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Segunda vez

Ahora sí, antes no (Hong Sang-soo, 2015)

Querido Adrián:

La primera vez que vi Ahora sí, antes no estaba en la Filmoteca y me quedé dormido. La película no me resultaba aburrida ni me sentía ajeno a lo que veía; no estaba cansado, había dormido bien. Atendí a lo que pasaba durante veinte o treinta minutos y, cuando me desperté, avergonzado, me encontré frente a un plano que me resultaba familiar, aunque no podía recordar muy bien de dónde procedía: un hombre sentado en un templo turístico y una mujer bebiendo un batido de plátano. La siguiente escena —una conversación en un café— también me sonaba de algo. No pude concentrarme en lo que estaba viendo hasta que resolví la duda: estaba viendo lo mismo que había visto antes de dormir. De no haber estado en la Filmoteca, habría pensado que se habían olvidado de mí en el cambio de pase, que me habían dejado allí dormido y estaba comenzando la misma película en la sesión de noche. No obstante, aquel día me acomodé en la extrañeza y olvidé la primera parte. Disfruté la película castrada y la semana pasada, después de leer tu carta, la volví a ver.

Resulta que lo que yo había visto de Ahora sí, antes no era una variación bien hecha del primer encuentro entre los personajes. Cuando me desperté, el personaje seguía ahí, encontrándose con la chica, y la historia de amor estaba otra vez a punto de comenzar. Pero la película no es tan simple: no sale la primera vez mal y la segunda bien, pues en ambas los personajes acaban separándose —no fuerzan la brevedad del encuentro—; tampoco se repiten exactamente las escenas, ni hay bifurcaciones narrativas. Los espacios y el vestuario son los mismos, los personajes también; pero no los gestos, ni los diálogos, ni los movimientos de cámara. Más que variaciones —suele ser el azar lo que trastoca la narración de las películas que juegan con la repetición, como en Smoking / No Smoking de Resnais—, lo que agiliza el cambio y va puliendo la narración es una serie de destellos formales, decisiones simples y prácticamente invisibles de puesta en escena. Por ejemplo, que en la repetición no veamos el cuadro que pinta Kim Min-hee o que la escena del café la segunda vez se inicie con un plano de sus manos, que en la primera vez que van al bar el contacto físico se establezca con un ademán brusco y alcoholizado y la segunda vez los una la ternura o que, ya en la cena, ella haya desaparecido de la mesa. En ese juego con lo similar, Hong Sang-soo dispone los artilugios dramáticos de tal manera que un encuentro casual se convierte en algo tan imposible como un laberinto lineal; la mecánica del encuentro se abre, pero no se trata de suponer un ejercicio contrafactual, un qué hubiera pasado si, sino de ver lo idéntico como lo no-idéntico, de demostrar que en el cine no hay nunca dos imágenes iguales. La radicalidad invisible del cine es que ningún fotograma es idéntico a otro, que toda unidad es unidad en la diferencia.

La última de las seis escenas de la primera parte ocurre en un cine. El personaje está presentando su película en una sala prácticamente vacía y el programador le pide que intente definir el arte cinematográfico en apenas una frase. Él no logra cohesionar las palabras y acaba diciendo una tontería, se despide con un burocrático que disfrutéis la película y se marcha de la sala. Escribir sobre cine se parece un poco a eso: yo tengo que sortear la impresión ––a pesar de que siempre es más difícil escribir sobre películas que no te impresionan nada—, y traicionar a las imágenes en el texto, lograr entender qué me comunican ­—porque las imágenes no dicen, ni quieren, ni piden, en todo caso comunican—, buscar un tono, unas ideas, adecuarlas a ciertas escenas e intentar no rebasar el límite de la interpretación. A veces dan ganas de salir corriendo, de escribir y borrar, introduciendo variaciones, cambiando el sentido.

El relato lineal suele buscar la identificación con los personajes. Alguien construye una película y quiere que, aunque sea superficialmente, conozcamos a sus personajes. No hace falta saberlo todo sobre ellos, basta con acompañarlos, es decir, reconocerlos en ese espacio de duración, asistir a sus sucesos, contestar con la mirada. Conocerlos es encontrar en lo posterior y diferente la similitud con lo anterior. La narrativa de Hong propone el camino inverso: ver para desconocer, lograr que lo similar resulte ajeno. Ahora sí, antes no funciona no solo como un experimento formal ni como una prueba a lo Fluxus de que los criterios de distinción entre lo bien hecho y lo mal hecho son bastante arbitrarios; quizás es la respuesta a la pregunta que el personaje no se atreve a contestar en el coloquio: qué es el cine, sino una acumulación sucesiva de pequeñas diferencias en el movimiento.

Con todo el afecto,

Pablo.

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