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#historiasdeverano, concurso de relatos: 10 finalistas

#historiasdeverano, concurso de relatos: 10 finalistas

Tan solo diez relatos, de entre los 862 presentados a concurso, han conseguido llegar hasta aquí. Estos son los finalistas que compiten por los premios del concurso de relatos #historiasdeverano, patrocinado por Iberdrola y dotado con 2.000 euros en premios. El fallo del jurado, que está formado por Juan Eslava Galán, Juan Gómez-Jurado, Espido Freire, Paula Izquierdo y Miguel Munárriz, será anunciado el viernes 28 de julio. El primer premio está dotado con 1.000 € en metálico. El premio para los dos ganadores del segundo es de 500 € en efectivo.

A continuación ofrecemos los 10 relatos que optan a los premios. En este enlace puedes consultar las bases del premio. Gracias a todos por participar.

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El corrillo de las viejas

Juan Pablo Magariño Gómez

Era una noche veraniega, pasadas las once. Se juntaban las vecinas de la calle Olvido para echar una brisca de las que crean amigas y enemigas a partes iguales. De las de agárrate y no te menees. Formaban trío la señora Felicidad con su vecina Gloria y la señora Esperanza. Un bando socarrón y tramposo donde lo hubiera: risueño y peligrosamente habilidoso. El trío rival lo formaban doña Soledad, la recatada Inmaculada y la señora Consuelo. Mujeres más recias y solemnes que sus convecinas, quizá más ortodoxas y prudentes.

Pintaba en bastos. La cosa se fue de madre cuando en la primera carta de esa mano a doña Soledad no le quedaron más narices que salir por el as de copas. Esperanza sonreía mientras afilaba el as de espadas, que echó a la mesa mientras soltaba con malicia: «Mucha copa es esa, Sole, hasta para ti». Y el espadón dolió igual que las risas de sus compañeras, que se regocijaban de su afición por darle al alpiste. Inmaculada, sonrojada como de costumbre, no podía ni espantar moscas con lo que llevaba, así que dejó caer un siete de oros como si con ella no fuera la cosa, encogiéndose de hombros. La señora Felicidad se agitó sobre la silla intuyendo que se iba a liar parda. Soltó un tres de copas y hurgó más en la herida: «Toma, Sole, aquí tienes otras tres». Los comentarios subieron de tono.

Consuelo, después de pensarlo un rato, tiró el as de bastos con una vehemencia tal que la mesa pareció vencerse. «Ostras, Pedrín» —dijo Feli apagando un poco su eterna sonrisa—. Soledad no pudo contenerse: «Con ese bastardo ya no os reís tanto, malas pécoras». Los chillidos y las risas se oían por todo el pueblo. Doña Gloria, a todo esto, estaba callada como una tumba. Miró a sus compañeras con resignación diciendo: «Hay que fastidiarse, encima les tengo que dar brisca». Los no me digas, válgame Dios y otras replicaciones duraron casi un minuto. Gloria eligió una carta y la tiró mientras volvía a insistir: «Un as les tengo que dar». Y vaya si lo era. El otro as de bastos —que, jugando con dos barajas, mata al primero— salió a relucir con un golpe en la mesa. Los ojos del trío calavera —el de Sole, Inma y Consuelo— se quedaron como platos relucientes, con la boca entreabierta. Sus rivales —que ya sabían que Gloria tenía el as y estaban haciendo teatro—, no cabían en sí de gozo tras su jugada maestra.

La moviola duró unos minutos. Que si sois más malas que el hambre, que si vaya basto gordo te tenías guardado. De ahí en adelante la partida pasó a un segundo plano y Consuelo se vino arriba: «Tú de bastos gordos sabes un rato», dijo mirando a Feli. Esta se tronchaba: «Este es el más gordo que han visto algunas», replicó refiriéndose a Inmaculada, que se había mantenido virgen y estuvo a punto de levantarse y salir corriendo. Sólo supo decir en voz baja: «Algunas han visto muchos, me parece a mí».

Soledad era la más delgada, arrugada como un trapo hecho un gurruño, con mueca de enfado y vestimenta sobria. Había estado con algunos hombres, pero ella estaba mejor sin que nadie le diera la vara. «Yo tuve los bastos que quise, pero a la los despachaba rápido. No sé cómo aguantáis a los hombres».

Esperanza, más regordeta, era de las que veía el vaso medio lleno aunque tuviera sólo unas gotas. Un pedazo de pan con rostro confiado. «Yo no diría tanto, pero hay que saber buscarlos». Doña Espe lo intentó. Siempre quiso un príncipe azul y ninguno dio la talla. Siempre había algún pero. Quería enamorarse como en un cuento; la realidad se le hacía demasiado imperfecta.

Consuelo, que era alta y fortachona, cumplía ya cuarenta años de casada. «Tú quieres un hombre perfecto y no existen». Esperanza replicó con veneno: «Al menos no me conformo con el primero que pasa». Pero Consuelo siguió a lo suyo: «El amor no surge de la noche a la mañana. Hay que conformarse con lo que la vida nos da». Ella no se enamoró de su Ramiro el primer día, pero aprendió a ser feliz con lo que tenía.

Inmaculada había sido dominica. Nadie sabía si mantuvo el voto de castidad por convicción o por vergüenza. Cauta y silenciosa, no había perdido la fe religiosa: «No hay más amor que el de Dios, en él está la verdadera felicidad».

Feli, que era muy atea para su edad, se desternillaba con sus sermones: «Para Felicidad yo misma, que así me llamo y por algo será. Que le pregunten a mis amantes». Con ella se sonrojaban las cinco, no sólo Inmaculada. «Yo hago lo que me viene en gana, ni Dios ni los hombres me dan órdenes». Fue soltera cuando quiso y casada cuando le pareció bien. Nunca le importó lo que dijeran los vecinos. «Aunque si hubiera conocido al de la Gloria antes, se lo hubiera quitado», dijo entonando una risa cómplice.

Gloria se casó con un hombre rico y no tenía callos en las manos. Nunca se enamoró, pero tampoco le importó. Parecía la más joven y no lo era; coqueta y cuidadosa con su peinado, su ropa y sus joyas. Salía a comprar el pan emperifollada de arriba abajo. Respondió a su amiga: «No me puedo quejar, pero no todo son hombres en esta vida». Ella se refería más al dinero, pero Consuelo quiso ponerse emotiva: «¡Claro que no! Nos tenemos las unas a las otras. ¡Viva la madre que os parió!».

Una sonrisa sincera se dibujó en el rostro de todas. Se querían con sus bromas y sus formas de ser: opuestas como los polos de los imanes que luego se atraen. Las conversaciones más cómplices se sucedieron durante dos horas, hasta el toque de queda.

