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Homo antecessor, de José María Bermúdez de Castro y Eudald Carbonell

Homo antecessor, de José María Bermúdez de Castro y Eudald Carbonell

En 1997, la revista Science se hacía eco de un descubrimiento que habría de transformar la historia evolutiva del ser humano: el hallazgo de unos fósiles en la sierra de Atapuerca que indicaban la existencia de una especie no registrada hasta el momento: el Homo antecessor. José María Bermúdez de Castro y Eudald Carbonell, dos personas vinculadas al yacimiento desde sus orígenes, han escrito ahora un libro en el que explican la importancia de aquel descubrimiento.

En Zenda reproducimos el Prólogo que José Manuel Sánchez Ron ha escrito para Homo antecessor. El nacimiento de una especie, de José María Bermúdez de Castro y Eudald Carbonell (Crítica). 

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Tener la oportunidad de prologar un libro en el que dos de los codirectores de Atapuerca, José María Bermúdez de Castro y Eudald Carbonell, narran la historia de este extraordinario yacimiento paleontológico, constituye un gran honor. Y su publicación no solo un acto de justicia para con un colectivo de científicos, y en particular para los dos autores de este libro, que han dedicado una parte importante de sus vidas —probablemente la mejor, la verdaderamente inolvidable— sino, además, un servicio necesario a la cultura española, tan necesitada ésta de verse enriquecida por lo que la ciencia aporta y ha aportado. Y esto por varias razones. La primera es que en el mundo de la ciencia no se ha producido en España nada comparable, tanto por el interés de los descubrimientos que se han realizado allí como por la repercusión internacional que estos han tenido, como lo que se viene haciendo en Atapuerca desde hace algo más de tres décadas. La segunda tiene que ver con la atención a los detalles, a esa historia habitualmente descuidada, y por consiguiente prácticamente oculta, protagonizada por todo aquello que es necesario para poder llevar a cabo una investigación, más aún en una que tiene lugar en un lugar apartado del campo burgalés. ¿Dónde, por ejemplo, alojarse durante las campañas de verano, teniendo además en cuenta el número, que fue creciendo a lo largo de los años, de los participantes en las excavaciones? ¿Cómo conseguir la financiación necesaria? La financiación y la protección imprescindible del yacimiento. Hoy, cuando el mero nombre de Atapuerca suscita respeto e interés en la sociedad española, cuando los descubrimientos realizados durante las campañas veraniegas reciben inmediatamente la atención de los medios de comunicación, cuando son incontables las personas que desean visitar el yacimiento, y cuando muchos políticos no desdeñan, sino todo lo contrario, cualquier oportunidad para «hacerse ver por allí», puede pensarse que siempre fue así. Pero no lo fue, como explican, sin rencor pero sin olvidar, Bermúdez de Castro y Carbonell. Los españoles debemos saber no sólo de los logros conseguidos, también de las dificultades, de las miopías o, peor aún, del desinterés de aquellos que debían haber apoyado desde el primer momento. Necesitamos saberlo ya no tanto para exigir responsabilidades —misión por otra parte imposible aparte de desagradable— sino para no repetir en el futuro los mismos errores, para que la ciencia, cualquier ciencia, practicada en España pueda desarrollarse con la mayor libertad y aprovechamiento.

Hace ya mucho tiempo que la historia de la ciencia dejó de ser únicamente la de los grandes héroes del pasado, la de, entre otros, los Newton, Lavoisier, Darwin, Ramón y Cajal, Pasteur, Einstein o Heisenberg. Los historiadores de la ciencia entendieron bien que —sin olvidar, por supuesto, a los mojones que marcaron hitos y orientación en el devenir científico— era imprescindible tener en cuenta también la «trastienda» de la ciencia, todo aquello sin lo cual no habría sido posible producirla. Fabricantes de instrumentos, ayudantes de laboratorio, instituciones que acogieron a los científicos, condicionamientos sociales y políticos, modos, o mejor, «problemáticas» asociadas a la financiación, sin la cual no es posible investigar. Los materiales para hacer ciencia cuestan dinero, cada vez más al ser más sofisticados los instrumentos, imprescindibles para el avance de la ciencia. Y en el ámbito individual, recordemos que desde al menos las primeras décadas del siglo xix, cuando la ciencia se institucionalizó, dejó de ser el patrimonio prácticamente exclusivo de aquellos que por cuna o relaciones podían permitirse el lujo de dedicarse a la ciencia sin recibir por ello un salario. No diré que la ciencia es una profesión como otra cualquiera, pero sí que los científicos tienen las mismas necesidades básicas que cualquier otro trabajador, entre ellas la de recibir un salario por sus trabajos.

Algunas de las anteriores cuestiones aparecen en las páginas que siguen, incluyendo, claro está, las específicas de la paleontología, como es la necesidad de remover, con sumo cuidado, toneladas de sedimentos con la esperanza de encontrar un fósil, seguramente resto parcial de un ser vivo de un remoto pasado. Ese resto que luego recibe la atención, como si hubiera surgido así como así.

