Cuenta Jorge Corrales que padece una enfermedad degenerativa que se llama “Distonía del escribiente”: “Las neuronas que controlan la mano se atoran cuando haces ciertos movimientos. Como el de escribir”. Licenciado en Filología Hispánica, guionista, profesor en la Escuela de Escritores de Madrid —previamente lo fue en el Instituto Cervantes o en la Universidad Humboldt—, acaba de publicar su segunda novela, El escritor y la espía (Planeta, 2025), en la que un escritor y traductor, Daniel G. Medina, tira p’a Berlín para investigar un misterioso y viejo cuadernillo en el que, quién sabe cómo, aparecen unos párrafos calcados a los de la novela que está gestando. El autor aborda en este thriller el pavor al fracaso literario y, en apariencia, imperceptiblemente, su lidia personal con la cultura de la cancelación. “El escritor”, cuenta a Zenda, “mantiene su fachada”, como los espías, pero, a diferencia de estos, “deja ver al mago de Oz que está detrás de la cortina”. A saber si esta conversación fue interceptada por Villarejo.
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—Antes de nada, cuénteme sobre Teresa, la profesora que le enseñó que es preferible fregar suelos recitando a Garcilaso.
—Es una vieja historia que se hizo viral. Hace como dos años, publiqué mi primera novela y decidí enviarle una carta a mi profesora de Literatura del instituto, que es Teresa. Se publicó en un periódico y la carta se hizo muy, muy viral. Tanto, que acabé entrando en el Top 50 de Amazon de venta de libros. Teresa fue la primera persona que me abrió al mundo de los libros. Ella contaba que cuando le dijo a su padre que iba a estudiar Filología Hispánica, este le respondió que la carrera no tenía salidas y que iba a acabar fregando suelos. Ella le contestó: “Prefiero fregar suelos recitando a Garcilaso”. Recuperamos el contacto por la carta. Se jubiló unos meses después de la publicación de la carta, y fue como su regalo de jubilación, sin yo saber que se iba a jubilar. Ahora he hablado con ella, le he mandado la novela, le he dicho que estaba en la dedicatoria, y se ha emocionado mucho.
—El personaje de Laura Berger, ¿toma su nombre de aquella otra profesora que le enseñó que “el diccionario era un campo de juego”?
—No. Fíjate, luego he caído, pero no, no tiene nada que ver. Los nombres de todos los personajes tienen siempre un doble sentido; en esta novela, más. Laura Berger se llama así por Laura, la película de Otto Preminger. De ahí esa cita de “escribía como una pluma de ganso bañada en veneno”. No es una descripción del personaje de Laura, aunque algo tiene que ver.
—¿Un escritor debe estar tan dispuesto a la traición como un espía?
—Un espía nunca estará dispuesto a la traición.
—Pero un espía siempre recurre a la mentira, siempre deja a alguien engañado…
—Eso lo explicaba muy bien John le Carré en sus memorias: dentro de los servicios secretos, había que mantener siempre tu fachada. Siguiendo con tu pregunta, el escritor, muchas veces, mantiene su fachada, pero también se deja entrever. Deja ver al mago de Oz que está detrás de la cortina. Deja que en su escritura aparezcan sus verdaderas reflexiones, su verdadera personalidad. No lo puede evitar. Creo que esto lo tienen más a raya los espías que los escritores.
—Su Alexander Steinbach escribe: “Todo libro es un mensaje en código. El autor codifica su mente en palabras, personajes, tramas. Y al otro lado, un lector intenta descifrarlo”. ¿Qué tipo de código es El escritor y la espía?
—(Piensa) Aunque no lo parezca, hay un código que ha quedado muy oculto: el tema de la cancelación cultural. Esta novela, aunque casi no aparezca, habla mucho de cómo tratamos a los autores, de nuestra relación con esos autores y de cómo se les cancela o no. Me parecía interesante hablar sobre personajes que han cometido actos que son reprobables y que, objetivamente, están mal, pero que nos une una relación sentimental con ellos y no podemos obviar esa relación sentimental. Hay muchos escritores y cineastas que ahora mismo están cancelados y que me han hecho feliz con sus obras de arte. Para mí, es difícil como lector y como espectador saber diferenciar. Ni siquiera saber diferenciar: saber separar lo que siento de lo que han hecho estas personas.
—¿Qué necesidad hay de diferenciar? ¿Por qué renunciar a Viaje al fin de la noche aunque Céline fuera un nazi?
