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Hijas del Norte, de Sarah Hall

Hijas del Norte, de Sarah Hall

El estado de la nación ha cambiado. Con la mayoría del país inundado, los recursos controlados por el gobierno, y guerras en curso en Sudamérica y en China, Inglaterra está irreconocible. En este mundo de precariedad y extenuante trabajo industrial, la Autoridad insiste en que todas las mujeres lleven dispositivos de contracepción.

Hermana nos cuenta su historia desde su celda: cómo soñó con escapar a una comuna de mujeres que viven en Carhullan, una granja fortificada en las remotas colinas de Cumbria, y cómo esa huida no fue más que el inicio de su lucha.

Un testimonio del triunfo del individuo en circunstancias extremas, y una novela de extraordinaria imaginación y complejidad emocional, Hijas del Norte (uno de los cien mejores libros de la década según The Times) tiene la intensidad visionaria y la calidad de la gran literatura distópica.

Sarah Hall, una de las mejores novelistas jóvenes del Reino Unido según la revista Granta, ha ganado en dos ocasiones el Premio Portico, y también ha sido galardonada con el Premio Betty Trask, el Premio Commonwealth a la primera novela, el Premio BBC de relato, el Premio John Llewellyn Rhys, el Premio E. M. Forster…

Zenda adelanta las primeras páginas de Hijas del Norte.

Intentamos que nuestra habitación del adosado com­partido en Rith resultara lo más cómoda posible. No tenía­mos con qué decorarla ni había muebles que comprar, pero colgué las fotos que guardaba de la universidad y puse en la cama la colcha de bodas de mi madre. Nos dieron un permi­so de trabajo y un empleo: a él en la refinería y a mí en la planta de la New Fuel. Nos arreglamos con lo que teníamos.

Cuando recibí la notificación para presentarme en el hospital, Andrew fue todo lo amable y comprensivo que pudo, me dijo que era completamente injusto y que segura­mente sería temporal. Cancelé la cita dos veces, con el pre­texto de que estaba enferma. La tercera carta venía con un sello rojo en el sobre. Me la entregó un supervisor al que re­conocí. Habíamos ido al mismo colegio. Se llamaba Tye y era el capitán del equipo de fútbol. Llevaba el uniforme de la Autoridad, azul oscuro, sin cuello. Me entregó el documento sin decir palabra.

Seis semanas más tarde fui a la clínica de Rith para la intervención. En la recepción me tomaron las huellas dacti­lares y me dieron una bata de algodón. Esperé en una sala con otras doce mujeres de distintas edades. La más joven tenía alrededor de dieciséis. Parecía aterrorizada y cada dos por tres sorbía por la nariz y se limpiaba. Pensé que proba­blemente ni siquiera había llegado a acostarse con alguien. Nadie hablaba. Vino una enfermera y nos explicó rápida­mente lo que iban a hacernos. Nos enseñó un modelo del dispositivo. Era de cobre, del tamaño aproximado de una cerilla, con dos hilos colgando. Señaló los hilos y nos dijo que eran más largos que los de los dius antiguos, para facili­tar los controles vaginales que nos harían periódicamente con el fin de comprobar que seguían en su sitio, no necesariamente en la clínica. Entonces no entendí qué quería decir. Más adelante supe que la Autoridad hacía controles aleato­rios, que los supervisores a veces pedían a las mujeres que les enseñaran el dispositivo en la parte trasera de los coches pa­trulla.

La enfermera envolvió el dispositivo con el puño, para representar el útero, y nos sonrió. Dijo que las reglas serían más fuertes después de la colocación, y puede que algo más dolorosas. Pero no había nada de que preocuparse. Y se fue. Poco después me llamaron por mi número. Dos de mis com­pañeras me miraron cuando me levanté, como si mi expre­sión pudiera marcar la pauta de su experiencia personal. La intervención duró diez minutos. Fue un médico el que entró en el quirófano, se puso unos guantes y me preguntó si pre­fería que me atendiera una mujer, aunque dijo que no había ninguna disponible. Me tumbé sobre una sábana de papel y me arrepentí de no haber tomado un analgésico por la maña­na, como me recomendaron otras mujeres que ya habían pa­sado por eso.

Volví a casa con náuseas y retortijones. La presión en el cuello del útero no se me quitó en toda la tarde. Intentaba pensar en otra cosa, pero me sentía fatal. Me clavaba conti­nuamente las uñas en las palmas de las manos y tenía que sacudirlas cada pocos minutos para relajarlas.

El turno de Andrew no terminaba hasta última hora de la tarde, así que me senté en el patio al sol. Hacía bochorno. Había alerta de radiación ultravioleta pero no le hice caso. Solo pensaba en el médico que me había frotado por dentro con un lubricante frío antes de introducir el espéculo para instalar el dispositivo con la eficacia con que un ganadero marca al ganado con una chapa en la oreja.

