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Estímulo y censura, de Ibon Zubiaur

Estímulo y censura, de Ibon Zubiaur

El autor de este ensayo, residente veinte años en Alemania, donde impartió clases de Literatura Española en la Universidad de Tubinga, nos entrega la introducción a esta aproximación al sistema literario de la RDA.

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El debate sobre la censura viene recobrando una actualidad insospechada en los últimos años. La expansión de los llamados «medios sociales» en Internet, aclamados en su momento (de forma bastante acrítica) como agentes privilegiados de la democracia, se ha revelado como un caldo de cultivo sin precedentes para la difusión de fake news, mensajes de odio, teorías conspiranoicas y chifladuras esotéricas que amenazan no ya la convivencia, sino hasta la salud física de amplios grupos de población, como ha puesto de manifiesto la pandemia del coronavirus.

Quizá nada resulte más revelador del cambio de tendencia en el debate: hoy son las voces de la derecha más beligerante las que denuncian una supuesta «censura» a sus posiciones (supuestamente mayoritarias) por parte de una «dictadura de opinión» copada por sus enemigos (izquierdistas y feministas, sobre todo). Es importante recordar que la crítica a determinados discursos políticos no supone censura. Pero una sociedad que se reclama democrática tampoco puede eludir preguntarse por la legitimidad de la sanción o prohibición de esos discursos cuando caen en el ámbito punible del delito de odio, o por el modo de poner coto a la difusión en foros públicos de amenazas, bulos o insultos. Si juzgamos intolerables las campañas de una asociación ultracatólica que en su busca de notoriedad y crispación no vacila en despreciar a un colectivo tan vulnerable como el de los niños trans, nos corresponde plantear, desde una perspectiva abierta y rigurosa, la cuestión de la naturaleza y los límites de la censura y de su compatibilidad o no con los principios democráticos.

El modelo liberal siempre ha brindado una respuesta a esa cuestión que entre sus ventajas cuenta la de ser sencilla y operativa. En palabras de Robert Darnton, autor de un importante estudio histórico, «la censura, tal como yo la entiendo, es esencialmente política y ejercida por el estado». Las experiencias totalitarias del siglo XX dejan clara la necesidad de una alerta especial frente a las tentaciones monopolísticas del Estado. Pero ¿qué ocurre cuando el estado no detenta (ni puede aspirar técnicamente a detentar) el monopolio informativo? ¿Qué puede alcanzar la censura estatal en la «sociedad de la información» de nuestro tiempo, y a qué canales recurre el ciudadano medio en esta? El grueso de la información consumida en el mundo circula hoy día por canales privados, y aunque la supresión de ciertos contenidos sigue jugando un papel controvertido, cada vez queda más claro que los mecanismos manipulativos preferentes son la focalización y la saturación. En palabras de uno de los ensayistas más influyentes de estos últimos años:

En el pasado la censura funcionaba bloqueando el flujo de información. En el siglo XXI, censura significa abrumar a la gente con informaciones irrelevantes. La gente simplemente no sabe a qué debe atender, y a menudo pierden su tiempo ocupándose de aspectos secundarios. En tiempos anteriores el poder significaba tener acceso a datos. Hoy el poder significa saber qué se puede ignorar.

La República Democrática Alemana (RDA), el efímero país nacido de la partición del Reich tras la Segunda Guerra Mundial, ha quedado en el imaginario colectivo como un ejemplo insuperado de sociedad sometida a censura. En el sentido de Darnton lo fue: el régimen de la RDA quiso arrogarse el monopolio de la censura, y la ejerció básicamente con motivación política. Este trabajo analizará la práctica de esa censura en el ámbito de la literatura de ficción y cómo se desenvolvió esta bajo tales condiciones.