Hoy volverán a sacar sus sillas, sus barajas ajadas y su mesita a la calle Olvido; donde sólo olvida quien quiere.

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La amiga de enfrente

Antonio Linde Navas

Volvía a casa después del trabajo, cenaba y me ponía a estudiar un par de horas el temario de oposiciones. Todos los días. El ambiente del estudio y la concentración en la tarea hacían que me sintiera bien. El cono de luz del flexo en parte iluminaba el atril y en parte se derramaba hacia fuera. Así, un poco descentrado, no reflejaba la pantalla del ordenador. El calor de las noches de verano era soportable gracias a la brisa que entraba por la ventana de corredera abierta. De vez en cuando levantaba la vista de los papeles o la desviaba de la pantalla y miraba los edificios de enfrente.

A veces pueden observarse cosas interesantes en las ventanas iluminadas de los vecinos.

Hace varias noches reparé en ella. La primera vez me sorprendió un poco, pero tras unos segundos seguí con mi tarea. Cada vez que levantaba la vista, ella paraba un momento de hacer lo que estuviera haciendo y parecía mirarme. Tenía los ojos grandes. Yo diría que respiraba con cierta agitación. Parecía que solo de sentirse mirada se alteraba. Pensé que quizá era tímida.

A partir de ese día vi que acudía al poco rato de que yo empezara a estudiar. Bueno, me dije, quizá tenemos rutinas fijas. Quizá, como yo, se sienta un poco sola. ¿Desde cuándo estaría apareciendo, sin que yo lo advirtiera? ¿Y si tenía algún interés en mí? A ella no le resultaría difícil saber cuándo iba a estar yo allí, pues mi horario era del todo previsible.

Su presencia empezó a ser un pequeño aliciente. Me sentía acompañado, incluso levemente halagado. Hasta tal punto somos un poco vanidosos. «Todos somos buscadores de miradas. Hasta las personas más tímidas», recuerdo que nos decía un profesor de psicología en la facultad.

Al cabo de una semana el fenómeno me tenía tan interesado que, cuando descansaba la vista del trabajo, ya sólo atendía al borde del cristal de la ventana abierta, por donde asomaba su cabeza, cada noche, la salamanquesa. Se quedaba como muerta en cuanto la miraba y un par de veces que hice el mínimo gesto de moverme hacia ella, desapareció como un rayo. Al rato volvía. Me gustaba que cogiera confianza y metiera toda la cabeza hacia dentro del estudio. Yo no hacía nada que pudiera asustarla. Soy muy sensible y me emocionaba que un ser tan primitivo, bonito y huidizo, se plantara allí cada noche, curioseando y mirando.

Una de las noches más calurosas vi cómo avanzaba, por la parte exterior del cristal de corredera, con letal lentitud, hasta llegar a unos centímetros de una polilla gorda. Me quedé expectante, sin siquiera parpadear. Falsa timorata, oportunista merodeadora, idealizada en mi mente, más rápida que el ojo humano, la cazadora supersónica atrapó a la polilla. Primero engulló la cabeza y después el rechoncho tórax y el abdomen, mientras los élitros aún zumbaban y percutían agónicamente sobre el cristal.

La realidad se impuso. Ajeno a mi soledad, el reptil rondaba un par de horas a los insectos atraídos por mi flexo, en el borde de luz de la noche.

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Un charquito de agua en la cocina

Claudia Morales

Mi mamá se derretía todos los veranos. Yo ya sabía que apenas llegábamos a la casa en la playa, pum, adiós mamá. Papá me explicaba que sufría mucho del calor. Muchísimo, pensaba yo, cuando al día siguiente de llegar a Mar del Plata, me encontraba con un charquito de agua en la cocina.

Papá, triste, susurraba: pasó de nuevo. Con un trapo absorbía el agua, con cuidado lo escurría en un frasco de vidrio, lo tapaba y dejábamos a mamá en un estante, mientras nosotros nos dedicábamos a disfrutar de las vacaciones. Bueh, disfrutar es una forma de decir, porque papá lloraba un montón, nunca vi a otro hombre llorar así un amor.

Cuando volvíamos a nuestra casa en la Capital, en Marzo para que yo empezara la escuela, mamá aparecía de nuevo. Así durante toda mi infancia. Ya en la adolescencia empecé a desconfiar un poco de esa historia. Me sonaba… rara. Nadie más tenía una mamá que se derretía.

Hoy mamá se derritió para siempre. Tanto que ni siquiera estamos en verano. Tanto que ni siquiera encontré el charquito de agua en la cocina. Tanto que papá llora mientras dice que lo dejó, nos dejó, por ese hijo de puta que vive en Mar del Plata.

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El embalse

Asier Susaeta Díez de Baldeón

Jaime se ahogó al inicio del verano. Siempre afirmó que moriría joven, pero creo que pensaba hacerlo a los veintisiete, como Janis Joplin o Jim Morrison, y no a los diecisiete. Desapareció en una zona profunda del embalse, cerca de donde el resto charlábamos en la orilla aquella mañana. Los chicos nos tiramos al agua en cuanto reparamos en que Jaime no volvía a la superficie. Buceamos entre algas hasta que, agotados, comprendimos que no valía para nada.

Jaime llevaba un tiempo tonteando con María, mientras que yo había empezado a salir unos días antes con Teresa, su hermana. A mí me hacía menos gracia que a él eso de salir con la hermana del otro. Aquella tarde los eslabones hermano-hermana quedaron descompensados para siempre.

Tardamos algunos días en regresar al embalse y fue precisamente Teresa la que insistió en hacerlo. “Tarde o temprano tenemos que volver, así que cuanto antes mejor”, dijo. Creo que fue su manera de acelerar el duelo. Todos los de la pandilla intentamos actuar con normalidad, aunque para nosotros la muerte fuese aún tan translúcida como el agua. Aquella palabra tenía más sonido de sermón de cura que capacidad de intimidación. Junio estaba acabando y el embalse, a rebosar. El nivel se situaba a unos pocos metros de la parte superior de la presa. El calor llegó con el inicio del verano y de las vacaciones, como si fuese un señuelo del embalse para atraernos hacia sus aguas.

De aquellos últimos días de junio, recuerdo vívidamente cómo una tarde Teresa y yo nos habíamos escabullido, alejándonos del resto de la pandilla. Estábamos besándonos en una zona escondida entre matorrales cuando un anciano emergió de la nada. Llevaba una urna negra consigo, bien sujeta contra su pecho. Al vernos, se dio cuenta de que nos había interrumpido en plena faena, se disculpó y desapareció.

