Más de 1.000 relatos se han registrado en nuestro concurso de cuentos navideños #cuentosdeNavidad, dotado con 2.000 euros en premios y patrocinado por Iberdrola. Desde el 2 de diciembre hasta el 5 de enero, hemos recibido historias en las que la Navidad ha cobrado el protagonismo desde todas las miradas posibles.
Jesús Navarro Lahera, con Juntos por Navidad, ha resultado ganador —con un premio de 1.000 €—; y Karen Marcos Paramio, con Estampa navideña, y Miguel Ángel Flores, con La apostante, han sido los dos finalistas—han obtenido 500 € cada uno—.
El jurado ha estado formado por los escritores Juan Eslava Galán, Juan Gómez-Jurado, Espido Freire, Paula Izquierdo y la agente literaria Palmira Márquez. A continuación reproducimos el relato ganador y los dos finalistas.
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GANADOR
JUNTOS POR NAVIDAD
Jesús Navarro Lahera
Andrés entró en la cocina, y con la ayuda de un guante sacó del horno el asador de barro en el que humeaba una paletilla de cordero. A continuación, lo puso sobre la encimera y se quitó el delantal, quedándose en mangas de camisa y pantalón vaquero. De fondo, mientras colocaba la carne en una fuente alargada, desde el comedor podía oírse la voz del presentador del especial de Nochebuena, que anunciaba la siguiente actuación.
Con la fuente en la mano, se dirigió a la entrada y se detuvo frente al espejo. Durante un instante, se miró los ojos irritados y la barba de más de una semana, y cambió el gesto serio por un amago de sonrisa. Aunque de pronto bajó la vista y negó con la cabeza al fijarse en la receta de Lorazepam que había junto a un informe del hospital.
Después, recorrió arrastrando los pies el resto del pasillo, cruzó la puerta del comedor y fue hasta la mesa, donde dejó la fuente con el cordero en medio de dos platos, con sus correspondientes copas llenas de vino, juegos de cubiertos y servilletas de color rojo adornadas con renos. Luego se dio la vuelta y se agachó hasta quedarse de rodillas delante del mueble en el que estaba el Belén.
Allí se dedicó a mover de sitio a algunos animales, como una pareja de patos, un rebaño de ovejas y un cerdo con sus crías. También adelantó las figuras de los Reyes Magos, a los que hizo cruzar el puente y los dejó justo frente al portal, entre dos pastores que parecían mirar extrañados el pesebre vacío, a excepción de la mula y el buey.
Asintiendo, introdujo la mano en uno de los cajones del mueble y sacó las figuritas del niño, la Virgen y San José. Entonces, en lugar de colocarlas en su sitio, se puso en pie y se quedó observándolas, a la vez que caminaba lentamente hasta el árbol de Navidad repleto de luces parpadeantes que había pegado a la ventana. Y solo apartó la vista de ellas para fijarla en dos regalos que, envueltos en papel de colores, descansaban junto a un par de patucos azules y una foto en la que estaban él y una mujer, abrazados y con una amplia sonrisa.
Dio un beso a las tres figuras y las dejó justo al lado de los regalos, y acto seguido, entre sollozos, regresó cabizbajo a la mesa, se sentó y cortó un trozo de cordero que se sirvió en el plato. Comió en silencio, con la mirada puesta en la carne, salvo para echar de vez en cuando algunas ojeadas al televisor, donde las imágenes de gente contenta vestida de fiesta se sucedían entre actuación y actuación.
Al cabo de media hora, y una vez se había comido toda la carne del plato, cogió una de las copas, la alzó y brindó con la que seguía apoyada en la mesa. Luego se la llevó a los labios, dio un largo sorbo y, con voz ronca, casi rota por la emoción, dijo:
―Por nosotros, cariño. Feliz Navidad.