Más de tres décadas después de su absorción por la República Federal Alemana (RFA), ya no cabe presuponer conocimiento de la historia que encierran las siglas RDA. Hubo un tiempo en que no hacía falta explicarlo: fue la décima potencia industrial del mundo, acumuló cientos de medallas olímpicas (aunque fuera mediante el dopaje sistemático, en un contexto de por sí muy laxo con el dopaje), y llegó a ser sin duda el país socialista con mayor nivel de vida (aunque gran parte de sus ciudadanos lo hallase insuficiente). No estaba llamado a serlo: su fundación fue una anomalía, un producto imprevisto de la Guerra Fría y una respuesta a la fundación de la RFA en 1949 a partir de las zonas de ocupación norteamericana, inglesa y francesa. Contraviniendo los acuerdos de Potsdam, los aliados occidentales y una parte de la clase política alemana en sus zonas (porque se trató de una opción de lo más controvertida) prefirieron anclar su territorio en el sistema de defensa occidental al precio de renunciar a la zona de ocupación soviética, que se vio abocada a constituirse como país cuando le faltaban las condiciones para ello (la cesión de la Silesia a Polonia, en particular, había privado al este de Alemania de su autonomía energética). No ocurrió lo mismo en Austria, cuyo estatus tras la guerra era básicamente idéntico (con el país y la capital divididos en cuatro zonas de ocupación, como refleja la película El tercer hombre): su opción por la neutralidad hizo posible la retirada de las tropas soviéticas y la instauración de una democracia parlamentaria de libre mercado.

La RDA nunca superó ese defecto de origen y fue hasta el final un protectorado soviético, sujeto a la eventualidad de que la potencia ocupante decidiera sacrificarlo por conveniencia geopolítica (como finalmente ocurrió). Jamás gozó de apoyo mayoritario entre la población, y sus dirigentes siempre dieron por descontada esa desconfianza, que está a la base del carácter dictatorial del régimen: los testimonios de los primeros años tras la guerra hablan abiertamente del reto de transformar con un puñado de comunistas leales una sociedad que en un porcentaje abrumador había sido cómplice del nazismo.

Su dimensión represiva, con todo, ha de ser leída en su justa medida. Aunque el discurso dominante en Alemania ha consistido desde la «reunificación» en endosarle a la RDA la etiqueta de «Estado totalitario» y «Estado injusto» (Unrechtstaat, término que antes se reservaba al régimen nacionalsocialista), es necesario recordar que ya Hannah Arendt, en quien dicen inspirarse quienes manejan con pasmosa alegría la etiqueta de «totalitario», quiso dejar claro que esta no era aplicable a la RDA en el sentido en que la empleaba ella. Conviene recordar asimismo que la RDA jamás emprendió una guerra de exterminio contra ningún otro país, ni deportó a grupos enteros de población, ni llevó a cabo nada remotamente comparable a un genocidio; cualquier intento de equiparación entre sus crímenes y los del nazismo resulta directamente indecente, lo que no exime de atender a la medida real de su represión.

Se estima que la RDA encarceló por motivos políticos a entre 175 000 y 231 000 personas a lo largo de sus cuarenta años de existencia, la gran mayoría de ellas durante la durísima década de 1950. El número de presos políticos decreció notablemente desde entonces: en los años 60, Amnesty International estimaba en sus informes anuales unos 6000 «presos de conciencia» al año en la RDA, entre 3000 y 4000 en los 70, y unos 2000 a finales de los 80, de los que el 90 % era gente que había solicitado o tratado de abandonar el país (en lo que constituye un caso especial de perfidia: eran personas que solo querían emigrar). Son cifras terribles y reprobables sin ningún tipo de paliativo, pero que no permiten hablar de un terror generalizado: quedan muy por debajo de las cifras actuales de presos políticos en países miembros de la OTAN como Turquía, y por supuesto del celo asesino de las dictaduras del Cono Sur en las décadas de 1970-1980. Al debe del régimen de la RDA hay que sumar ciertamente los llamados «muertos del Muro» (unos 140) y las 1276 personas fallecidas en el mar Báltico al tratar de huir del país. Claro que una época como la nuestra, en la que cada año se ahogan más fugitivos en el Mediterráneo, debería invitar a la cautela: sin duda hay una diferencia formal entre no dejar salir y no dejar entrar, pero para el que huye y muere en el intento no deja de ser un tanto jesuítica; muchísimos ahogados de hoy soñarían con una vida en paz como la que disfrutaron los ciudadanos de la RDA. La República Democrática Alemana fue un régimen dictatorial y en sentido estricto un Estado injusto, pero elevarlo a ejemplo de estado totalitario tiene más de ideológico que de fundado en un análisis comparativo.