Cuando Teresa y yo nos bañábamos en el embalse, siempre hablábamos del pueblo hundido bajo nosotros. Según nuestros padres, lo habían vaciado en su época, cuando decidieron situar allí el embalse. “Podría hacerlo”, le decía yo a Teresa, como cada verano. Ella reía al escucharlo. Yo insistía en que algún día abriría las compuertas y dejaría aquel pueblo a la vista.

Nos movimos a una zona menos profunda del embalse en las primeras semanas de julio. Aparcábamos junto al merendero y los columpios. Carmen y Julián acababan de tener a Borja. Yo llevaba algunos meses trabajando en el kiosco de mi tío y Teresa estaba embarazada. Aunque todavía íbamos al embalse algunos días entre semana, lo normal era juntarnos allí el fin de semana. Sobre todo los domingos. Fueron semanas de bochorno y el nivel del embalse parecía bajar por momentos, ante nuestras narices.

“No te rías, podría hacerlo si quisiera”. Marta se reía a carcajadas: “¡para ya, papá!”. Los dos estábamos sentados en la orilla del embalse, con el agua mojándonos de cintura para abajo. Últimamente nos habíamos movido a una zona más tranquila, lejos de donde se situaban los jóvenes con sus equipos de música y su molesto chapoteo. A Teresa le aterraba que Marta se metiera al agua, así que solíamos quedarnos jugando en la orilla. Como si pudiéramos protegerla de cualquier peligro para siempre. “En serio, un día de estos vaciaré este embalse”, insistía yo frunciendo el ceño para hacerla reír un poco más. Aquello nunca fallaba.

No recordábamos un periodo de sequía tan largo y en los informativos no se hablaba de otra cosa. El nivel del embalse era tan bajo que mi antiguo sueño de dejar al descubierto el pueblo era ya casi una realidad, por mucho que yo no hubiese tenido nada que ver. Alguna tarde, Teresa y yo íbamos a pasear por los caminos que rodean el embalse, hacia el atardecer. Era también la hora favorita de los mosquitos y los adolescentes que querían hacerse una foto con la puesta de sol de fondo. Teresa se desvaneció un veintitrés de agosto, martes, sobre las ocho de la tarde. No había cobertura en aquella zona y tuve que esperar sin separarme de ella hasta que apareció un ciclista que enseguida buscó ayuda. Mientras esperábamos a la ambulancia, con los últimos rayos de luz deslizándose por la melena plateada de Teresa, divisé la torre de una iglesia asomando en el agua.

Esperé a principios de septiembre para ir al embalse con las cenizas de Teresa. Marta no quiso acompañarme; no entendía que los restos de su madre acabasen en un embalse agotado, yermo, por mucho que aquella fuese su última voluntad. El pueblo hundido que un día había estado lleno de vida, ahora mostraba su esqueleto. De alguna forma, me sentí culpable por haber bromeado con aquello. Mi primera idea fue caminar hasta donde Teresa y yo hicimos el amor por primera vez, aquella tarde de finales de junio, pero cambié de planes al encontrarme con una joven pareja que parecía estar a punto de hacer lo mismo. Me disculpé y decidí caminar hasta la presa con la urna bien sujeta contra mi pecho.

Desde lo alto de la pasarela del muro de piedra, el embalse vacío era un espectáculo desolador que el agua nos había ocultado durante décadas. “Este verano se me ha hecho cortísimo”, le había dicho a Teresa unas semanas antes. “A mí se me ha hecho eterno”, respondió ella antes de volar arrastrada por una corriente de aire.

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Una bajamar espléndida

Juan Fernando Collados Luján

Al principio pareció una bajamar espléndida, pero nada más. Las gaviotas, en el cielo, se arremolinaban sobre la línea de costa mientras dos chiquillos terminaban un castillo de arena dotado de su correspondiente foso. Habían construido uno bastante profundo y ahora esperaban a que una ola les llevara el agua del mar hasta la puerta misma del castillo. También habían construido un canal para que la ola entrante se encauzara hacia el foso, pero de momento no habían tenido esa suerte. Su madre les miraba trabajar con la arena y sonreía bajo el sol menguante de la tarde. De vez en cuando también me sonreía a mí, como pidiendo perdón por los chiquillos, pues ellos gritaban y chillaban y le pedían olas al mar, mientras yo intentaba dormir el final de mi siesta aprovechando los últimos rayos del sol. Arriba, las gaviotas se congregaban, cada vez más, y se disponían a pasar la noche tierra adentro, o eso parecía. Se levantó de pronto el viento de poniente y los pájaros parecieron flotar, estáticos, en el aire. Cerré los ojos y disfruté del sonido de las olas del mar que se iba apaciguando poco a poco. Escuchaba a los niños quejarse, «no hay olas, no hay olas», y a su madre reírse de ellos. «Id a por ellas vosotros», les decía. «Coged los cubos». La marea bajaba y las olas se calmaban. Abrí los ojos hacia el cielo. Varios pájaros negros volaban en formación, también tierra adentro. Cormoranes, pensé, o algo parecido. No me parecieron patos o gansos. Miré hacia los niños, que volvían corriendo a su castillo con los cubos rebosantes de agua salada. Reían y derramaban el agua. La madre me sonrió, disculpándose de nuevo. Ya no veía el oleaje desde donde estaba tumbado, la marea había bajado mucho y las olas rompían detrás de las dunas de arena. La madre de los niños se levantó y se acercó a la orilla a por ellos. Cerré los ojos otra vez. Solo se oía el viento y las gaviotas sobre mi cabeza, que parecían reírse de todo. Finalmente, poco a poco, hasta el grito de las gaviotas se silenció, y entonces me desperté. No sabía si había pasado un minuto o tres horas. La luz era ahora más difusa y ya nada arrojaba ninguna sombra definida así que supuse que el sol se había puesto tras las nubes. El silencio era casi total. El cielo azul se vació de gaviotas, seguí las últimas con la mirada, volando hacia un ocaso muy nuboso: grandes cumulonimbos negros cubrían el cielo de poniente y engullían uno a uno a los pájaros que volaban tierra adentro. No se oía tampoco a los niños. Miré hacia su castillo, pero ellos no estaban allí. Su madre estaba de pie, mirando hacia el mar, o hacia donde debería haber estado el mar. La marea se había retirado demasiado. Nunca en el Mediterráneo había visto lo que en los mares del norte se llaman mareas vivas, mareas que hacen aparecer o desaparecer playas enteras en apenas unos minutos. Ahora, la arena húmeda se extendía por decenas de metros hasta la verdadera orilla sin olas, donde los chicos recogían agua con sus cubos. En esa dirección el cielo seguía claro, de una azul desvaído, pero el horizonte mismo había cambiado, como si se hubiera hinchado y tensado. La madre de los niños estaba agitada y movía los brazos llamándolos. «Volved», gritaba, «nos vamos a casa ya». El viento era ahora más fuerte, aunque no producía ningún sonido; chocaba contra nosotros, contra las tumbonas y las sombrillas, con violencia, pero no silbaba en nuestros oídos. Por un último momento pensé que seguía soñando, soñando sueños febriles por haber dormido la siesta bajo el sol. Además de los niños, su madre y yo, no podía ver a nadie más en toda la playa, lo que acentuaba la sensación de pesadilla. Me incorporé y volví a revisar la extraña línea del horizonte, de un blanco lechoso, y al otro lado las nubes negras, altas y densas, que amenazaban una verdadera tormenta. Ya no había pájaros en el cielo. Los chiquillos volvieron, tirando agua desde sus cubos, aunque en silencio. «Ya no hay olas, mamá», dijo uno de ellos mientras descargaban el agua en el foso del castillo de arena: «Esta es de un charco». «No, ya no hay», dijo la madre, «por eso nos vamos a casa». Su voz pretendía ser firme y tranquila y tal vez para los niños lo pareciera, pero yo noté el miedo en las palabras. Una vibración. La observé en silencio mientras recogía las toallas, secaba a sus hijos y les vestía. Les miré mientras yo mismo me vestía, dispuesto, como ellos, a volver a casa. Sonreí a la madre. «Vaya marea viva», dije. Pero ella no me respondió ni me devolvió la sonrisa y solo lanzaba miradas rápidas hacia el mar. Me vestí mientras ella terminaba de recoger. Estaba cada vez más tensa y no dejaba de mirar el mar como yo no dejaba de mirar los cumulonimbos, esperando el estallido del rayo o ese desgajarse que tienen las nubes cuando comienza a llover a cántaros. Ella terminó de recoger y se acercó a mí. Mientras sujetaba a cada uno de sus hijos con una mano me dijo: «eso no es una marea viva». «Mire a los animales», añadió señalando al cielo, refiriéndose a las gaviotas que habían entrado en los cumulonimbos. «Se ha ido», dijo. «¿Los animales?», pregunté. Negó con la cabeza. Miré hacia mar, al horizonte lechoso que parecía ahora muchísimo más hinchado, como si se hubiera alejado y crecido enormemente, y la arena húmeda que se extendía hasta donde me alcanzaba la vista. «Ya no está, ya no hay olas», decía casi para sí mientras pasaba por mi lado tirando de sus hijos hacia la calle y el aparcamiento. «Se ha ido», repitió, «el mar se ha ido».