Uno, para mí, de los aspectos más fascinantes de este libro la manera tan vívida cómo sus autores transmiten a los lectores su entusiasmo por el trabajo que llevaron a cabo, y, en particular, cómo reaccionaban ante hallazgos importantes. Leyéndolos uno siente, casi como ellos, el palpitar de sus corazones, la dificultad para respirar, para atrapar todo el oxígeno que necesitan sus pulmones ante la sorpresa del nuevo hallazgo. Porque no hay mayor recompensa para un científico que el descubrimiento, que encontrar algo que antes se desconocía. Y más aún cuando se trata de algo que tiene que ver con nuestra propia historia como especie, esto es, con nosotros. Algo que sirve, aunque sea un pequeño paso, para desentrañar una historia tan enrevesada como la de la filogenia que condujo a Homo sapiens.

Otra de las virtudes de este libro es que permite apreciar la complejidad del trabajo paleontológico. Porque no se trata únicamente de excavar y limpiar buscando el fósil oculto. Esta es sólo la primera tarea, la que proporciona los materiales que luego hay que interpretar. Pero para esto, para interpretar lo que significa lo encontrado, se necesitan muy diversos saberes, especialidades que involucran diferentes ciencias, incluyendo las técnicas más avanzadas de análisis genómico o espectroscópicas, al igual que ramas de la anatomía. Y encajar, comparando, lo hallado en el contexto de lo que otros paleontólogos descubrieron o descubren. Es esencial resaltar este último punto, porque, como señalé antes, poner orden en el árbol filogenético del que surgió la rama de nuestra especie no es tarea fácil. No lo es, en particular, distinguir entre especies que existieron en el pasado, datar y ubicar cuándo y dónde vivieron, cuáles eran sus modos de vida, sus características y sus habilidades. Y en este punto Atapuerca ocupa un lugar especial, pues fue allí, en 1994, donde se encontró una nueva especie. Los hallazgos —en la parte del complejo de Atapuerca conocido como la Gran Dolina— que permitieron introducir esta nueva especie cambiaron el paradigma sobre la primera colonización del continente europeo. La datación de los correspondientes fósiles, cifrada en más de 800.000 años, era sensiblemente más antigua que lo que se tenía calibrada hasta entonces en otros yacimientos europeos. Es más, el estudio de los fósiles de la Gran Dolina invitaba a dar un paso más: nombrar una nueva especie del género Homo, bautizada, precisamente por José María Bermúdez de Castro —lo explica de manera magnífica en este libro—, como Homo antecessor (en latín, «el hombre pionero, explorador»). Desde 1964, con la publicación de la especie Homo habilis, nadie se había atrevido a nombrar más especies de nuestro propio género. Fue a comienzos de 1997 cuando se envió el correspondiente manuscrito a la revista Science, proponiendo que los fósiles encontrados en el yacimiento de la Gran Dolina deberían ser considerados como pertenecientes a una nueva especie de nuestra genealogía. El artículo fue aceptado y se publicó el 30 de mayo de 1997. Se tituló «A Hominid from the Lower Pleistocene of Atapuerca, Spain: Possible Ancestor to Neandertals and Modern Humans», y lo firmaban Bermúdez de Castro, J. L. Arsuaga, E. Carbonell, A. Rosas, I. Martínez y M. Mosquera.

La publicación de este artículo tuvo una gran repercusión mediática internacional. Los diarios más conocidos de Estados Unidos, Reino Unido, Japón, etc., se hicieron eco del hallazgo. Como siempre sucede en el mundo de la ciencia, hubo defensores y detractores, y se entabló un debate científico que ha quedado zanjado en 2020, con la obtención de las proteínas más antiguas recuperadas en fósiles humanos hasta el día de hoy y la subsiguiente publicación en el número del 9 de abril de ese año, 2021, en la revista Nature. Hay, definitivamente, que situar a la especie Homo antecessor en la filogenia humana.

Pero de la historia de este descubrimiento, incluyendo de esa «trastienda» que mencioné, uno de los logros más importantes de la historia de la ciencia española, se ocupan los autores de este libro. Sería imposible encontrar mejores notarios que ellos, dos de sus protagonistas.

Sólo me resta agradecer a José María Bermúdez de Castro y Eduald Carbonell que hayan dedicado parte de su tiempo a compartir con nosotros, sus lectores, a explicarnos la historia de Atapuerca, y que lo hayan hecho combinando sus propias historias personales con la dimensión institucional, los logros científicos obtenidos del yacimiento y la repercusión internacional de los mismos. Al hacerlo, y al igual que en libros suyos anteriores, han mostrado su compromiso con la sociedad española; esto es, que además de magníficos científicos son buenos ciudadanos.

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Autores: José María Bermúdez de Castro y Eudald Carbonell. Título: Homo antecessor. Editorial: Crítica. Venta: Todos tus libros.

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