Me quedé mirando las macetas de plástico en las que había intentado cultivar calabacines y judías el verano ante­rior. No habían brotado, y la tierra parecía removida en algu­nas partes, como si algún animal hubiera estado escarbando. Había visto ratas desde las ventanas de arriba, correteando por la pared. El patio se llenó de sombras al final de la tar­de. Lamenté una vez más que no hubiéramos solicitado una parcela, que no nos hubieran asignado una casa con un jar­dín de verdad, pero la lista de espera era larguísima y había muy pocas viviendas disponibles para los civiles. Parecía imposible.

Cuando volvió del trabajo, Andrew me preguntó si me encontraba bien y si podía verlo. Entramos, cerramos la puerta de nuestra zona de la casa y me quité los pantalones. Me senté en la cama y me abrió las piernas con delicadeza. Notaba toda la zona inflamada. Me había limpiado con una toalla después de la intervención, pero hasta esa noche no tuvimos agua caliente para lavarme como es debido. Aún tenía restos de aquella gelatina transparente. Era una sustan­cia brillante, y me pareció insoportablemente resbaladiza cuando Andrew me acarició con el pulgar.

—¿Qué notas? ¿Te resulta incómodo? —Estaba arrodi­llado delante de mí. Me encogí de hombros, negué con la cabeza y aparté la mirada—. Sigues siendo la misma. Tan guapa como siempre. Eso no pueden controlarlo, ¿verdad que no? —Me estaba acariciando suavemente. Yo quería que se estuviera quieto. La experiencia había sido demasiado traumática y seguía sangrando un poco, pero nunca nos de­cíamos que no.

Noté que me metía el dedo corazón. Intentó hacerlo despacio y con cuidado, pero el lubricante facilitaba los mo­vimientos, y se le escapó un murmullo de sorpresa y excita­ción. Yo había cerrado los ojos.

—¿Te gusta? —me preguntó. Y oí el ruido húmedo que hacía con los dedos al retirarlos y meterlos de nuevo.

Empezó a respirar con más fuerza.

—¡Joder! Lo siento, solo quiero estar dentro de ti. ¿Pue­do? A lo mejor te ayuda a olvidarlo. Vamos. Lo haremos como siempre. —Se inclinó para besarme y se bajó la crema­llera de los vaqueros—. Ven —me dijo. Y me cogió una mano para llevársela a la entrepierna. Estaba empalmado y, al cogérsela, noté cómo se concentraba la sangre debajo de la piel tensa. Se acercó un poco más, arrastrando las rodillas.

La enfermera nos había aconsejado esperar veinticuatro horas, pero después de las manos del médico y el mordisco del espéculo cualquier prohibición parecía superflua.

—Ah, sí, qué bien —susurró, mientras me penetraba—. ¡Qué húmedo está! —Y vi, por la cara que puso, que la sen­sación era mucho más intensa de lo normal. Tenía la boca abierta, la mirada perdida y un gesto de súplica.

No se movió demasiado, como si temiera hacerme daño, pero yo me sentía de todos modos en carne viva. Se corrió enseguida y con más fuerza que nunca. Cuando se apartó, noté que el líquido tibio me mojaba los muslos. Me abrazó, jadeando, y luego tensó el cuerpo como si fuera a correrse otra vez. Me metió el pulgar y empezó a frotarme, pero le dije que no.

Cuando volvió la luz me preparó un baño y dijo a la fa­milia con la que compartíamos la casa que necesitaría más tiempo que otros días.

—Ha tenido un día duro —oí que les decía—. Ha esta­do en la clínica. —Y esa noche estuvo muy atento conmigo, muy cariñoso. Hacía meses que no lo veía tan feliz. Pero eso no iba a durar.

Las condiciones eran duras para todos. La vida había cambiado en todos los aspectos y costaba adaptarse. Estába­mos desmoralizados, resentidos, sometidos a humillaciones y sufriendo la escasez de alimentos. Era fácil encontrar una mínima sensación de felicidad, cualquier narcótico barato disponible para sobrellevar las dificultades y olvidar lo que habíamos sido en otro tiempo. En los barrios más pobres la gente tomaba drogas blandas: ketamina y chutes de silver­flex que les destrozaban las mandíbulas. Se contagiaban la sífilis, y en las clínicas tenían que extirpar tumores genitales a los que abusaban demasiado tiempo de los tranquilizantes para animales. Casi no había dinero y el poco que había pa­recía inútil. La gente comerciaba con su cuerpo, con sus per­tenencias, solicitaba préstamos a largo plazo.

Esto no es Inglaterra, decía todo el mundo. Esto es una especie de pesadilla de la que pronto despertaremos. Las so­bredosis y los suicidios aumentaban sin parar. Cada vez que ocurría uno en Rith, y en las fábricas no se hablaba de otra cosa, Andrew y yo subíamos al Beacon y nos cogíamos de la mano. A nosotros no nos pasará, decíamos. Éramos más fuertes. Nos las arreglaríamos bien.