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Andrea Núñez-Torrón Stock

De aquel verano solo queda una navaja

De aquel verano solo queda una navaja. Nos la regaló Marcopolo el día que le ayudamos a descargar pescado de su camión verde esmeralda: el olor a mar se nos metía en las tripas. Era San Juan y un hechizo flotaba en el aire, con las brasas recién nacidas y el efluvio a sardinas. Todo estaba cambiando.

Aquellos meses nos parecieron cientos de años: nuestros cuerpos de niños mutaron a jóvenes salvajes, animalitos callejeros con fiebre, anfibios insomnes. Simón, Anita Dinamita, Ro y yo, pura telequinesia, cachorros inseparables. Hurtábamos cigarrillos sueltos a nuestros padres para marearnos con un humo azulado que no sabíamos tragar. Hacíamos piruetas con las bicis como locos circenses, probábamos a ver quién aguantaba más con la palma sobre la llama de un mechero o sin respirar bajo el agua clorada de la piscina municipal. Inventábamos nuestros propios sortilegios: escondíamos tesoros absurdos en la tierra del parque, sahumábamos ramitas, dejábamos notas inquietantes junto a viejos juguetes en el solar de atrás de casa y nos escondíamos a fisgar a la víctima. Devorábamos bocadillos con ingredientes imposibles salpicados de tabasco, metíamos donettes en el congelador, mirábamos a las hormigas que vigilaban la basura de los primeros turistas. Poníamos una vieja radio en el centro de nuestro banco garabateado y bailábamos como duendes drogados por su propio líquido linfático en movimiento. Ro nos enseñaba las constelaciones y sus misterios. Pedimos deseos con las Perseidas, grabamos canciones de Eskorbuto, Parálisis Permanente y Siouxsie & the Banshees en cintas de casete llenas de pegatinas y las arrojamos dentro de una cápsula del tiempo. Un día robamos licor de guindas y vino añejo de los minibares de nuestras familias y jugamos a la botella con otros chavales del barrio. Los besos con lengua nos dieron asco y nos parecieron un ritual desconcertante, una chispa eléctrica en medio de la náusea. Salimos corriendo a bañarnos en el puerto, entre barquitos callados como peces abisales.

Las manos nos olían siempre a césped recién cortado, a salitre y a la pastilla de jabón Magno. A veces corríamos hasta quedarnos sin aire en el pulmón, cada día un palmo más lejos. Teníamos a un ejército de gatos escurridizos a los que imantábamos con latas de atún en las noches de luna llena. Las camisetas favoritas de siempre nos empezaban a quedar pequeñas: hombres lobo y vampiresas que aumentaban de tamaño de forma abrupta, como en Cariño, he agrandado a los niños. Como no teníamos cámara de fotos, nos avisábamos con un guiño para inmortalizar los momentos que queríamos grabar para siempre. No queríamos hacernos mayores: nos aterrorizaba ahogarnos en burocracia, maletines y revisiones dentales. Era un espanto parecerse a los mayores, rostros almidonados, cansancio ojeroso, cirrosis temprana, desencanto frente al murmullo del televisor. Tampoco queríamos ser niños: la magia de estar vivos era ahora nueva e inflamable, nos sentíamos pájaros encima de rascacielos altísimos, los relámpagos de una tormenta de agosto. Nuestros sueños brillaban como medusas dentro de nuestras cabezas: Simón quería escribir películas, Ro tener una banda de postpunk y Anita Dinamita, entrar en la NASA. Yo, Uli para los amigos —aborrezco ser Ulises—, todavía no sabía quién quería ser: me gustaba arreglar trastos y concentrarme en las cosas pequeñas. Tal vez podría convertirme en dentista, relojero, mecánico o informático. O inventor de juguetes. El futuro era como una lejana bola de hierba del oeste.

