de Hokusai.

Los doce meses de esta versión nihonga del tsukinami-e son:

  1. Karuta (juego de cartas), enero
  2. La mansión del ciruelo, febrero
  3. Lección, marzo
  4. Contemplación de la sakura, abril,
  5. Baño con fragancias de hojas de shobu, mayo
  6. Pescadero, junio
  7. Linternas para la fiesta de linternas, julio
  8. Heladería, agosto,
  9. Día de tormenta, septiembre
  10. Larga noche, octubre
  11. Box seat, noviembre
  12. Noche de nieve, diciembre

En Contemplación de la Sakura dos señoras miran atentamente las flores que acaban de brotar del cerezo, un gesto que siguen haciendo cada primavera millones de japoneses, embelesados una y otra vez por las flores que salen y apenas durarán una semana, poco más, signo, representación y recuerdo de la fugacidad de la vida. Pero me gusta más Lección, la pintura de marzo: dos mujeres también, una enseñando a la otra a tocar el shamisen. Están junto a la ventana y apenas asoman unas primeras flores, no sé si de cerezo o de ume, el ciruelo que florece antes. Apenas un atisbo en que no sabemos muy bien si ellas se fijan o no, concentradas en la lección de música que da título a la pintura.

"Kamakura está ligada a dos de los creadores japoneses que más me gustan, Ozu y Kawabata"

La vista de las flores se percibe mejor a través de la ventana que la enmarca. “¿Se ha fijado en que un trozo de cielo percibido desde un ventanuco o entre dos chimeneas, dos rocas o una galería da una idea más profunda del infinito que el gran panorama visto dese la cima de una montaña?”, pregunta Baudelaire en su carta a un amigo.

Avez-vous observé qu’un morceau de ciel aperçu par un soupirail, ou entre deux cheminées, deux rochers, ou par une arcade, donnait une idée plus profonde de l’infini que le grand panorama vu du haut d’une montagne?…

Eso, por cierto, es lo que lleva años haciendo James Turrell, ayudando a ver el cielo a través de ventanucos que inserta —¿se puede insertar un hueco?, ¿es la manera de decirlo?— en el techo. Hay una instalación así en PS1 en Nueva York, pero la mejor tal vez está en Japón, House of Light en Nīgata. Yo he tenido la suerte de que hiciera buen tiempo cuando fui y se pudiera abrir la claraboya que cierra el trapecio abierto al cielo. Ahí nos tumbamos al anochecer y amanecer a ver durante casi una hora cada vez cómo el cielo cambiaba de color, o cómo cambia más bien nuestra percepción del color del cielo a medida que cambia el color del marco a través del que lo vemos, una maravillosa experiencia casi indescriptible.

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Aprovecho un viernes festivo para ir una vez más a Kamakura. Me bajo siempre en la estación de Kita-Kamakura, donde empieza Primavera tardía; me gusta pensar que comienzo mi paseo de manera parecida a cuando Setsuko Hara se dirige a la ceremonia del té en Kencho-ji. Kamakura está ligada a dos de los creadores japoneses que más me gustan, Ozu y Kawabata.

Ozu está enterrado aquí, en Engaku-ji, el primer monasterio que uno se encuentra al salir de la estación, y busqué un día su tumba ayudándome de las indicaciones que alguien ha colgado en internet. Nada lo indica en el cementerio, esto no es Père Lachaise o Montparnasse, no hay una guía o un plano, pero ahí estaba, llena de flores y con una botella de sake encima, homenaje sin duda a lo mucho que esta bebida importa en su cine.

Avanzo en dirección a Kamakura. A la entrada de Jōchi-ji doy con un personaje que ha montado un pequeño festival de tráilers en una tienda de campaña. “Son como haiku”, dice, y me cuenta que Ozu vivía al lado. Cuando peregriné en busca de su tumba no sabía que también había vivido por aquí y la posibilidad de ver su casa, aun desde fuera, me emociona. No se puede entrar, recalca mi informante, pero está junto a una que veré marcada como Ogura. Quito el bambú que marca que es terreno privado y entro, pese a todo. Atravieso un túnel tosco excavado en la montaña y llego a un pequeño paraíso con riachuelo con pececitos rojos y todo. Hay varias casas. La de la izquierda, me dirá el personaje cuando vuelva, era la de Ozu, y a la derecha vivía la pintora Yuki Ogura.