Pero año tras año veía que Andrew estaba cada vez más cansado, que era cada vez más práctico y reducía el mecanis­mo básico para seguir adelante. O puede que simplemente perdiera la fe y la fuerza para resistir, al comprender lo cerca que habíamos estado todos de vivir algo mucho peor que la existencia crítica a la que nos habían condenado. Con el tiempo se fue volviendo menos categórico en sus protestas. Ya no se encendía de rabia cuando hablaba de las directivas de la recuperación. Quizá el gobierno había hecho lo único que podía hacer para impedir que el país se rompiera en pedazos, decía, y yo empecé a preguntarme qué había sido del Andrew de antes. Las reuniones de la oposición en las casas abarrotadas le preocupaban más de lo que le interesa­ban. Los portavoces eran unos impostores fantasiosos y sin el menor sentido de las soluciones económicas, decía; solo sabían quejarse y lanzar ideas contrarias. No quería exponer­se a tantos gérmenes y caer enfermo. Dejó de ir. En vez de eso, se iba al bar que estaba cerca del castillo, donde se re­unían a beber los supervisores en su tiempo libre.

Trabajábamos, dormíamos como troncos y Andrew me buscaba por las mañanas. Decía que el sexo era uno de los pocos placeres que nos quedaban; que era agradable sentir­me sin barreras. Se comía sin protestar los dados de carne y de fruta de las latas que llegaban de Estados Unidos. Con el tiempo renunció al pequeño placer ritual de quemar las eti­quetas en la estufa de hierro fundido de nuestras habitacio­nes, como antes hacíamos juntos. Cuando lo ascendieron a encargado en la refinería me pareció que lo agradecía, y me dijo que todo lo que no fuera comprometerse con la recons­trucción del país era una locura. En cuanto recuperásemos la estabilidad recuperaríamos también las libertades perdidas. «Podemos amargarnos —dijo—. O podemos aceptarlo y se­guir adelante.»

Cuando le oí decir eso tuve que morderme los labios y mirar a otro lado. Sentí una furia que surgía de lo más hondo.

—¿Quieres decir que este país es femenino y por eso lo han jodido? —Y la taza que tenía en la mano izquierda esta­lló contra la pared con una fuerza quebradiza. Andrew la esquivó y cerró los ojos mientras los pedazos le caían por encima. Antes de que pudiera recuperarse del susto o res­ponder yo había salido dando un portazo.

Estuvimos meses enfadados, discutiendo. Nuestras con­versaciones se torcían por cualquier cosa. Quién no había anotado «té» en la lista mensual de las provisiones. Quién se había tomado la última tableta de vitaminas o el último suple­mento omega. Quién no entendía la importancia de tal princi­pio o tal necesidad política. Veía que me consideraba ingenua, cabezota, demasiado alterada para recuperar mis facultades. En la cama intentaba negociar y llegar a un acuerdo físico, como si con eso pudiéramos seguir funcionando juntos, como si yo pudiera separar mi mente de mi cuerpo para que él si­guiera comunicándose con el uno ya que no podía con la otra.

—Podemos pedir antidepresivos —dijo—. Los están trayendo de Estados Unidos y quizá pueda mover algunos hilos en el trabajo para pagarlos.

Pero en el fondo tenía que darse cuenta de que yo no es­taba deprimida. Tenía que ver que lo que me pasaba era algo más que una simple reacción química a la situación que está­bamos viviendo. La mía era una enfermedad distinta. No me sentía angustiada ni apática. No quería drogas ni aturdimiento de la conciencia. Sabía que todo era un desastre. Lo veía. Lo sentía. Aunque de momento no había encontrado la voz con que exponer mis argumentos. Seguía agazapada dentro de mí, en alguna parte, sin poder expresarse y cada vez más furiosa.

Rebañé las últimas hebras de atún de la lata con las uñas y me terminé la galleta. Era una comida muy seca y me había bebido la mitad de la cantimplora. Había hecho bien en lle­narme de líquido, aunque aún me quedaba un largo camino por delante. Rellenaría la cantimplora en un arroyo cuando estuviera un poco más arriba, en las montañas. Era lo que hacía siempre cuando iba de excursión con mi padre, y me encantaba sentir en los labios ese torrente frío y mineral. Lle­vaba años sin ir por la zona, pero no había olvidado su sabor, fresco, con un toque ligeramente salado a musgo y arenisca.