Tras secarse con el dorso de la mano una lágrima que le acababa de nacer del ojo derecho, puso la copa en la mesa y se levantó. Solo apagó el televisor y la lámpara del comedor, y dejó encendidas las luces del árbol, que iluminaron con sus parpadeos multicolores los pasos que dio por el pasillo hasta llegar a la habitación.
Ya allí, y sin quitarse la ropa, se sentó en la cama y, a tientas, cogió el móvil que había encima de la mesilla e hizo una llamada. Como esperaba, le saltó el contestador, aunque le dio igual, ya que dejó un mensaje idéntico al de las siete noches anteriores:
―Te quiero, mi vida. Espero que el niño y tú estéis bien. Nos vemos en un rato.
Luego soltó el móvil, y con la misma mano abrió el cajón y sacó un frasco al que quitó la tapa sin esfuerzo. Después, muy despacio, se lo llevó a la boca y, en lugar de las dos pastillas que le habían recetado para dormir, esta vez lo vació por completo.
No hizo nada más, salvo tumbarse, girar el cuello y mirar a su izquierda, a la zona de la habitación donde estaba la cuna con la ropa de bebé a estrenar. Y así se quedó, con los ojos abiertos y una media sonrisa en los labios, mientras en su mente, como en las noches previas, volvía a reunirse con su hijo y con su mujer, a los que se fundió en un abrazo eterno antes de perder la consciencia.
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FINALISTAS
ESTAMPA NAVIDEÑA
Karen Marcos Paramio
Cuando mamá se levantó, nos miró a todos con una cara muy rara, como descompuesta.
—Creo que he perdido mi espíritu navideño en algún sitio —anunció.
Inmediatamente nos ofrecimos a ayudarla a buscarlo, así como estábamos, en pijama y con los panes de mermelada en la mano. No era un asunto que pudiera esperar.
Por supuesto, papá hubiera querido hacer grupos de búsqueda, numerados y con un capitán responsable del protocolo de acción, pero todos desaparecimos antes de que terminara de garrapatear su plan en una esquina de la revista de la tele. La tía pidió permiso para buscar en el dormitorio conyugal y el baño, relamiéndose por los otros secretos que allí podrían desvelársele. El tío insistió en buscar en el garaje, alegando que el piso del automóvil suele estar lleno de cosas caídas, pero todos sabíamos que solo pretendía prender la radio para escuchar las competiciones deportivas. La abuela, que es muy sabia, dijo que lo más importante durante una crisis es que haya comida disponible, y se fue a la cocina a trastear, ayudada por mi hermano, que no es de buscar, sino de crear él mismo lo que le falta.
Mientras tanto los primos querían revolver los otros cuartos, pero mi hermana abrió mucho los ojos en un gesto de horror y dijo que ella misma se encargaría. Los primos insistieron, pero al final conseguí ponerles los abrigos para que me ayudaran a buscar por el jardín, pues mamá pasa mucho rato entre las plantas. Entonces papá salió con nosotros, pensaba saludar a todos los vecinos, felicitarles las fiestas y preguntar si ellos habían visto algo. El abuelo se quedó repantigado en el sillón bueno, murmurando que algunas cosas vienen ellas solas cuando menos las buscas, y, estirando una mano hacia ella, añadió que además alguien tenía que quedarse a hacerle compañía a mamá, que se había dejado caer en el sofá pequeño, como falta de fuerzas.
Buscamos con dedicación un par de horas, y varias veces pareció que alguno de nosotros lo había encontrado, pero luego resultaba ser el calcetín desparejado desde hacía semanas, o aquella pieza del puzle que tanto nos hizo sufrir o el tesoro escondido para evitar miradas y manoseos y luego rápidamente olvidado. Al menos yo encontré semienterradas unas tijeras de podar rosas, que sí ayudaron a mejorar un poco la cara de mamá. Al final estábamos cansados de tanto buscar, y muy hambrientos, y como no nos lavamos bien las manos antes de comer, las toallas se llenaron de churretes que no se dejaban disimular.
