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Ganador y finalistas del concurso de relatos #septiembre

Ganador y finalistas del concurso de relatos #septiembre

Hasta 1.283 relatos se han registrado en nuestro último concurso, #septiembredotado con 2.000 euros en premios y patrocinado por Iberdrola. Desde el día 3 hasta el 21 de septiembre, hemos recibido historias sobre principios y comienzos, el adiós al verano y la llegada del otoño.

Javier Gambín Murcia, con Receta familiar del dulce de membrillo, ha resultado ganador —con un premio de 1.000 €—; y Gonzalo González Ugidos, con Y en septiembre los funerales, y María Raquel Hernández González, con Tacones en la arena, han sido los dos finalistas—han obtenido 500 € cada uno—.

El jurado ha estado formado por los escritores Juan Gómez-Jurado, Espido Freire, Paula Izquierdo y Miguel Munárriz. A continuación reproducimos el relato ganador y los dos finalistas.

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RECETA FAMILIAR DEL DULCE DE MEMBRILLO

Javier Gambín Murcia

Las primeras lluvias, que son leves y dispersas, acaban con los últimos higos de la temporada. Marchitan las hojas y desnudan poco a poco la higuera, y su esqueleto retorcido y gris anuncia el frescor de las noches y el relente que colorea las naranjas y hace ensanchar a las manzanas, y que al membrillo lo viste de un oro aterciopelado antes de desprenderse del árbol.

Es un fruto tan delicado que el más leve golpe ennegrece su piel, y el viento más suave lo arranca de su rama. Debe recogerse cuando no hay luz y, una vez cosechado, dejarse reposar un par de noches para que se suavice.

El membrillo es el hermano bastardo de la manzana. Madura mucho antes, y su sabor es muy amargo. Sus formas son abultadas y su corazón es tan duro como la madera. Para el dulce de membrillo retiraremos el corazón, que supone casi la mitad del fruto. Aunque resulte tentador separar solo la semilla y esperar que el resto se ablande, esto no ocurrirá. Se confitará, pero llenará nuestro dulce de partes sólidas que no son agradables. Por eso debemos separar el corazón cuidadosamente.

Al ser tan amargo, necesitaremos un kilogramo de azúcar por cada kilogramo de carne de membrillo. Para facilitar la cocción debe cortarse en pedazos menudos y dejarse macerar con el azúcar durante todo un día.

Mi padre se pasó toda la vida hablándonos de un verano que nunca llegó. Nunca era el mismo. Podía ser un campamento, un viaje a Italia, unas vacaciones en el Algarve… Nunca era el mismo y nunca llegó. Así que todos los veranos eran tediosos y decepcionantes, y el final, la vuelta al colegio, era especialmente triste porque, aunque sabíamos que serían otras vacaciones más sin cumplir su promesa, en nuestro interior lo negábamos hasta el último momento, hasta el día en que volvíamos a preparar la mochila. Es justo en esa fecha cuando el membrillo madura. El dulce de membrillo que preparaba mi madre era lo único que endulzaba aquel desengaño.

Después de descorazonarlo y desmenuzarlo, el membrillo, cuya carne parece seca, rezuma su amargor como un llanto, y empapa el azúcar formando un almíbar denso y amarillento. Este almíbar es suficiente para cocinarlo. Si se añadiera agua a la mezcla, tan solo una poca, la cocción se haría eterna.

Antes de ponerlo a calentar, añadiremos la cáscara de una naranja por cada kilogramo de fruta. Debemos retirar la parte blanca de la cáscara y desecharla, ya que es muy agria. Después la trocearemos y la pondremos en la mezcla. Agregaremos también una ramita de canela, que mantendremos durante toda la cocción.

Empezaremos a calentar con un fuego muy suave, prestando atención a los primeros borboteos. Cuando estos lleguen subiremos un poco el fuego y lo dejaremos cocer, sin remover, tres cuartos de hora.

Llegado este momento la carne tosca ya será una pulpa fácil de triturar. Para ello puede utilizarse una batidora o un pasapuré. Mi madre lo majaba en un mortero enorme, igual que hacía mi abuela. Decía que así quedaba más meloso.

Una vez que tengamos una mezcla homogénea, lo pondremos de nuevo en el fuego. Aquí viene la parte más delicada. Debe ser un fuego muy suave, y hay que remover sin cesar. Es tal la temperatura que alcanza esta pasta que el mínimo descuido hará que se agarre al fondo y se queme en cuestión de segundos, arruinando el dulce sin remedio.

Debemos ser especialmente cuidadosos al remover; usar una manopla de cocina y un cucharón lo más largo posible para no quemarnos. Al ser tan densa la mezcla, las burbujas de aire que se forman son enormes e impredecibles. Recuerdan al magma fundido, y su salpicadura es tremendamente dolorosa. Así que el fuego debe ser lo más suave posible. Removeremos constantemente hasta conseguir que el azúcar se caramelice. Pueden pasar horas. Por eso el ingrediente principal del dulce de membrillo es la paciencia.