Despegué la etiqueta de la lata y me quedé un rato mi­rándola. Era de la marca Benditos Amigos. La bandera bri­tánica y la estadounidense ondeaban de la misma asta en di­rección contraria, y al lado de los ingredientes había una oración impresa: Señor, líbranos de las fuerzas del mal, bendi­ce nuestra sagrada libertad y haz que quienes viven en las tinie­blas encuentren tu luz. Dios salve al rey. Rompí el papel en trocitos pequeños y dejé que el viento se los llevara de la palma de mi mano. Llevaba un par de latas más en la mochi­la, de sardinas y de melocotón en almíbar. Odiaba esas pro­visiones enlatadas de las que dependía el país. Siempre esta­ban demasiado dulces o demasiado saladas. Cuando se ter­minaran esas latas no tendría que volver a comer ningún producto importado y enriquecido. No volvería a alimentar­me con nada que se me atragantara.

Puede que Andrew descubriera la verdad al despertar­se: que tantos silencios, tantas tensiones, terminarían en algo así. Que había algo más que enfado por las imposiciones le­gales, las condiciones de nuestro alojamiento y el dispositivo intrauterino que me habían puesto. Se acordaría de todas las discusiones, igual que yo me estaba acordando, y oiría como yo el eco de los gritos que dábamos.

—¿Para qué coño quieres traer a un bebé al mundo con todo este desastre, aunque te tocara en el sorteo? —pregun­taba cada vez que me oía protestar por los alambres, finos como un pelo, que llevaba entre las piernas; cuando decía que ojalá pudiera tirar de aquel chisme y librarme de él—. Lo que quiero decir es que no veo dónde está el problema. Sigues siendo joven. Esto no durará eternamente.

—No lo entiendes, ¿verdad? —decía yo—. Porque no te pasa a ti. A ti nunca te pasa.

—¿Nunca me pasa qué? ¿Te refieres a los hombres? ¡Sabes que es una cuestión puramente práctica! No hay nin­guna conspiración. ¿Por qué no te concentras en las cosas importantes de verdad? ¿Por qué sales a dar vueltas por ahí, en vez de ofrecerte voluntaria para hacer horas extras y con­seguir alguna ventaja? ¡Qué puta mierda! ¡El país se rompe en pedazos y tú estás obsesionada con tu derecho a la mater­nidad! ¿Es que no sabes distinguir las prioridades?

Yo intentaba explicar mi punto de vista, que mis quejas eran legítimas, pero no lo conseguía. Creía que si tuviera un poco de espacio para pensar con claridad sabría encontrar las palabras idóneas para convencerlo, para desviarlo de la direc­ción que estaba tomando. Pero Andrew era incapaz de com­prender mis quejas, insignificantes en comparación con pro­blemas mucho más graves. Y, en cierto modo, me daba cuenta de que él tenía razón. Había prioridades incuestionables. Todo estaba en juego. A veces empezaba a dudar de mi cordura.

Todos los días, cuando me despertaba, me decía a mí misma que tenía que concentrarme en ser optimista. Pero me sentía como un animal acorralado, con ganas de arañar y atacar. A veces, Andrew me sorprendía mirándolo y me pre­guntaba por qué lo odiaba tanto. Yo no tenía respuesta. Al final, aparte de las conversaciones prácticas sobre los hora­rios y las provisiones, no hablábamos nunca. No le hice más confidencias y dejé de provocarlo. Él no intentaba tocarme. Y así vivimos en un estado de paz infeliz. Cuando me paró la patrulla en un control aleatorio, después de que me dejaran marcharme, subí a la cima del Beacon y me pasé la noche sentada en la torre, abrazándome las rodillas y oyendo los ladridos y los aullidos de las manadas de perros asilvestra­dos. Al volver a casa por la mañana no dije nada. Andrew se levantó de la silla en la que estaba sentado, esperándome, me apartó de un empujón y se fue a la refinería.

Puede que esta mañana, pensé, alguna intuición le haya indicado que nuestra parte de la casa estaba más tranquila y oscura que de costumbre, como cuando una persona se mar­cha. Preguntaría a la otra familia si me habían visto y le di­rían que no. En algún momento abriría el cajón del escritorio que compartíamos y lo encontraría vacío, con olor a madera y polvo en los rincones. Y entonces se daría cuenta. Quizá pensara que me había ido a otra casa del sector. Nunca le había hablado de las mujeres. Incluso aunque hubiera regis­trado mis cajas de provisiones en algún momento, antes de que me fuera, y hubiera visto los recortes y las fotos antiguas de Carhullan, no lo relacionaría con mi desaparición. Pensa­ría que era un salto demasiado grande para mí.

Esperaría un par de días, por si acaso regresaba, sin con­társelo a nadie, y, si en la fábrica preguntaban por qué no había fichado, diría que estaba enferma. Es posible que aún quedara algo de nuestra antigua lealtad. Pero después ten­dría que tomar decisiones difíciles, decidir cuándo denun­ciar mi desaparición, cuándo compartir la casa con alguien y cuándo solicitar que borraran mi nombre del registro civil, con lo que perdería el derecho a trabajar, tener un alojamien­to o ser madre. Me convertiría en extraoficial.