Entre la abuela y mi hermano nos habían preparado un banquetazo, con los platos favoritos de mamá y del tío, y muchos aperitivos para picotear de aquí y allá y hacer pasar los platos de un extremo al otro de la mesa, entre risas, exclamaciones y retazos de conversación. Hasta mamá comió un poquito y el color comenzó a regresar a sus mejillas.
Queríamos seguir buscando el dichoso espíritu navideño después del postre, pero la verdad: estábamos cansados y antes de darnos cuenta ya nos habíamos quedado dormidos, apelotonados por los sofás y hasta alguno de los pequeños tirado por la alfombra, delante del árbol, sin importarnos los ronquidos de los otros ni los propios.
Cuando despertamos de la siesta, mamá se había arreglado. Ahora llevaba su vestido rojo y nos miraba con una sonrisa preciosa.
—Muchas gracias a todos por vuestra ayuda. Por fin lo he recuperado —explicó antes de abrazarnos y besarnos uno por uno.
También el abuelo sonreía y asentía con la cabeza, pues había tenido razón, y yo le di unas palmaditas en el brazo y una mirada cómplice, que a veces es mejor que decir algo.
Papá empezó a distribuir los grupos de fregado y secado de platos. Esta vez no hubo escapatoria.
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LA APOSTANTE
Miguelángel Flores
Ala tía Enriqueta, que era hermana de mi bisabuela, le tocó la lotería en cuatro ocasiones en su vida. Tantas como las veces que se casó. Pero una cosa no atraía a la otra, no, le tocaban los décimos y se le morían los maridos sin más. Así, a lo largo de su vida, se fueron alternando lutos y gordos de Navidad.
Yo la estuve visitando cada domingo, en una residencia donde la cuidaban como a una infanta, hasta que cumplió 101 años, que entonces murió como una reina. Lo hizo rodeada de sobrinos, sobrinos nietos, hijos de sobrinos nietos y demás sobrinos de diferente rango, que cada poco la visitaban.
—El dinero une mucho a las familias —respondía ella misma a las cuidadoras que alababan tanta visita, guiñándome un ojo.— Aunque, en el fondo, como todo el mundo, me iré sola, lo mismo que si no tuviera sobrinos ni un duro en el banco —añadía.
Y ahí no me miraba a mí. Ni a nadie. Se veía de sobras que se miraba hacia adentro.
La tía Enriqueta no tuvo hijos. Pero, como era tan avanzada que incluso vistió pantalón cuando aún era delito para las mujeres, nunca llegó a saberse si no quiso o no pudo. Al preguntársele sobre el tema, siempre respondía, para darlo por zanjado, que Dios prefirió que mejor que madre, fuera solo tía, que así podía abarcar mucho más.
Como si fuera el inicio de todo en su vida, comenzaba siempre hablando de su primer marido, de cuyo nombre hoy día nadie se acuerda. Muchos opinan que fue Torcuato, aunque hay otros que creen que ese nombre perteneció al tercero. Y es que ella hablaba de sus maridos como si solo hubieran sido uno. Uno solo con pequeñas pausas temporales. Llegándoles a intercambiar los nombres y los recuerdos atribuidos a cada uno, según llevara ella el día o le acudiesen ellos a la cabeza. Se llamara como se llamase, de su primer esposo contaba, eso sí lo tenía presente, que lo conoció un día de diciembre en la cola de Doña Manolita, la conocida administración de Madrid. Hasta ella cada año, desde bien jovencita, se desplazaba a comprar, habiendo ahorrado lo suyo sirviendo en casas, su décimo de Navidad. Pero eso fue mucho antes de que estallara la guerra, que fue la que se lo arrebató de un balazo en el pecho; en el mismo que hasta entonces, le gustaba recalcar, solo había reinado ella. Al parecer, aquella tarde fría de otoño él le pidió la tanda y ella, al girarse, se la dio junto a una sonrisa de anzuelo donde él irremediablemente picó. Y le tuvo colgado del mismo dulce gancho hasta que, en el frente, lo descolgaron miserablemente del disparo. Contaba que cuatro días después de que le tocara la lotería, le trajeron desde el frente la noticia de su muerte. Él nunca llegó a saber que se iba de este mundo siendo afortunado dos veces. Solo supo de una, la de haber conocido a esa mujer a la que la vida le rebosaba por los ojos, las manos y las comisuras de la boca.