"Otoko y Keiko, las protagonistas de Lo bello y lo triste, mi novela de Kawabata preferida, hablan una noche de la posibilidad de que aquella, la maestra, pinte un retrato de su discípula y amante"

No sabía nada yo de Yuki Ogura (1895-2000) y resulta que la señora que vivía al lado de Ozu es una de las más importantes pintoras nihonga. Se instaló en Kita-Kamakura en 1938. En internet encuentro su pintura más famosa, Mujeres en el baño, dos mujeres en un sento, la tradicional casa de baños japonesa.

Onsen son los baños de aguas termales, en la naturaleza casi siempre, elemento importante en mi lista de sitios preferidos de Japón —junto con los kissaten, los bares de jazz, las tiendas de discos, los jardines de piedra, los restaurantes de soba—; sento, en cambio, los baños de agua del grifo, digamos, que no brota de la tierra sino que hay que llenar como cualquier bañera, y están sobre todo en las ciudades. Era la manera de bañarse antes, cuando no había agua caliente y duchas en las casas, y por eso van quedando menos ahora que ya no son necesarios. A mí no me gustan demasiado, nada que ver meterse en una tina con otros cuantos ciudadanos que sumergirse en agua termal en el campo rodeado de árboles o de nieve.

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Otoko y Keiko, las protagonistas de Lo bello y lo triste, mi novela de Kawabata preferida, hablan una noche de la posibilidad de que aquella, la maestra, pinte un retrato de su discípula y amante. ¿Cómo hacer algo apropiado para una joven moderna?, se pregunta, y recuerda los retratos que Ryusei Kishida hacía de su hija Reiko. “Eran óleos o acuarelas minuciosamente dibujados en un meticuloso estilo clásico influido por Durero: algunos parecían pinturas religiosas. Pero Otoko había visto uno muy raro, en colores claros sobre papel chino, que mostraba a Reiko con una falda roja y desnuda por encima de la cintura. Estaba sentada en una pose formal. No puede decirse que fuera una de las obras maestras de Ryusei, y Otoko se preguntó por qué habría retratado a su propia hija de esa manera, en una pintura de estilo nihonga cuando pintaba normalmente al modo occidental.”

Ryusei Kishida (1891-1929) representa la corriente opuesta al nihonga: yōga, la pintura japonesa de estilo occidental. Es un pintor difícil de clasificar, que evoluciona del post-impresionismo que seguían o imitaban sus compañeros de fatigas a ese interés creciente por el renacimiento flamenco y alemán, Durero especialmente, que señala Otoko y fue con los años incorporando influencias del estilo japonés o el arte chino que explican quizá ese aire nihonga que las pintoras de Kawabata no entendían.

Desde que leí Lo bello y lo triste estoy atento a encontrar obras suyas. Aprovecho la visita a la exposición de Kaburaki Kiyokata en el MOMAT para ver la colección permanente y encuentro un par de piezas suyas. Me impresiona la explicación en una de las cartelas que acompañan: “Pintó este autorretrato el 9 de abril de 1914, el día antes de que naciera Reiko. Su mujer Shigeru se quejaba de los dolores de parto y Kishida, irritado, le gritó que se callara.” Esa hija a punto de nacer, Reiko, será luego el tema que más se repita en su obra, junto consigo mismo. Empezó a pintarla en 1918, cuando ella cumplió cinco años —contados a la manera oriental— y él 24, y continuó retratándola sin cesar hasta 1924. Me topo con retratos de Reiko-chan y autorretratos de museo en museo: el Nacional de Tokio, el de Gifu, el de Arte de Tokio (MOT), el MOMAT, el de Kamakura. No he encontrado todavía sin embargo ni logrado saber dónde está Reiko desnuda, el retrato de “Reiko con falda roja y desnuda por encima de la cintura”.

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