Me levanté del bloque de hormigón y eché un vistazo alrededor del pueblo. Cuando me puse en marcha, algo del tamaño de un gato se escabulló en la zanja que estaba más cerca de las casas: un zorro o un tejón, no estaba segura. De repente me fijé en que los setos y los árboles estaban llenos de pájaros. No cantaban, pero de vez en cuando alguno salía revoloteando de las ramas y volvía enseguida. Tenían los ojos amarillos y el pico rojo. No los reconocía. Carretera adelante había dos maletas tiradas y abiertas. Me acerqué. Estaban vacías, con restos de hojas y basura arrastrada por el viento. Me desconcertaron las maletas. Intenté imaginar a la última persona que se marchó del pueblo y la escena que se había vivido allí. Era posible que los supervisores de la Autoridad estuvieran apostados en la carretera, hostigándola. Quizá le dijeran que llevaba demasiadas cosas, que intentaba salvar demasiados recuerdos de su antigua vida. Quizá hubiera un altercado, una discusión, y tuviera que abandonar o entregar sus objetos personales. No era infrecuente oír que los super­visores confiscaban todo lo que los civiles llevaban encima para venderlo en el mercado negro.

Habían desmontado las puertas de la iglesia, probable­mente para quemarlas, y el vano gris en forma de arco se aden­traba en la nave como un túnel. No entré. No tenía sentido. Seguramente hacía mucho tiempo que se llevaron los bancos y los utensilios de peltre, que los desmontaron, dividieron o reciclaron, la Autoridad o los vecinos de mentalidad práctica. Además, yo no habría podido llevarme algo tan grande y volu­minoso. Pero me daba igual. No iba con las manos vacías.

El fusil era de mi padre. Sabía dónde lo había enterrado veinte años antes, en el jardín de su casa de la zona norte de Rith. Nunca tuvo licencia de armas; solamente lo quería para hacer puntería con las macetas o disparar a los cuervos que venían a comerse sus semillas. Recuerdo cómo alineaba la mira y apretaba el gatillo, el chasquido de las balas y el retroceso del hombro al disparar, apenas un centímetro, como si recibiera un puñetazo. Me había dejado cogerlo, sujetándolo de la culata para aligerar el peso. Había disparado un par de veces, y me pareció como si se me saliera el corazón por la boca.

—Serías un buen soldado, diablilla —me decía—. Un, dos, tres. ¡Aten-ción!

Yo tenía nueve años cuando se decretó la amnistía de las armas. Recuerdo que hubo un tiroteo muy raro en un cole­gio de Manchester. Una madre entró en un aula mientras su hijo estaba en clase de matemáticas. Lo saludó y empezó a abrir fuego. Mató a ocho niños y a un profesor antes de pe­garse un tiro debajo de la barbilla. Nadie sabía por qué lo hizo. Vi por la tele cómo sacaban los cuerpos del colegio, en bolsas de plástico negras. Un año más tarde volvieron a pro­hibir las armas.

En el informativo de la noche calcularon en unas veinte mil las armas que los ciudadanos británicos tenían que entre­gar a la Autoridad.

—Veinte mil menos una —contestó mi padre, guiñán­dome un ojo desde su butaca. Dijo que iba en contra de la tradición y que no estaba dispuesto a participar en políticas blandas.

—¿Te detendrán y te meterán en la cárcel? —pregunté. Pero se echó a reír y dijo que ni de coña.

Envolvió el rifle en trapos sucios, lo guardó con diez cajas de cartuchos en un estuche de acero y lo enterró al lado de sus puerros.

—Nunca se sabe cuándo puede hacernos falta, pillina —me dijo, mientras lo miraba cavar. Se apoyó un momento en el mango de la pala y se quedó observándome—. No hay que confiar siempre en los que mandan. Eso es una de las cosas que los yanquis supieron entender. Has estudiado his­toria en el colegio, ¿verdad? Pues verás. Imagínate lo que habría pasado si la Guardia Nacional hubiera entregado las armas y los alemanes nos hubieran invadido al final. Habría­mos tenido que luchar con hachas y palos de escoba, como en el medievo, mientras nos arrollaban con los tanques. Tu bisabuelo lo sabía. Este fusil era suyo. Estuvo en Osterley. —Sonrió y me acarició la cabeza—. Ven, ayúdame a levantar este terrón.

Recuerdo a mi padre con mucho cariño. Era un hombre bueno, y este acto de rebeldía excéntrica se me quedó graba­do. Mi madre no vivió lo suficiente para verme apuntar a los cuervos en la tapia del jardín. Me alegré de que mi padre se librara de la guerra siguiente, diez años más tarde, porque no estaba bien de los pulmones; de que no presenciara la deca­dencia de su orgulloso país. Sabía que no habría podido so­portarlo. Los mayores fueron los que peor lo pasaron. Sus padres habían sufrido guerras y crisis, pero la generación de mi padre solo había conocido la estabilidad, los electrodo­mésticos y la abundancia de mercancías. Para ellos fue una locura tener que abandonar sus hogares, alimentarse de co­mida enlatada en lugar de los productos frescos que llegaban de todo el mundo y aceptar que su país ya no era más que una colonia dependiente.