La recuerdo en la cocina, absorta, haciendo girar el cucharón suavemente durante horas, mientras la casa se inundaba de ese perfume delicioso y melancólico, que evoca al otoño, al olor de la tierra empapada por la lluvia y a la brisa dulzona y lejana del salitre.

Pasaba así, en esa quietud, casi tanto tiempo como cuando se sentaba a mirar por la ventana esperando a que mi padre volviera cuando pasaba la noche fuera. La recuerdo ahí sentada, sin gesto, a veces durante días, hasta que él regresaba de repente y la vida seguía sin más.

El momento de la caramelización es inesperado y debemos poner mucha atención. En un instante el color ambarino del membrillo se tornará granate. Esto indicará que está a punto de caramelo. Lo apartaremos del fuego y lo dejaremos reposar hasta que baje un poco su temperatura. Aprovecharemos para preparar los moldes en donde lo acomodaremos. Para facilitar el desmoldado, podemos untar el interior de cada molde con aceite vegetal o cubrirlo con papel sulfurizado.

Verteremos el dulce con mucho cuidado y golpearemos el molde sobre la mesa varias veces para que no quede ninguna burbuja de aire atrapada. Una vez hecho esto, dejaremos reposar durante un día antes de desmoldar.

Acabado nuestro dulce, podremos conservarlo al aire, en un lugar fresco y seco, como un armario, y se mantendrá en perfectas condiciones durante todo un año.

Esta vez preparo yo el dulce de membrillo. Hace nueve meses que mi madre no dice nada, y solo espera. Una noche se sentó a esperar, pero mi padre ya no llegó, y ella se quedó ahí, en la cocina, mirando por la ventana. Es septiembre y sigue esperando, como si fuera a volver en cualquier momento. Como si, tan repentinamente como se arrebola el membrillo al caramelizarse, fuese a acabar todo, y pasara la decepción, y la amargura se endulzara como se endulza el recuerdo con el olvido. Aunque sabe que eso no va a ocurrir, y que llega el otoño así, como llega todos los años.

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FINALISTAS

Y EN SEPTIEMBRE LOS FUNERALES

Gonzalo González Ugidos

Han alquilado una casa color mostaza con un pequeño huerto de manzanos, un magnolio de bruñidas hojas verdes y una cacatúa que solo dice “Picu Urriellu” y “Quiérote muncho, ma”.

Ella tiene un marido y un hijo de diecisiete años; él tiene una mujer y una hija de veinte. Se ven desde hace quince años; pero solo en verano, a finales del verano, la segunda quincena de agosto, siempre en Sotres. Una relación fija discontinua que ocultan con falsos pretextos laborales. Uno hace su vida, ¿no?, es ley de vida; es la primera ley de la vida.

─ En Niza los amores y en Cannes los funerales ─dice él.

─ ¿Y eso?

─ Lo dicen en la Costa Azul.

─ Pues vámonos a Niza.

─ Siempre estamos en Niza cuando estamos juntos.

Pero no están en la Costa Azul, sino en los Picos de Europa.

Cuando se conocieron eran estoicamente infelices, sin quejas ni reproches. Querían mucho a sus cónyuges, lo cual era mucho menos que quererlos. Eso aparte, sus matrimonios eran llevaderos, sin sentimientos profundos o elevados, pero tampoco trágicos. Como la vida misma. Solo a veces ella sentía una frialdad ártica, pero se resignaba a la lastimosa falta de ebriedad de su vida conyugal. De vez en cuando, miraba al verdadero amor; pero como un perro mira a la luna. Rara vez fantaseaba con cambiar de vida del mismo modo que la oruga, de repente un día, se inviste de alas coloreadas. Aunque se le escapaba alguna lágrima sin saber muy bien por qué, como un grifo que no cierra bien.

De vez en cuando, siempre en otoño, los fines de semana, él iba a Rascafría para ocultar el gran secreto de su melancolía mientras buscaba setas entre los pinos. Se sentía atado y convencido de que nada iba a romper el nudo. A veces pensaba en otra vida, pero solo como el marinero piensa en la mar. Conocía el amor y no lo temía. La arruga que tenía en la frente se hacía más profunda cada día. Salvo en agosto, que apenas se le notaba.

Ya es agosto. Un día luminoso en Poncebos. Están en paz con el cielo y consigo mismos y se animan a subir hasta Vega Urriellu. Llevan en la mochila provisiones de pan, queso y manzanas. Los picos son altivos, los muflones valientes y ellos parecen felices. No temen a la vida ni a la muerte, están hechizados por el encanto del momento, por la fascinación de la luz y de la piedra, por la conciencia de vivir en agosto. Lo más raro que hay en el mundo es una pareja que, aunque solo dos semanas al año, llevan juntos quince años y aún están en pleno enamoramiento. Si los eligieran como modelos para erigir un monumento al amor no se sorprenderían. De hecho, están juntos sin remordimiento, sin esos balanceos del alma entre el júbilo y la culpa, sin esos vaivenes penosos. Con la divina despreocupación de que exista septiembre y llegue pronto. Se ve que los amores prohibidos son como los de los marineros: los únicos intensos, exclusivos y constantes.

