Se acaban los días cálidos y las tardes largas, los pedaleos en manga corta, los chapuzones en el mar tibio, los bocadillos crepusculares en el muro de la playa, los melocotones, los albaricoques y las cerezas. Y todo por nuestra humillante dependencia de los fenómenos astronómicos.
Para ser una especie superior, somos una birria de especie superior. Vivimos condenados a las órbitas de esta roca gigante en la que gastamos nuestros días, lanzados por el espacio a 107.000 kilómetros por hora y girando como una peonza alrededor de una monstruosa bola de fuego. Disimulamos, pero es espantoso. Si de verdad fuéramos una especie con talento, aboliríamos la rotación y la traslación, los equinoccios y los solsticios, y nos instalaríamos en una permanente comodidad veraniega. El canto a la belleza cíclica de las estaciones es un consuelo barato para olvidar nuestra insignificancia, nuestra torpeza de mamíferos tan impotentes como aquellos australopitecos afarensis.
Yo no sé qué podría hacerse para detener este carrusel sideral, tan estrambótico y degradante. No soy astrónomo ni físico. Pero al menos manteníamos una pequeña victoria, ahora amenazada: el horario de verano. Decidimos que las posiciones más avanzadas del sol todavía serían horas adecuadas para pasear, bañarse, sentarse en una terraza. Esta manera de beberse la luz hasta el último trago me parecía un triunfo de la arbitrariedad humana sobre el reglamento tiránico del cosmos. Pues amenazan con eliminarlo el año próximo. Y pienso en los tracios. Según relata Heródoto, “cada vez que truena o relampaguea, los tracios se enfadan y disparan flechas al cielo mientras insultan y amenazan al dios Zalmoxis”. El próximo sábado, en vísperas del cambio horario, los hijos de los tracios deberíamos reunirnos en la playa de la Zurriola y disparar flechas hacia Bruselas.
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