Así, el destino en una semana la hizo rica y viuda. Y a partir de ahí la fortuna y la desgracia se fueron alternando en su existencia.
—Aunque los otros tres siguientes se me murieron de cosas más mundanas. Vamos, de lo típico que se mueren los maridos cuando hay paz: de infartos y cosas así —decía con su forma tan particular de ver y contar las cosas.
Al menos, en las demás ocasiones en las que le tocó la lotería, sí tuvo oportunidad de gozar de su buena fortuna con el marido de turno.
—Y viceversa —apostillaba ella con picardía.
A los tres últimos, resumía, los disfrutó sin distinción, como una prolongación del primero, y a los premios, igual. Eso sí, jamás perdió la ilusión por arriesgar. Ni en el juego ni en el amor. Y, haciendo balance, la tía Enriqueta alardeaba de sentirse muy afortunada, pues, según sus palabras:
—De todas mis apuestas, en cierta manera, solo cuatro veces perdí: las que enviudé.
El día que abrieron su testamento, asistimos más sobrinos de los que yo tenía el gusto de conocer en persona. De algunos, muy pocos, solo conocía remotamente del día que nacieron; pues de todos ellos, la tía siempre presumió recordar cada una de las fechas de nacimiento. Y las recitaba seguidas y en orden de mayor a menor, sin cometer un solo error, a quien las quisiera escuchar, cuando la visitabas.
Cuando se procedió a su lectura, la difunta, tan particular e imprevisible como siempre, había dejado dispuesto que, a cada sobrino, ostentara el nivel que ostentase, se le hiciera llegar de por vida un décimo de lotería para el sorteo del 22 de diciembre; y que, cuando ellos faltaran, esta gracia pasara a sus descendientes. Por lo visto, y según las cuentas, aquello podía dar para muchas, muchas generaciones. Tras el desconcierto general, con la decepción súbita en los rostros de mis parientes y en el mío propio, el notario continuó leyendo. La tía Enriqueta consideraba, y así había añadido para acabar sus últimas voluntades, que ella, que siempre se sintió agraciada y agradecida, lo más valioso que podía dejar y hacer por aquellos que había amado, como a los hijos que nunca tuvo, era regalarles ilusión a perpetuidad.
Mil gracias a Zenda y al reconocido jurado por este segundo premio.
Era la tercera vez que era seleccionado, pero la primera que recibo premio.
Tan contento, o más, como un sobrino de la tía Enriqueta. GRACIAS.
Y mi gran enhorabuena a Karen Marcos y a mi amigo Jesús Navarro. Merecidísimos, ambos premios.
Mil gracias, querido Miguelángel. Enhorabuena también a ti y a Karen Marcos por vuestros excelentes relatos. Un abrazo
Felicidades a los tres. Premios muy merecidos.
Mierdon mesopotámico
Está en el Fausto: a veces tenemos la oportunidad de ser malos y triunfar o ser buenos y fracasar.
Y no lo toméis a mal. No es por vosotros. Vuestros relatos están bien ensamblados. Es por Groenlandia. Y Elon, y Donald, y Mark, y Bill.
¡Ah, sí! Y el protagonista de Libertad, ese tal Jeff.
Muchísimas gracias a Zenda y a los miembros del jurado. Me hace una ilusión enorme este premio, y me anima a seguir creando historias. Por favor, continúen esta labor que tanto fomenta la creatividad, la lectura y la escritura, lo que, sin duda, hará de este mundo un lugar mejor donde vivir. Un abrazo muy grande
Le falta… Al jurado le falta…
Felicitaciones para los tres. Enhorabuena!