Se levanta una niebla espesa, se apartan de la senda, se extravían, siguen subiendo y cuando la niebla se desvanece ven oscuros nubarrones a lo lejos. El viento es muy fuerte y una bandada de pájaros busca refugio. Estar juntos los vuelve temerarios. Es ella la que lo anima a seguir, suele hacerse la valiente cuando tiene miedo y ahora lo tiene; pero no de la tormenta, sino de sí misma, lleva dentro ese miedo como las nubes llevan dentro la amenaza. Lo coge de la mano y le dice: “Venga, ánimo, estamos muy cerca del refugio”. El barco en la tormenta no pierde la cara a las olas, navega de ceñida para avanzar contra el viento. Y eso es lo que ella propone a pesar de que conoce bien la montaña. En vez de decir que eso no es prudente, él dice que vale, que de acuerdo, que le parece bien. Su amor se lleva bien con la imprudencia.

Los encontraron al día siguiente al fondo del barranco, cogidos de la mano. Inexplicablemente cogidos de la mano.

Los enterraron en septiembre, a él en el cementerio de La Almudena. A ella en el de Derio. Separados, claro, ¿qué otra cosa podían esperar?

*

TACONES EN LA ARENA

María Raquel Hernández González

El despertador sonó cruel, como un martillo en la sien. Anna lo apagó a tientas. Suspiró. El primer día después de las vacaciones siempre era el peor: volver a la rutina, a madrugar, a la esclavitud del reloj. En vacaciones aún podía pensar: en quién era, en lo que quería, en lo que había perdido. Ahora solo quedaba correr.

A las cinco y media estaba en pie. El café ardía en la taza, el móvil brillaba con titulares fríos. Después vino el disfraz: blusa blanca, traje de chaqueta, tacones de diez centímetros. El uniforme de la derrota.

El coche la tragó con su rugido. Música alta, carretera interminable. A esa hora la isla se convertía en un atasco vivo: frenar, parar, acelerar. Las siete y media. La misma cola, la misma desesperanza. En la radio hablaban del calor del verano que ya se había ido. Ella cerró los ojos y se vio en la playa: la arena tibia entre los dedos, el olor a sal, el rumor del mar como un corazón inmenso.

Casi a las ocho aparcó. Pasillo, luces, aire acondicionado. Encendió el ordenador. El zumbido de la máquina reemplazó al murmullo del océano. El olor metálico del polvo viejo sustituyó al perfume de la crema solar. En lugar de piel tostada, ahora veía rostros grises, cansados. La oficina entera parecía un cementerio donde todos aguardaban su jubilación como si fuese la tumba prometida.

Cuando el reloj marcó las cinco, entró en el ascensor. La cabina se detuvo bruscamente. La luz se apagó. Maldijo. El parpadeo de la luz de emergencia encendió un escenario rojo, espectral. Se quitó los tacones, resoplando.

Entonces lo imposible: un puñado de arena brotó entre las rendijas del suelo. Un grano, dos, mil. En segundos, la arena comenzó a subir, caliente, abrasiva. Anna gritó. El ascensor olía a mar, a algas podridas. Escuchó, entre los crujidos, el rugido de olas invisibles.

La arena le alcanzó las rodillas, luego el pecho. Intentó golpear las paredes, pero las manos se le hundían como en una playa sin fin. La boca se le llenó de sal. El último recuerdo antes de ahogarse fue el brillo dorado del verano tragándola entera.

Las puertas del ascensor se abrieron con un “ding”. Todo estaba limpio. Solo quedaban los tacones, solitarios, sobre el suelo de metal.

Un compañero pasó y se detuvo al verlos.
—¿Anna? —preguntó, asomándose al interior vacío.
El ascensor respondió con un eco húmedo, como un murmullo de olas lejanas

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SABRINA ANALIA CABRERA
SABRINA ANALIA CABRERA
2 meses hace

“Tacones en la arena” es espectacular !!!!!
La rutina que nos ahoga.
El final del relato es para aplaudir.
María Dolores (un comentario en Zenda) refirió al misterio en la Poesía.
Los relatos tienen lo suyo.
¿Por qué esos tacos ahí , en ese ascensor de lo repetitivo?
¿A dónde quedamos nosotros en medio de tanta rutina?
Tal vez, nuestra Alma, en Vida , no se sienta contenta en los ambientes oficinísticos.
Tal vez , los Seres Humanos deban arreglar lo que arruinaron.
Tal vez , nuestros tacones queden como recuerdo de nuestro paso por la Tierra y nuestra Alma nade descalza.

Raquel Hernández
Raquel Hernández
2 meses hace

Estoy muy feliz. Ser elegida entre tantos relatos y aparecer aquí es un sueño cumplido. Agradezco profundamente al jurado, formado por escritores a quienes admiro y leo desde hace tiempo. Gracias también a Zenda por dar espacio a la literatura y a todos los que participaron por compartir sus historias.