Se murieron muy deprisa después de haber llevado una vida próspera. El sistema sanitario se vino abajo. Las epide­mias arrasaron los barrios en pueblos y ciudades. La agresi­vidad de los nuevos virus se resistía a cualquier tratamiento. Los que no caían enfermos se apagaban poco a poco. Fue como si, uno a uno, tomaran la decisión de que el presente y el futuro eran propuestas intolerables. Y puede que tuvieran razón.

Nunca me olvidé del fusil de mi padre. Me hacía recor­dar a mi padre en el jardín, en bata y zapatillas, agachado para apartar a los caracoles de sus tomateras, viendo pelícu­las sin parar en la televisión por satélite, con un cigarrillo entre los dedos. Me recordada a otra época, a un tiempo mejor. No sabía si encontrarían el arma cuando la casa vol­viera a manos del Ayuntamiento y se la adjudicaran a otra familia, pero siempre que pasaba por delante veía el jardín descuidado, invadido por las malas hierbas. Al final cerraron la casa, la abandonaron como todas las que quedaban fuera de la zona habitable de Rith, y se convirtió en un vertedero.

Sabía que Andrew tardaría bastante en llegar a casa. Es­peraban la llegada de un suministro de querógeno de los puertos del sur a lo largo de esa semana, y él tenía que super­visar la manipulación de la sustancia. Cuando terminé el tur­no en la fábrica, subí por el monte hasta la casa en la que había vivido de pequeña. Las estrellas empezaban a encen­derse y a parpadear, pero en la ciudad había muy pocas lu­ces, como si la vida en ella se hubiera extinguido. Solamente en los barracones de la Autoridad, en el castillo, se veía el leve resplandor de los generadores auxiliares. El suministro eléctrico no volvería hasta las seis de la mañana, y mientras tanto la gente tendría que arreglarse con velas y lámparas de energía solar.

El jardín estaba destartalado y lleno de maleza. Cubierto de basura. En la entrada había montones de electrodomésti­cos, sillas y fardos de papel hinchados por la lluvia, los resi­duos de las casas venidas a menos o desocupadas. Cerca de los montones había un cadáver de un perro en descomposi­ción. Tenía el hocico empapado y podrido, las mandíbulas petrificadas en el gesto de un gruñido. Había perdido los ojos y el pelaje. Tenía la panza distendida y un montón de gusanos retorcidos debajo de la cola. Me quedé a su lado hasta que el olor que desprendía se me hizo insoportable y tuve que apartarme.

Los tablones del cobertizo de madera donde guardába­mos los trastos, al fondo del jardín, se estaban separando, y las paredes se inclinaban hacia dentro como un inestable castillo de naipes. La puerta estaba abierta. La caseta se ha­bía llenado de latas y botellas de plástico. Aparté el montón con el pie y encontré una paleta. Empecé a cortar la maleza del borde de lo que había sido nuestro huerto y arranqué los terrones con las manos. Había bulbos muertos y raíces de plantas ahogadas, sepultadas debajo de la tierra. Únicamente el manzano había dado frutos, y el suelo estaba lleno de glo­bos heridos a sus pies.

La caja seguía allí, ligeramente torcida y descolorida por la humedad de la tierra. Por primera vez desde hacía sema­nas me sentí optimista. «Gracias a Dios por Osterley, papá», me oí decir. La desenterré y empecé a dar golpes en la tapa con una piedra hasta que se abrió por la fuerza. Retiré los trapos. El mecanismo parecía un poco oxidado, pero no es­taba demasiado mal.

Tendría que haberme asustado del fusil. Sabía que el riesgo que afrontaba guardándolo en casa era muy alto, aun­que fuera por poco tiempo. Era más que un acto de desobe­diencia civil. Las denuncias por robo y violación normal­mente se castigaban con poco más que una amonestación; el sistema penitenciario solo podía gestionar los delitos más graves. Ni siquiera los traficantes y los vendedores del mer­cado negro se exponían a ir a juicio. Pero las armas estaban prohibidas. Cualquier tipo de arma se consideraba indicio de rebelión, un ataque directo a la Autoridad y la seguridad del país. A veces disolvían las reuniones de la oposición, cuando se daba un chivatazo, y registraban a todos los pre­sentes. Los apaleaban pero no los detenían. Nadie era tan idiota como para llevar un arma encima.