Es importante tener en cuenta que el descenso de la represión directa se produjo en paralelo al aumento proporcional de la vigilancia por la Seguridad del Estado (Stasi, apócope de Staatssicherheit). Se destaca una y otra vez que la penetración de la Stasi en la sociedad de la RDA, medida por el número de colaboradores oficiales e informales, multiplicaba con mucho la de la Gestapo en los doce años del nazismo. Pero a este dato le subyace un hecho descorazonante, y es que el régimen nazi concitó de principio a fin más simpatías y adhesiones que las que llegó a gozar nunca la RDA, y las denuncias y la vigilancia mutua bastaban para mantener a raya a una población que colaboró hasta el final de buen grado con el régimen. En la RDA, en cambio, los dirigentes del nuevo país tuvieron siempre muy presente que se enfrentaban a una población escéptica u hostil: el recelo que les merecía su propio pueblo (agudizado hasta la paranoia tras la revuelta de junio de 1953 y la de Hungría en 1956) se plasmó en la hipertrofia de la Stasi.

A la RDA la caracterizó, y desde el principio, el miedo. Los que llegaron a los sillones del gobierno desde la emigración, las cárceles y los campos obtuvieron el poder como regalo de los ocupantes. En Alemania no hubo una revolución, sino un desplome. El hijo de Hanns Eisler contaba cómo una tarde había salido a pasear con su tío Gerhart, un antiguo funcionario del Komintern que había regresado de los EE. UU. a finales de los cuarenta, seguramente por el Bunkerberg de Friedrichshain. Y el tío le explica al niño: «Ves, este es nuestro Berlín. Y en todas partes donde está encendiéndose la luz hay uno pensando en cómo cortarnos el cuello». La imagen de Alemania no era exagerada.

Paralelamente, el régimen trató de ir ganando credibilidad y arraigo mediante los logros y las conquistas inherentes al proyecto socialista: reforma agraria, industrialización del conjunto del país más allá de los núcleos existentes en Berlín y Sajonia, acceso a la educación superior y a puestos directivos de las clases trabajadoras, generoso apoyo a la cultura. La puesta en valor del proyecto, la invitación a implicarse en la construcción de una nueva sociedad, era precisamente la misión política que se atribuía a las artes y en particular a la literatura, enlazando con una tradición muy arraigada en el movimiento obrero alemán y todavía más en la Unión Soviética. El generoso apoyo público al arte y a la cultura ha sido siempre uno de los rasgos distintivos de los regímenes socialistas, y en la RDA nunca será posible disociar del todo lo que encerró de afán emancipativo y de voluntad de tutelaje, de estímulo y de censura. Aquí estudiaremos, sobre todo, cómo funcionaron en la práctica (y cómo fueron eludidos) los procedimientos de censura, pero en ningún momento hay que olvidar que la censura constituyó siempre el reverso de una moneda cuyo anverso era un sostenido apoyo público a la literatura. De entre todas las disciplinas artísticas, los escritores fueron de hecho los niños mimados del régimen, y en la política de palo y zanahoria que aplicaba el sistema de la RDA predominó siempre la zanahoria y la sencilla posibilidad de retirarla si los resultados no eran del agrado de la autoridad financiadora: un mecanismo que funciona igualmente bajo una economía de mercado, pero que adquiere una cariz constrictivo en una dictadura que se reserva el monopolio de autorización de las publicaciones.