Los días se hacían más cortos y la bola de lava del sol desaparecía cada atardecer un poco antes. Fingíamos que no nos importaba, aunque una melancolía sin nombre tintineaba en el fondo de la garganta. El fin del verano, ese miedo peludo en el fondo del pozo: Simón se mudaba a Madrid y yo no iba al mismo instituto que Anita y que Ro, que estudiaban con las monjas. Pasaríamos de compartir bloque a dispersarnos por el mapa, a pertenecer a otros enjambres. Para despistar al tiempo, sacábamos nuestros tazos fosforitos, íbamos al solar con linternas, salchichas de bote y sobres de Tang a esperar la llegada de algún ovni, hacíamos barcos con periódicos para tirarlos por las alcantarillas, juntábamos palos para una hoguera en la cala, y Simón nos contaba la última historia de Se ha escrito un crimen, con la cicatriz de debajo de la nariz iluminada por las llamas. En verano, el pelo se le ponía casi blanco. Desde arriba, estoy seguro de que parecíamos espíritus. Fantasmas que querrían quedarse a vivir en sus cuerpos de 14 años.

Unos días antes de que Simón hiciese las maletas, cuando septiembre ya asomaba sus patitas, el fresco se levantaba por las noches y una luz dorada anticipaba el cambio de ciclo, rescaté la navaja de Marcopolo de un bolsillo del chándal. Mis piernas no habían parado de crecer como en un cuadro del Greco. Estábamos solos en el solar, aguardando el aterrizaje de una nave espacial y su resplandor verdoso, sorbiendo una cerveza caliente que nos burbujeaba en la tripa. Anita y Ro ya se habían marchado a sus casas, con las promesas respectivas de un sándwich de queso a la sartén y de una película de vaqueros.

Te voy a echar de menos. La frase se quedó flotando en el aire, como el bochorno. Simón tomó la navaja, y me hizo una cruz pequeñita en la palma de la mano. Otra en la suya. Como un sacramento. El viento silbando por todo el solar. La sangre brotó más oscura de lo pensado. Poderosa. Metálica. Me miró un segundo a los ojos, sus iris grises, su pelo casi albino, el rastro de un bigote transparente en su cara de niño. Y cogió mi palma y chupó mi sangre, muy serio. Yo me reí de nervios, y también lamí su mano. Una extrañeza como en la primera comunión. Me empezó a doler mucho la barriga, y el dolor se quedó hasta el invierno.

Ahora, de aquel verano solo queda una navaja.

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La buena Juana

Víctor Granados de Prádena

Sus carrillos siempre se sonrojan al tender la colada de ropa blanca en la azotea de su vieja casa. Viste tan solo una fina bata a medio abrochar, que transparenta los sacos de los bolsillos, repletos de pinzas de madera. A esta altura, las sábanas, batiéndose con el viento estival, ponen a prueba las tensas cuerdas. Juana sonríe al sentir cómo los lienzos húmedos se le pegan al cuerpo, como si buscasen crear el molde de su figura, efímera. Antes de volver a entrar en la casa, se acerca al borde de la azotea y mientras su sonrisa se va ensanchando, se desabrocha los botones. Abriendo en dos la bata, deja su cuerpo, maduro, expuesto a la revoltosa brisa que se eleva desde el valle del río, sintiendo cómo la piel y los pezones se erizan a su paso. Sabe que el momento ha llegado.

Por más vidas que hubiese vivido, Juana nunca ha sido ni se ha comportado tal y como el mundo esperaba que las mujeres lo hicieran. Hace ya varias décadas desde que los vecinos del pueblo descubrieran que un parto especialmente duro se llevó a la mujer de Silvio. Y una década más, hasta que los ojos de sus gentes comenzaron a ver al viejo viudo, con una moza que, según él, era su hija, Juana, en honor a la madre que no llegó a conocer. Nadie dudó de sus palabras, ya que el parecido de la niña con su difunta esposa era algo más que evidente. Una jovencita fuerte, decidida y salvaje.

Descarada y malhablada, la joven Juana no disfrutó de la amistad de las muchachas del pueblo, que la detestaban. Criticándola siempre con la boca pequeña al pasar por su lado, cogidas del brazo. Por su parte, los hombres, que negaban con la cabeza al verla, se perdían en lascivos pensamientos, ya que si así se comportaba en público, cómo no lo haría en privado. Sin embargo, y para desesperanza de muchos, tras enterrar a Silvio, Juana tomó la decisión de no compartir su vida más que con ella misma. Y hasta hoy, con seis décadas a sus espaldas, no se ha arrepentido ni un solo día de su decisión.

Con los años, la Juana había pasado de ser una malcarada criaja a una mujer respetada, por su carácter desenfadado y jovial, su pensamiento moderno y, sobre todo, por sus acertados consejos. «Sabia como la tierra», decían las viejas, recelosas de los conocimientos tan versados que parecía albergar en su cabeza. No era raro que, en los meses de calor, cuando resultaba más fácil atravesar la larga senda que separaba su casa de las del pueblo, se vislumbraran las figuras de los que venían a pedirle opinión, bendiciones e incluso algún que otro remedio para el corazón.

Pero hoy, mirando al cielo, Juana sabe que esos días no volverán a repetirse hasta dentro de varias décadas. El sol comienza su descenso y con él, el verano toca a su fin. Sabe que la hora ha llegado, se adentrará en el bosquecillo que linda con su casa para guarecerse hasta el amanecer.

Mientras trenza sus canas frente al espejo, el vidrio le devuelve, una vez más, los viejos recuerdos de su vida con Silvio y de la figura que ha ido creando con los años, la buena Juana, una mujer de la que hoy se despedirá. Esas cápsulas de memoria se enredan con su recogido al percibir un fino mechón, todavía castaño entre sus dedos. Despidiéndose con un guiño de su reflejo, sale de la casa a pies descalzos y enfrenta el camino de tierra gris.

En aquel bosque, las copas de los árboles se entremezclan formando una cúpula que sombrea el suelo. Juana sabe perfectamente hacia dónde se dirige: pasados esos montículos rocosos, se abre ante ella un claro protegido donde descansa una pequeña poza oscura, rodeada de una laguna de aguas prístinas. Dejando caer la bata a sus pies, se arrodilla y acaricia la superficie del agua con la yema de sus curtidos dedos, sintiendo una punzada de dolor de tan fría. Juana se levanta y, decidida, comienza a adentrarse en la cristalina laguna, avanzando segura hasta que el agua cubre sus caderas. Es entonces, mientras siente en la palma de sus pies cómo el resbaladizo fondo de piedra se curva hacia abajo, cuando se zambulle en la poza de agua negras. La superficie crea ondas que se extienden por toda la laguna, hasta que pasados unos minutos vuelve a su tibieza original.

Cuando parece que ha terminado, de las aguas emerge una figura envuelta en una melena castaña y espesa, de piel suave y carnes prietas. Los senos firmes, el vientre terso y las piernas rotundas. La joven se tumba en la hierba respirando profundamente al principio, hasta sosegarse y quedarse dormida.