Ser detenido significaba entrar en un sistema desconoci­do. En la fábrica corrían rumores de que había un centro de detención en una de las ciudades industriales del sur, en Warrington o Lancaster, donde internaban a los culpables de delitos graves. Decían que los ejecutaban, pero no había manera de saber si era cierto. Los informativos de radio y televisión se censuraban. Era imposible verificar en qué se había convertido la estructura del gobierno, si se había vuel­to impenetrable o se había desintegrado por completo y lo que ahora existía era otra cosa.

Estaba al corriente de todo esto, pero saqué el arma de la caja, le limpié la grasa y me la guardé en la bandolera. Re­llené el agujero y me quedé mirando la tierra removida. Lue­go cogí dos palos y volví a los montones de basura. Pasé los palos por debajo del cuerpo pestilente del perro. Aguanté la respiración mientras lo levantaba y lo llevé al agujero que había cavado. Los ojos eran un túnel hueco que miraba al vacío; el cuerpo, poco más que un pellejo podrido. Dejé la paleta en el cobertizo y volví a casa al abrigo del crepúsculo.

La mujer de la familia con la que compartíamos la vi­vienda estaba en la puerta cuando llegué. La asusté al acer­carme, con la bolsa colgada al hombro. Se llevó una mano al cuello y me pidió disculpas por haber gritado. En la otra mano tenía un paquete de cigarrillos y un mechero. Me los enseñó y dijo:

—Los he estado guardando para un momento de nece­sidad. Creía que esta semana tenías turno de día. Te oí salir esta mañana. Pum, pum, pum y un portazo.

Me encogí de hombros. Quería entrar antes de que vol­viera la luz, para no tener que enfrentarme a la observación de las bombillas. Moví la bolsa un poco hacia la espalda. La vecina estaba angustiada por algo y no se daba cuenta de que me cerraba el paso. Bajo aquella luz gris, vi que tenía un ges­to alterado y tenso, aunque estaba muy erguida.

—¿Qué estás haciendo aquí? —le pregunté. Resopló y negó con la cabeza.

—Nada. ¿Qué voy a hacer? De momento no puedo pre­parar la cena, a menos que comamos algo frío. No he podido enterarme de qué pobres desgraciados han ganado la lotería. Odio esta hora del día. Me vuelve loca. A veces no me lo puedo creer. A veces me gustaría que nos lanzaran una bom­ba. Que nos ahorraran todo este sufrimiento. ¿Tú no piensas lo mismo? —Me miró y volvió la vista hacia el callejón de enfrente—. Me gustaría no acordarme de cómo eran las co­sas. Íbamos a Portugal todos los años. Viajábamos en avión. —Se rio con amargura y empezó a toser. Sacó un cigarrillo, con un movimiento brusco, y lo encendió.

Sentía una momentánea oleada de simpatía y ganas de hacerme amiga suya, de confiar en ella y contarle mis planes, que no había sido capaz de contarle a Andrew. Nunca había­mos hablado de nada importante desde que se instaló allí con su familia. Los oía través de las paredes: murmullos de conversaciones, voces que subían y se callaban, ataques de tos por la mañana y por la tarde, y los ruidos que hacían en la cama, los de él más fuertes que los de ella. En el baño que compartíamos, las huellas de sus pies se mezclaban con las nuestras en la bañera; sus pelos se amontonaban en los bor­des de esmalte y atascaban el desagüe.

Algunos vecinos del barrio se habían conformado con la situación de la mejor manera posible, renunciando a la inti­midad y dejando las puertas abiertas como si fueran una gran familia feliz. En nuestra casa las puertas siempre esta­ban cerradas. Apenas sabía cómo se llamaban mis vecinos. Los tenía muy cerca, eran presencias familiares, pero eran extraños.

Sabía que era absurdo tratar con espontánea camarade­ría a aquella desconocida, y abandoné la idea casi al instante. Pensé que se me había ocurrido porque era consciente de adónde me iría pronto y estaba llena de esperanza. Pero te­nía que ser discreta. Nadie debía enterarse.

La vecina volvió a mirarme con fastidio.

—No pasa nada. Es solo que estoy de mal humor —dijo—. Resulta que tengo tuberculosis. Esa nueva cepa tan mala. Sí. Seguramente me pondrán en cuarentena y los niños tendrán que conformarse con su padre. Dicen que hay algunos fár­macos que ayudan. Pero yo sé que no es verdad. Además, no tengo dinero. ¿Quién coño lo tiene? Eso sí, me han dado esto: ¡como si sirviera de algo! —Buscó en el bolsillo del abrigo y sacó una tarjeta religiosa. La tiró al suelo y puso los ojos en blanco—. No soporto estas casas victorianas. Aun­que podría ponerme un corsé, dormir en la carbonera y ter­minar con todo, ¿verdad?