Las represalias contra escritores más allá de la denegación de la publicación son el capítulo más amargo y sangrante de esa forma de tutelaje estatal. Fundamentalmente, consistieron en la retirada de privilegios y vías de financiación, podían extenderse a sus familias y llegar al ostracismo práctico, pero conviene ser muy cautelosos con los mitos que circulan al respecto. Darnton llega a afirmar que «en el punto álgido del estalinismo en los años 50 y 60 [sic], sobre muchos pendió la amenaza de la cárcel o de trabajos forzados como en el Gulag»; por desgracia no brinda ejemplos, y lo tendría difícil: el sistema de censura existía justamente para evitar recurrir a medidas tan drásticas. En su prolijo estudio sobre la Stasi y la literatura de la RDA, Joachim Walther habla de hasta 43 escritores encarcelados entre 1945 (la fecha es relevante, ya que la RDA se fundó en 1949) y 1990; el grueso de los que enumera (e incluye a periodistas, letristas de rock, cantautores y desconocidos) fueron detenidos por protestas o actos de disidencia política que ciertamente no serían punibles en un estado de derecho. Pero, dado que ya había un sistema de censura encargado de autorizar cada publicación, la única amenaza de cárcel que contemplaba el sistema fue la fijada en 1979 por la llamada «lex Heym» (se trató prácticamente de una ley ad hominem contra Stefan Heym) por publicar sin autorización en el extranjero, y nunca fue aplicada contra autores reconocidos.

La característica principal del sistema de censura literario, ciertamente, no fue la represión ni la eliminación de contenidos: antes bien hubo un esfuerzo destacado, como veremos, por fomentar el tratamiento de temas de actualidad sin desdeñar los conflictos, y el esfuerzo de control de ese tratamiento resulta indisociable del esfuerzo de estímulo. El resultado fue una literatura muy viva y sobre todo receptiva a las tensiones sociales en torno: esa cualidad seismo- gráfica explica el gran prestigio de que gozaron los autores señeros de la RDA, aunque también el envejecimiento que ha sufrido buena parte de sus obras tras la desaparición del mundo con que interactúan. Pero las mejores de ellas (las que lograron hacer literatura a partir de ello, y no mera sociología) fulgen hoy con una vibración que solo da el arraigo en una apuesta colectiva, y que no cabe hallar en los libros de historia o ciencias sociales germanoorientales del período, ni desde luego en su prensa, televisión o cine (sometidos todos ellos, como medios de comunicación de masas, a una censura mucho más estricta). La literatura de la RDA se mantuvo durante décadas como el ámbito más libre de debate público en el país y el más fecundo en el afrontamiento de conflictos, y los analistas coinciden en atribuirle el rol de una opinión pública sustitutoria. Uno de los historiadores eminentes de la RDA, Jürgen Kuczynski, no vacilaba en constatarlo al precio de tirar piedras contra su propio tejado:

Con qué claridad sentimos en cambio en nuestra literatura novelística el aliento de nuestra época. Sí, ¿no resulta curioso? Cuando los historiadores futuros quieran aprender algo acerca de nuestras luchas en la literatura impresa de nuestra época, tendremos que aconsejarles leer nuestras novelas, no nuestra literatura científica, no nuestra prensa.

Esa dimensión sociológica y política condicionó en todo momento la recepción de la literatura de la RDA. En su país de origen, por el ambivalente apoyo que le otorgó un régimen que se vanagloriaba de haber creado «el país de la lectura» (con generosas tiradas que no atendían a criterios comerciales y una imponente red de bibliotecas, casas de cultura, y ciclos de lecturas también en las fábricas) y la avidez con que el público acogía la obra de autores contemporáneos, en los que podía leer afrontamientos de sus problemas reales en torno con una franqueza que le escamoteaban los medios oficiales. Y desde la década de 1970 y la normalización de las relaciones interalemanas, también en la RFA, donde las editoriales se volcaron en publicar toda literatura del Este que se prestase a ser vendida como «disidente». A diferencia de sus homólogos rusos, checos o polacos, que fuera de las editoriales estatales de su país no disponían más que de sellos pequeños para la comunidad en el exilio, los escritores de la RDA contaron siempre con la existencia de un sistema editorial muy potente en la misma lengua y cultura, y aunque ya hemos visto y veremos que el régimen trató de controlar la publicación en la RFA, por razones de prestigio y desde luego también financieras (la venta de licencias era una forma de acceder a las preciadas divisas) tuvo que asumir esa vía de escape que acabó volviendo obsoletos sus mecanismos de censura.