Horas después, cuando ya es la luna la que tiñe las hojas, la muchacha se levanta, y desperezándose, recoge la bata para cubrirse con ella. Con una sonrisa dibujada en sus rosados labios, se acerca hacia el límite del claro en busca de algo que comer. Resulta delicioso observar la gracia con la que la joven escruta los arbustos de espino del bosquecillo, esquivando las ramas punzantes hasta conseguir pellizcar las tersas bayas que le esperan arracimadas y ocultas a los picotazos de los pájaros. Hermoso, salvaje. Atávico. Juana devora las moras a dos carrillos, mientras el jugo pegajoso tiñe sus dedos y mancha las comisuras de sus labios de púrpura.

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Mundo invisible

Enrique Mochón Romera

Mi amigo invisible apareció una tarde de primeros de julio. Estaba yo en mi patio, imaginando lo que estarían haciendo en la playa los demás niños del barrio, cuando lo descubrí observándome a través del seto. Parecía estar tan aburrido como yo, por lo que me acerqué y lo invité a pasar. Congeniamos enseguida. Nos divertían las mismas cosas y no paramos de jugar hasta que mi madre me llamó para cenar. Al despedirnos, le dije que podía venir cuando quisiera, y él, aunque entonces no dijo nada, volvió al día siguiente y siguió haciéndolo todas las tardes que pudo de aquel verano.

Traía siempre con él a un perro flaco lleno de pulgas que se tumbaba junto a nosotros mientras merendábamos. Si le echabas pan, el animal estiraba el cuello y se lo comía sin levantarse. Parpadeaba muy despacio, como fijando su atención en un punto concreto y, al bostezar, su larga lengua le colgaba por un lado. Si se quedaba dormido emitía unos gemidos lastimeros que te hacían compadecerlo. Nos seguía a todas partes. A veces se detenía para rascarse el costado con las patas traseras, cosa que le hacía perder el equilibrio, y después trotaba levemente hasta coger nuestra estela.

Mi amigo olía a herrumbre porque su padre era chatarrero. Los traía a media tarde en su motocarro. Se detenía ante nuestra casa y saludaba desde dentro con la mano y, al poco, ambos salían de entre la carga de chapas y alambres oxidados, como dos pajarillos de un matorral, y saltaban al suelo desde el volquete. Acto seguido arrancaba y se alejaba despacio para, según su hijo, no hacer mucho ruido en el barrio con el motor. El padre de mi amigo invisible solía vestir una camiseta interior de tirantes que hacía tiempo había dejado de ser blanca. Con su cara chupada y sus brazos quemados por el sol, parecía uno de esos hierros viejos con los que trabajaba.

Aunque eran invisibles, mi amigo se llamaba Nono, su padre, Juan, y su perro, Alpargato. Quién lo hubiera pensado. Me lo dijo una vez al comprobar que yo creía que no tenían nombre. Empecé a llamarlos así desde entonces. A mi amigo sobre todo. Porque con su padre nunca hablaba; después de su saludo sin palabras, mientras Nono y Alpargato bajaban del volquete, se quedaba observando la cancela y la verja de nuestra casa meneando la cabeza, como si calculara su precio al peso. En cuanto al perro, daba igual cómo lo llamaras, porque de ninguna forma hacía caso.

Nono acostumbraba a venir con los bolsillos llenos de objetos metálicos: timbres de bicicleta, bolines de cojinete, figuras de ajedrez, imanes de dinamo…, y hasta balas disparadas. Jugábamos con ellos como si fueran juguetes nuevos, olvidando o ignorando ese todo al que una vez pertenecieron, y antes de irse me los regalaba diciendo que tenía más en casa. Yo escondía todos sus regalos de la vista de mi madre. De haberlos encontrado, habría dicho que mi cuarto parecía un vertedero.

Nono tenía una madre también. Cuando me lo dijo, ya ni me sorprendí. Por lo que hablaba de ella, era una madre como la de cualquiera: le reñía cuando no le hacía caso, le recordaba que tenía que hacer los deberes, lo obligaba a lavarse los dientes antes de acostarse; si estaba comiendo, le decía que dejara de mover los pies y se acabara el plato, si salía, que no volviera tarde y que tuviera cuidado. Nono contaba que llevaba algún tiempo enferma, pero que no sabía lo que le pasaba porque nunca quería hablar de ello. A él tampoco le gustaba hacerlo.

Tenía además un hermano mayor, llamado Rafa, del que heredaba la ropa y el calzado. Como le llevaba cuatro años, su madre tenía que meterle de largo a los pantalones y arreglarle lo mejor posible jerséis, camisas y chaquetas. Las sandalias y los zapatos, en cambio, los tenía que llevar como le estuvieran, demasiado grandes siempre. Un día lo sorprendí mirando mis zapatillas nuevas. Me habría gustado ser su hermano mayor, aunque sólo fuera para poder pasárselas al año siguiente.

Rafa había dejado ya la escuela y ahora trabajaba en la chatarrería. Nono me contaba que a su padre le venía bien su ayuda, pero que no estaba muy contento. Decía que, puestos a que su hijo siguiera sus pasos, hubiera preferido ser médico, arquitecto o alguna otra cosa de provecho. Rafa se estaba haciendo una moto en los ratos libres con piezas de motos viejas. Nono y yo bromeábamos sobre ello imaginándolo trajinar con manillares, motores y ruedas como un joven doctor Frankenstein con órganos humanos; esperando, con el artefacto terminado, la descarga eléctrica de un rayo que lo hiciera funcionar.

Una tarde que Nono y yo estábamos jugando a lanzar la herradura, Rafa llegó con su moto de retales. Se quedó esperando junto a la cancela sin parar el motor, y Nono y yo nos acercamos corriendo a ver qué quería. «Sube, le dijo a su hermano, que mamá se ha puesto peor». Nono me miró haciendo pucheros y luego agarró al perro y subió detrás, con él en brazos. Mientras Rafa arrancaba, Alpargato inició un parpadeo en el que pareció mirarme con infinita tristeza. Aún no lo había consumado cuando los tres doblaron la esquina de la manzana.

Ese verano supe que en los entierros de gente invisible también se llora. El callejón del cementerio rebosaba de parientes y amigos invisibles de la familia de Nono. Entre ellos, frente al nicho donde habían metido a su madre, se hallaba él, agarrando y acompañando en su abatimiento a su padre y a su hermano. Tumbado delante, dormitaba inquieto Alpargato. Los sollozos arreciaban a veces, mientras que en otras se detenían de repente, haciendo que sólo se escuchara la llana del sepulturero deslizarse sobre el yeso fresco. El último recuerdo que tengo de los cuatro es su imagen gris abandonando el cementerio bajo un despiadado aguacero, en el sol radiante de finales de agosto.

