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Jadzhi Murat, de Lev Tolstói

Jadzhi Murat, de Lev Tolstói

La editorial Nórdica rescata el clásico de la literatura rusa en el que Lev Tolstói retrató el conflicto entre la vida sencilla de los habitantes del Cáucaso, regida por la tradición y las costumbres, y la vida moderna y civilizada representada por los rusos. Pero Jadzhi Murat también nos permite conocer los orígenes de una guerra, la de Chechenia, que perdura hasta nuestros días. En esta nueva edición, traducida por Víctor Gallego, se incluyen unas ilustraciones, firmadas por Albert Asensio, de un realismo en consonancia con el texto.

Zenda ofrece las primeras páginas de esta reedición de Jadzhi Murat.

***

Un día volvía a casa a través de los campos. Estábamos a mediados del verano. Ya se había recogido el heno y acababa de empezar la siega del centeno.

En esa época del año hay una magnífica variedad de flores: fragantes y delicados tréboles rojos, blancos y rosados; insolentes margaritas con su centro de un amarillo brillante, sus pétalos blancos como la leche y su intenso olor a podrido; la colza amarilla con su perfume de miel; las altas campanillas lilas y blancas, con forma de tulipanes; la arveja trepadora; ordenadas escabiosas, amarillas, rojas, rosadas, lilas; el llantén con su pelusa levemente rosada y ese aroma tan agradable y sutil; acianos recién abiertos, de un azul intenso a la luz del sol, más pálidos y rojizos al atardecer y cuando se marchitan; delicadas flores de rascalino, que huelen a almendra y se ajan nada más florecer.

Hice un gran ramo de flores diversas y proseguí mi camino; de pronto reparé en una zanja en la que crecía un maravilloso cardo en flor, de esa variedad carmesí que en estos lugares recibe el nombre de «tártaro»; los campesinos lo evitan cuidadosamente cuando siegan y, si alguna vez, por descuido, cortan alguno, lo apartan del heno para no pincharse las manos. Se me ocurrió arrancar ese cardo y ponerlo en el centro de mi ramo. Salté a la zanja, aparté a un aterciopelado abejorro que, tras introducirse en lo más hondo de la flor, se había sumido en un dulce sopor, y traté de cortar el tallo, pero la tarea se reveló muy complicada: no es solo que la planta pinchara por todas partes, incluso a través del pañuelo con el que me había envuelto la mano, sino que era tan resistente que tuve que luchar con ella casi cinco minutos, arrancando las fibras una a una. Cuando por fin conseguí mi propósito, el tallo estaba hecho jirones y la flor ya no parecía tan lozana y hermosa. Además, su rudeza y tosquedad no armonizaba con las delicadas florecillas de mi ramo. Lamenté haber destruido en vano una flor que lucía tan bella en la planta y la arrojé a un lado. «¡Qué energía y fuerza vital! —me dije, recordando lo mucho que me había costado arrancar el cardo—. ¡Con qué determinación se ha defendido y qué cara ha vendido su vida!».

Ilustración: Albert Asensio.

El polvoriento camino que conducía a la casa atravesaba un campo de tierra negra recién arado. Ese campo pertenecía a un solo propietario y era tan extenso que a ambos lados del camino y delante de mí, hasta la cima de la colina, no se divisaba otra cosa que ese barbecho negruzco, arado en surcos regulares y aún sin gradar. El arado se había hecho a conciencia, de suerte que no se divisaba una sola planta, una sola brizna de hierba: todo estaba negro. «¡Qué criatura tan destructiva y cruel es el hombre! ¡Qué enorme variedad de plantas y seres vivos aniquila para conservar su propia existencia!», pensaba, buscando involuntariamente algún rastro de vida en ese campo negro y muerto. Delante de mí, a la derecha del camino, se alzaba un arbusto. Cuando me acerqué, me di cuenta de que era un cardo tártaro idéntico al que había cortado en vano y abandonado en el suelo. Se componía de tres tallos. Uno estaba arrancado, y el trozo que quedaba despuntaba como un brazo amputado. Los otros dos tenían sendas flores, que antaño habían sido rojas, pero que ahora se habían vuelto negras. Uno de los tallos estaba tronchado, y colgaba con la sucia flor en el extremo; el otro, a pesar de que estaba manchado de tierra negra, se mantenía erguido. Era evidente que el arbusto había sido aplastado por una rueda, pero había conseguido volver a levantarse; esa era la razón de que, aunque erecto, se hubiera vencido de un lado. Era como si le hubieran arrancado una parte del cuerpo, le hubiesen sacado las tripas, arrancado un brazo y sacado un ojo, pero él siguiese en pie, sin rendirse al hombre que había aniquilado a todos sus hermanos.

«¡Qué energía! —me dije—. El hombre ha destruido todo lo que había alrededor, ha acabado con millones de plantas, pero esta no se entrega».

Y me vino a la memoria una historia sucedida en el Cáucaso hace muchos años, que en parte contemplé en persona, en parte conocí por boca de testigos presenciales y en parte completé con el apoyo de mi propia fantasía. Esta es la historia, tal como se ha ido formando en mis recuerdos y en mi imaginación.

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Autor: Lev Tolstói. Ilustrador: Albert Asensio. Traductor: Víctor Gallego. Título: Jadzhi Murat. Editorial: Nórdica. Venta: Todos tus libros, Amazon, Fnac y Casa del Libro.

Ilustración: Albert Asensio.

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