Tras el giro político que condujo a la anexión de la RDA por la RFA, el grueso de los autores ensalzados previamente en los medios occidentales como «disidentes» se vieron de pronto sometidos a críticas acerbas. El punto de inflexión lo brindó la llamada «disputa sobre literatura» o Literaturstreit a raíz de la publicación del relato de Christa Wolf Lo que queda en 1990. El artículo de Ulrich Greiner en Die Zeit «Falta de tacto» dejaba claro el tono desde su comienzo: «Esta sí que es buena: ¿resulta que la literata estatal de la RDA fue vigilada por la Seguridad del Estado de la RDA?». La «falta de tacto» se la atribuía Greiner a la «literata estatal» (como tachaba repetidamente a Wolf) por no haber publicado su relato antes del día 9 de noviembre, cuando se abrió el Muro de Berlín: «Antes la publicación de este texto habría sido una sensación, que sin duda habría tenido como consecuencia el fin de la literata estatal Christa Wolf y posiblemente su emigración. Después su publicación ya solo es bochornosa». Numerosas voces de peso salieron a defender a Christa Wolf, pero entretanto la «disputa» había sido elevada a causa general contra la literatura comprometida. A los pocos meses, el mismo Greiner que especulaba sobre el coraje y las consecuencias de una publicación pasó a denunciar una «estética moral» (Gesinnungsästhetik) que habría venido acaparando el juicio crítico en la RFA: «Todo eso es pasado. Tuvo sin duda su necesidad, aunque de ahí no saliera buena literatura». Pero «esa estética es un grandioso malentendido. Hemos necesitado cuarenta años para darnos cuenta, y algunos necesitan más».

Lo que queda de aquel debate absurdo no es solo la deshonestidad intelectual de mandarines como Greiner, sino el propósito de silenciar toda una línea de literatura que aspiró a intervenir en la vida pública. Y, si prescribir una literatura comprometida (como quiso hacer el fenecido régimen de la RDA) resulta peligroso, aún más peligroso resulta proscribirla. Supone un doble escarnio que el sistema de censura de la RDA se emplease ahora para negar rango literario a los autores que hubieron de desenvolverse en él: una literatura surgida bajo condiciones de censura y vigilancia, según la falacia repetida sin pudor, no habría sido una literatura libre. La condena se extendió igualmente a las artes plásticas: el director del Museo Ludwig de Colonia Siegfried Gohr se empeñó en negar toda categoría artística a la pintura producida en la RDA, y el pintor Georg Baselitz fue solo más ordinario al proclamar que sus colegas orientales no eran sino «capullos»; la pregunta que se dirimió completamente en serio en Alemania en la llamada «disputa de los cuadros» (Bilderstreit) fue si el arte creado en una dictadura puede considerarse arte. Debería ser ocioso recordar en qué condiciones surgió el grueso del canon occidental: la experiencia de un país como España, que padeció cuarenta años de franquismo, bastaría para hacernos algo más inmunes a semejantes desatinos. Pero sí conviene consignar que la RFA, cuyo historial autoritario buscaba exorcizar todo ese afán proyectivo, no estuvo libre de mecanismos censores. Se ejercieron sistemáticamente en el cine hasta finales de los años 60: el organismo «independiente» con el orwelliano nombre de Autocontrol voluntario (sigue existiendo) prohibió o mutiló decenas de películas, incluyendo obras maestras hoy clásicas. Y para las publicaciones escritas, ante la garantía constitucional contra la censura previa, se instituyó un mecanismo de censura posterior con la Oficina Federal de Examen de Escritos Perniciosos para la Juventud (sigue existiendo), cuya labor reside en indexar obras «perniciosas»: concentró su celo en la «pornografía», pero también se prohibió alguna novela por «no reflejar adecuadamente la realidad social». Nada de esto autoriza a equiparar las formas de censura de un régimen democrático con las de una dictadura, pero sí invita a estar alerta frente a la autocomplacencia: la calidad democrática de una sociedad empieza a mermar en el momento mismo en que arrincona la autocrítica y se consuela proyectando sus demonios en países ajenos que le sirven así de chivo expiatorio.