***

El rebusque

Antonio Romero Montilla

El sol yaciente descarna los olivares. Las chicharras chisporrotean chismes de comadres; mecanizadas, frívolas, olvidadizas. El bochorno desborda los cuatro Nortes y la lejanía se desvanece abisal.

Aquí, en el olivar, al principiar la siesta, la eternidad se entiende. Es humana. Un instante de sol anclado al polvo.

—Son de morirse.

—¿El qué, Heredia?

—Los meados. Esos no hieden, ni escuecen.

El ahorcado pesa cabizbajo, arrepentido. Viste endomingado y pende de la rama como títere en reparación. Los tres críos mantienen la distancia. Críos de mañas jornaleras y entrecejos en contienda. Críos con el hambre muy filósofa, porque cuando se tiene hambre no se piensa en comida, se piensa en hambre.

—Genaro, Heredia dice que los meados son de morirse. ¿Los meados de los colgados no hieden ni escuecen?

Genaro dirigía el rebusque que los llevó al ahorcadero. Es el capitán general de los tres. Se ganó el rango porque salta la tapia de la mancebía de los Cabrales a pies quietos, porque aprendió a fumar sin que le dieran lección y porque, aunque le viva, no tiene madre.

Como oficial al mando que es, Genaro ya apunta a estatua: no contesta. Se vacía el mirar taciturno en el cárdeno reventón que estrangula la soga.

—Pues yo no meto la mano en los bolsillos.

—Solo se cuelgan los ricos, Lucas. ¿Y si guarda algún duro?

Lucas anda justo de entendimiento, no le alcanza para largas travesías. La cojera en el discurrir le viene de haber sido bautizado malamente, ya crecido, con el cuerpo casi hecho persona. La tardanza fue a causa de la guerra, sus padres vivían montaraces, escondidos, y eran de rezo arisco y a deshoras.

—Genaro, Heredia dice que solo se cuelgan los ricos. ¿Los colgados siempre son ricos?

Genaro no altera la efigie. Lucas vuelve a lo suyo.

—Copón, Heredia, que está meado.

—¿Y qué?

—Pues que está meado.

—Pero ya te he dicho que son meados de morirse. No de mearse.

—¿Y si después no es de los ricos?

Heredia gasta el cavilar de los raposos. Como ellos es escurridizo y tunante por naturaleza puerca, y también como ellos sabe de cuentas sin haber sufrido escuela.

—Va peripuesto. ¿No lo reconoces? Julián Cepeda. «Don Julián» le cantan los camareros del Casino. Que lo tengo visto allí. Y en los Cabrales más.

El trapicheo zorruno de Heredia no halla descanso. Husmea la linde y al menor resquicio ya está dentro.

—Este visitaba a tu madre, ¿no, Genaro?

Ahora Genaro se hace de carne y hueso. Su voz descalabra.

—¡Que no es mi madre!

—O lo que sea, pero visitaba mucho a la Isabelita.

—¿Y por qué la visitaba?

Lucas se gana un sopapo por preguntar. Y otro Heredia, para aprovechar la romería. A Heredia el guantazo de Genaro le ha sabido a confite. Se relame.

—Lucas, a Isabelita la visitan los hombres porque es buena y la quieren, Encarna, la de la tahona, la que está frente por frente con los Cabrales, cuenta que este era el que más la visitaba.

—¿El colgado?

—El que más. Encarna ya se calculaba el vencimiento, decía que o se metía a cura o se ahorcaba.

Lucas conoce el valor de sus cortas luces, gracias a ellas tiene a las salamanquesas de ángeles de la guarda, sin embargo, en momentos como ahora, reconoce que tampoco le sobraría estar mejor bautizado. Asiste a las palabras que se cruzan Genaro y Heredia como a monserga de gentes extranjeras.

—Genaro, ¿una vez no te dio dos perras chicas? Te vio frente al Casino y te dio 2 perras chicas.

—Le traje tabaco.

—Y luego te dio 2 perras chicas.

—Porque me pidió que le trajera tabaco.

—A mí nunca me lo pidió. Que le trajera tabaco. A mí solo me pide que le traiga tabaco mi padre.

Heredia, raposo curtido en acechanzas y perdigonadas, es callarse y salir por piernas. Genaro va detrás. No lo atrapa. Pero agarra un canto y de una pedrada hace trastabillar al zorro. Ya presa, Heredia se defiende manoteando, aunque las puñadas que Genaro le atiza no son moscas que se espanten.

El sol caído entre olivares, el chicharreo industrializado, la insondable y trémula lontananza, el tonelaje del bochorno, la eternidad perecedera, y estos mamporros que suenan a tambor de carne y rematan el teatral atrezo de una tierra.

—¡Es de los ricos!

Genaro y Heredia se aquietan. Lucas, a la carrera, ondea un billete de cinco duros.

—¡El colgado es de los ricos!

Genaro le arrebata los cinco duros a Lucas. Palpa el billete no creyéndose el orinado sueño. Rompe el trance.

—¡Lucas, vete y sácale la ropa! ¡Y mira si lleva reloj!

A Lucas lo frena el siseo ambulante de una salamanquesa. Precavido, ensancha los soplillos. Alerta los otros dos.

—¡Los guardas del olivar se allegan!

Los tres críos recogen los talegos del rebusque y se ponen a cubierto. La siesta arropa con mantas. El calor cementa el aire. Las chicharras manufacturan indiferencia. El sudor remienda el espaldar y las sobaqueras de los críos que, desde la distancia, observan el hormigueo de tricornios y dan por perdidos la ropa y el reloj.

—¡Nos volvemos!

Dispone Genaro. Lucas, perrito faldero, retoza en torno suyo.

—¿Qué haremos, Genaro?, ¿eh?, ¿qué haremos con los cinco duros?

Lucas propone panes para un mes. Lucas propone esconderlos como el lince que se guarda la caza cuando anda saciado. Lucas propone comer de noche, después de las peonadas. Lucas propone meter cuatro perras en el cepillo de la iglesia, por ver si le compensa algo el flojo bautizo.

—¿Eh, Genaro?, ¿los cinco duros nos darán para mucho?

Heredia, tras la pareja, anda guiñando a las malas un ojo amoratado. Se tienta la nariz rota y escupe sangre.

—Mientras no vaya a que lo quiera la Isabelita.

Y arranca a correr.