Dio una calada al cigarrillo. Le dije que lo sentía, le di las buenas noches y entré en el dormitorio. Guardé el fusil en el armario, asegurándome de esconder bien el cañón con el abrigo. Dejé la caja de cartuchos debajo de la cama, al lado de un montón de revistas. Era un rincón demasiado peque­ño para ocultar nada, pero no tenía otra alternativa.

Me pasé el resto de la semana paranoica. Cada vez que Andrew entraba y abría la cama, me imaginaba que daba un puntapié a los cartuchos sin querer y los desperdigaba por toda la habitación. No podría negar que sabía que estaban ahí. Teníamos muy pocas cosas y todas estaban justificadas. Las noches siguientes me despertaba sobresaltada cada hora y alargaba el brazo para tocar la caja, para comprobar que estaba a buen recaudo, y rezaba para que Andrew no la en­contrase.

Por fin estaba lejos de todo eso, a salvo de descubri­mientos y explicaciones. Estaba sola. No habría sabido ex­plicar lo segura que me sentía, en aquel pueblo desierto del Distrito de los Lagos, si es que hubiera habido alguien para escucharme. Todo estaba envuelto en el eco del silencio y de la ausencia de vida humana. No había ni un alma, y eso me gustaba. Hacía mucho tiempo que no tenía esa sensación. Ni siquiera cuando subía al Beacon, porque veía a la gente en las calles de Rith y sabía que estaban cerca. Pero en ese momento respiraba un aire que nadie más compartía. Había dejado de ser cómplice de una vida miserable y regulada. Ya no era una súbdita estéril.

Estando allí, delante de la iglesia destripada, en la carre­tera mojada y desierta, me sentí invulnerable. Noté que me invadía una serenidad desconocida, me sentía segura en mi propia compañía. Aparte del viento entre los árboles y los regueros de agua, no había más ruidos que los chasquidos animales que hacía yo con la lengua y el roce de mis botas en la tierra al cambiar de posición. Era consciente de mi presencia cálida en el entorno, de mi piel habitada, de mi ser. Volvía a sentirme yo, un yo perdido hacía mucho tiempo. Recordé que había tenido la misma sensación en aquel lugar cuando era pequeña, cuando iba de excursión antes de las restric­ciones.

Las caminatas siempre eran largas y cuesta arriba. «Aguanta un poco, chica, hasta ese collado —me decía mi padre cuando me rezagaba, dolorida y exhausta—. Sobrevi­virás. No vas a morirte.» Fue allí donde descubrí por prime­ra vez mi estabilidad, mi capacidad para orientarme y avan­zar, mi energía. Fue en aquellos montes azules donde com­prendí que era fuerte, y que podía ser más fuerte aún.

Y de nuevo me encontraba en el mismo paraje al que iba la gente para sentirse a la vez menos y más importante de lo que era. Para dejarse impresionar por las montañas, envalen­tonarse y llegar a lo más alto, hasta el límite de su resistencia. Mientras contemplaba las cumbres, me sentí bien equipada con mis músculos y apuntalada por mi materialidad corpó­rea, como si el aire libre fuera mi medio natural, lejos de la multitud, de la luz artificial racionada y de la ética de una sociedad perdida.

Los cerros desaparecían detrás de las nubes densas. Se acercaba otro frente lluvioso que oscurecía el horizonte. Res­piré hondo y me puse la mochila. La culata del fusil descan­saba en mi espalda. No sabía qué tal se me daría disparar —hacía años que no apuntaba a través de la mira—, ni si­quiera estaba segura de que el arma siguiera funcionando. Pero me alegraba llevarla conmigo, me alegraba poder ofre­cérsela a las mujeres de la granja.

Crucé el pueblo y empecé a subir hacia las montañas. A los lados del camino, entre la hierba y la roca caliza, crecían unas delicadas campánulas violetas. Era muy tarde para que aún estuvieran en flor, pero en aquel momento me parecie­ron la cosa más bonita que había visto en la vida. Las nubes seguían llegando, los truenos retumbaban entre las oqueda­des de los montes y la lluvia pronto empezó a caer de la blan­da bóveda del cielo. Me detuve, dejé la mochila en el suelo y me desnudé de cintura para arriba. Guardé la ropa mojada, cerré la solapa, me eché el macuto al hombro y seguí adelan­te. El aire limpio de octubre me recorría la piel. La lluvia se deslizaba por mis hombros y mis brazos, goteaba de mis pe­chos. Debía de tener una pinta muy rara. Pero no había na­die que pudiera verme. El conductor de la furgoneta hacía ya un buen rato que había regresado a su vida solitaria en la torre de la presa. Los seres humanos que tenía más cerca eran las mujeres de Carhullan. Al final del día estaría con ellas. Sería una de ellas.

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Autora: Sarah Hall. Título: Hijas del NorteTraductora: Catalina Martínez Muñoz. Editorial: Alianza. Venta: Amazon, Fnac y Casa del libro.

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