En este estudio no se tratará ni mucho menos de reivindicar un régimen que no lo merecía, sino la literatura que produjo. Toda aproximación a la literatura de la RDA desde España parte de una gran dificultad de origen: la falta de traducciones. Salvo por la citada Christa Wolf y algunos libros puntuales en editoriales diversas, prácticamente no se ha traducido la literatura que produjo la RDA en sus cuatro décadas de existencia, que incluye varias de las mejores y más originales obras en alemán desde la Segunda Guerra Mundial. Tampoco hay casi bibliografía secundaria aprovechable. El estudio de Robert Darnton dedica más de un centenar de páginas al sistema de censura literario de la RDA, pero apenas se detiene en las obras mismas: su investigación se centra en los mecanismos censores de los años 80 a partir de documentación oficial en los archivos, lo que brinda una perspectiva ineludible pero sesgada. Mi investigación quiere devolver en cambio a los libros el protagonismo que nunca debieron perder. Como esos libros se desenvolvieron en un sistema de censura y este no solo ha condicionado su recepción, sino que condicionó también su surgimiento, me extenderé sobre sus peripecias con las diferentes instancias censoras. Frente al prejuicio que da por sentado que la RDA solo pudo producir libros tronchados y monocordes, veremos que la literatura de aquel país se caracterizó justamente por su pluralidad: no solo de propuestas literarias, sino de los resultados del pulso con los filtros censores. Los mecanismos de censura específicos de la RDA se mostrarán así como lo que fueron: el marco condicionante de una literatura audaz y comprometida, que se nutría en buena medida de la tensión con su contexto; un factor imprescindible para entenderla, pero que en absoluto alcanza para valorarla.

El principio metódico que ha guiado mi investigación es recurrir en lo posible a fuentes primarias. A la hora de reconstruir la historia del sistema de censura de la RDA me basaré también en los estudios secundarios mejor documentados, pero cuidando de añadir la visión de los protagonistas a través de cartas, diarios, memorias: solo así cabe aspirar a un panorama que haga justicia no solo a las huellas dejadas, sino a la vivencia subjetiva que las alimentó. Tras un análisis histórico del surgimiento, la consolidación y el final del sistema de censura que rigió en la RDA, emprenderé doce estudios de caso de doce novelas muy distintas entre sí, que ilustran la disparidad de suertes que podía correr un libro arriesgado en un sistema de filtros que pudo ser muchas cosas, pero que desde luego no fue ni «férreo», ni «sofocante», ni «monolítico», por nombrar solo tres de los adjetivos que suelen usarse sin conocimiento alguno de la materia. La selección de novelas abarcará las últimas tres décadas del sistema censor de la RDA (aquellas en las que puede considerarse afianzado) y aspira a ser igualmente plural: incluye algunos de los casos más significativos y estudiados de censura, pero también varias de las mejores novelas que produjo la RDA y un par de obras desconocidas hasta para los especialistas, que enriquecen la percepción de una praxis censora cuya aplicación se distinguió por ser sumamente heterogénea.

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Autor: Ibon Zubiaur. Título: Estímulo y censuraEditorial: Punto de Vista editores. Venta: Todos tus libros, Amazon, Fnac y Casa del Libro.

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