***

La Lengua de los Dioses

Daniel Castillo Martín

El mundo es distinto desde que el ibón de Lumiarnes se deshizo en agua cristalina después de más de 300 años sin noticias de su deshielo. Aquel pequeño lago, según los habitantes de las poblaciones circundantes al estrecho valle montañoso, era como un espejo eterno que reflejaba la luz del sol incluso cuando éste estaba velado por los picos más altos. Sin embargo, una mañana en que la primavera estaba llegando a su fin, un pastor acostumbrado a los traicioneros desequilibrios de las cadenas montañosas vio una pequeña poza en el lugar donde antes se encontraba el hielo. Esto ocurrió el mismo día del solsticio de verano de 1906. Han llegado hasta nosotros una gran cantidad de registros, diarios y actas judiciales donde se habla del recurrente suceso del ibón que deshiela una vez al año durante el primer día del verano y otros muchos describen cómo poco a poco este suceso empezó a cobrar tanta fama que en 1910 se instauró la Festividad del Solsticio.

Al principio, durante dicha festividad, las gentes de la provincia celebraban eternos banquetes y bebía hasta que la luz del sol se extinguía como una vela titilante, mientras los más jóvenes subían en grandes grupos hasta el valle donde la tranquila superficie del ibón se movía ligeramente azotada por el viento. Al parecer, fue una chica de 17 años la primera en quedarse atrapada en el lago en 1913. Según se puede leer en las actas de la reunión comunal que se celebró ese mismo año, la joven quiso ganar una apuesta a sus amigos, quienes aseguraban que no podría tocar el fondo del ibón. Fue entonces cuando, transcurridos unos minutos, el agua comenzó a solidificarse de nuevo.

En el año 1914, cuando Jimena, una chica que debería haber cumplido los 18 años hacía escasas semanas, emergió del lago convertida en toda una anciana con los huesos desvencijados y la cara tallada por el tiempo, fue cuando comenzaron las investigaciones en torno a los Dioses del Lago. Durante varias semanas la chica no logró articular palabra. Sus padres, quienes no tenían esperanzas de volver a verla jamás, la instaban a que les contase lo que le había sucedido y, sobre todo, cómo había sobrevivido tanto tiempo bajo el agua. Sin embargo, Jimena, con la mirada siempre puesta hacia el lago, jamás volvió a articular palabra hasta que murió de manera natural pocos meses después. El único testimonio que conservamos de la muchacha son algunas anotaciones escritas con una simbología que aún hoy es un misterio, además de un dibujo de trazo irregular y temblante en el que se pueden observar a cuatro seres gigantes sentados sobre tronos de piedra.

En la actualidad no sabemos mucho más de estas criaturas que lo que se descubrió entonces. Desde 1915, ciertas personas se han prestado voluntarias a introducirse en el ibón durante el solsticio y todas han emergido al año siguiente durante el deshielo totalmente transformadas por el paso del tiempo. Ninguna de ellas es capaz de hablar y todas escriben en una lengua desconocida, configurada por una simbología regular compuesta por líneas rectas y círculos. Los estudios científicos han tratado de dar explicación a lo que ocurre en aquella fosa durante un año entero, pero hasta el momento lo único que tenemos son hipótesis sin contrastar. Lo que está claro es que los Supervivientes, tal y como se conoce a estas personas, fallecen a los pocos meses debido a causas naturales, por lo cual consumen toda su vida adulta en tan solo un año. También sabemos que aprenden una lengua extraña que hasta ahora no hemos descifrado, por lo que podemos suponer que los Dioses se comunican con los Supervivientes. Lo que no está claro es qué transmiten a las personas que emergen del lago para no poder volver a hablar jamás y no conocer otra cosa que la Lengua de los Dioses. La teoría que muchas personas difunden es que los Supervivientes ascienden traumatizados y atenazados después de tanto tiempo bajo el agua. Por el contrario, yo creo que lo que los Dioses comunican a estas personas es tan prolijo, extenso e inabarcable para el cerebro humano que durante los escasos meses de vida que le restan a los Supervivientes, siguen asimilando todo lo que han aprendido.

Pronto supimos que los documentos escritos por los Supervivientes antes de morir contenían información extremadamente relevante, así que en 2010 se creó un equipo de investigación formado por lingüistas e historiadores para dar respuesta al enigma que tanto tiempo lleva arrastrando la humanidad. Sin embargo, hasta ahora no hemos conseguido ningún resultado fiable. Creemos que la Lengua permite combinaciones infinitas tanto a nivel gráfico-fonético como morfológico y sintáctico, por lo que puede llegar a dar nombre a infinitos conceptos y, por ello, es imposible de descifrar sin una pista clara que creemos jamás llegará. Muchos apuestan por medidas drásticas para solucionar este problema como enviar a más de una persona al fondo del ibón o intentar destruir la capa de hielo con explosivos para interrumpir el proceso durante el invierno y ver qué sucede. Unos pocos, incluso, apuestan por enviar a un recién nacido para que se acostumbre a las divinidades y pueda resurgir como un mesías de entre las aguas.

El mundo llevaba demasiado tiempo esperando una prueba tangible de la existencia de un dios y, cuando por fin la ha obtenido, ha caído en una espiral de locura que va a destruirnos. Mi visión de la situación no ha sido muy bien recibida, creen que soy un alarmista y seguramente me cause serios problemas, pero, si no conseguimos descifrar las palabras de los Dioses, alguien querrá imponer su ideología y no serán pocos los que lo intenten. Sin la palabra de Dios, siempre habrá palabras de profetas sanguinarios. Necesito descifrar su lenguaje. Necesito saber qué quieren transmitirnos esas criaturas. El próximo solsticio seré el siguiente en convertirme en Superviviente y, por eso, dejo por escrito estas palabras por si alguien tiene que continuar con mis investigaciones.

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Juan Jose
Juan Jose
9 meses hace

Como a mí me han tocado bastantes veces mis depiladas gónadas (con Veet Pro) con esto de las comas y las tildes, por ahí he visto alguna S mayúscula en supervivientes, que no debería estar. (Espero no haber colocado ninguna coma asesina).

Yemilah
Yemilah
9 meses hace

Os gusta más el costumbrismo que a un tonto una lavadora.

Natalia
Natalia
9 meses hace

Me han encantado todos los relatos, yo también participé pero siento que mi escrito se quedó a años luz de los finalistas. ¡Mucha suerte!

Francisco Brun
8 meses hace
Responder a  Natalia

Perseverar sin claudicar, más temprano que tarde, brinda frutos sorprendentes.
Cordial saludo

Francisco Brun
9 meses hace

Mis felicitaciones a los autores de los diez relatos elegidos, todos son excelentes; y también al resto de los escritores y escritoras participantes que aquí nos hemos dado cita.
También mi agradecimiento a las señoras y señores del jurado, que debemos decir, no tienen una tarea simple de realizar.
Cordial saludo a todos

Raúl Dueñas
Raúl Dueñas
8 meses hace

Son diez relatos muy buenos, me apena no encontrarme entre los diez mejores, pero peor sería no haberlo intentado. Enhorabuena a los diez, yo ya tengo mi favorito.