—Exacto. Ahí está el punto. Pero, a la vez, no dejas de seguir un pinchazo de conciencia. Me está sucediendo ahora con Neil Gaiman, un escritor al que he adorado y sigo adorando y, sin embargo, no puedo leerle de la misma manera desde que saltó su escándalo sexual. Depende de la relación que hayamos establecido emocionalmente con una persona, somos críticos o no. Es muy fácil ser crítico con alguien a quien no aprecias. Cancelamos con mucha facilidad aquello que no nos gusta o no nos interesa, pero defendemos muy férreamente aquello que nos interesa y que nos ha emocionado.
—Interesante la historia de McCartney, “Scrambled Eggs” y “Yesterday”. ¿Alguna vez le ha sucedido algo similar?
—Sí. En la novela, el protagonista, que es un traductor de español, se encuentra en un cuadernillo un párrafo que es exactamente igual al que él escribió en su primera novela. Y eso me pasó a mí. Yo le escribí una canción de amor a mi amor platónico a los catorce años. Por supuesto, nunca se la enseñé (risas), se quedó guardada en mi cajón, nadie más la vio, y, dos años después, escuché a Carlos Chaouen, un cantante que me gusta mucho, que tenía tres versos que pertenecían a esa canción. Y me hizo una ilusión tremenda. Primero, porque alguien a quien valoras escribe algo muy parecido a lo tuyo, pero, sobre todo, me hizo ilusión saber que había alguien que sentía como yo. De esta historia me acordé cuando estaba buscando un detonante.
—Además de que ambos han estudiado Filología, preparan su segunda novela y tuvieron su “Scrambled Eggs”, ¿qué más hay de usted en Daniel G. Medina?
—No es mi alter ego, pero ha dejado huellas por donde he pisado yo. Me ha gustado jugar con un personaje que podría haber sido yo perfectamente. Tuve la suerte de que escribí una primera novela que fue maravillosamente bien recibida. He encontrado fácilmente un lugar en el mundo literatura sin preverlo, porque yo venía del mundo del guion. Sin embargo, esa sensación de fracaso sí la he vivido en el mundo de lo audiovisual. He intentado levantar proyectos y no lo he conseguido. Todos, en un momento dado, hemos sentido que estamos a gusto en un sitio y no nos dejan estar. Esa sensación la tiene Daniel y la he tenido yo: tú estás intentando quedarte en una casa y alguien te echa de ella.
—“En literatura”, afirma Medina, “los fracasos se cuentan como años de perro”.
—Eso es verdad. No lo he vivido, pero sé de gente que lo ha vivido. El otro día hablaba con Manuel Vilas en la radio y me decía: “La segunda novela es la jodida”. Me lo decía con palabras más bonitas (risas). En la segunda novela hay una presión, ciertas expectativas… He conocido a gente que venía de un éxito arrollador, no en ventas, sino personal, de sentirse bien, y a la que se le ha atragantado la segunda novela y, de repente, el siguiente proyecto tarda años. De repente, escribir se hace bola. Escribir es doloroso. Quienes hemos tenido la suerte de escribir sin ese dolor…, uf, es un alivio total. Soy profe en la Escuela de Escritores y sé que a muchos de mis alumnos les cuesta sangre, sudor y lágrimas terminar un texto pequeño. Un escritor, cuando escribe, se tiene que dejar mostrar, y hay mucha gente que tiene mucho miedo. No se puede escribir poniendo un trampantojo delante, sin que se te vea mucho.
—Cuénteme sobre Hans Hellman. El apellido, como decía, ya es una declaración de intenciones.
—Hay muchos Hellman en Alemania, pero, efectivamente…
—Es un “hombre del infierno”.
—Hay muchas referencias al inframundo, tanto al mitológico como al católico. Me apetecía mucho escribir sobre esos escritores de la época de la Stasi, que se sentían encerrados en un lugar horrible, en el que se veían abocados… porque no había otro sitio al que ir. Eso es un poco el Infierno: no puedes salir de él porque no existe otro lugar.
—El Círculo de Escritores Chequistas, ¿tiene algún anclaje con la realidad?
—Es real. Lo conocí en un artículo de un periódico alemán. Me pareció apasionante que unos tipos que, día a día, se dedicaban a vigilar y a medrar, quedaran una vez por semana para hablar de literatura. Y que, por un rato, ellos eran los vigilados, no los vigilantes. El Círculo de Escritores Chequistas existió, hubo un profesor que era literato, que actuó como actúa en la novela, y esos agentes de la Stasi llegaron a tener premios literarios.
—Cuando la política se mete en la cultura, cuando los intelectuales lo son a sueldo de un partido, ¿producen cócteles indigestos?
—Sí, marida muy mal, francamente mal. El otro día, con Manuel Vilas. Yo le decía que empecé esta novela con una serie de preguntas y he acabado con más preguntas aún que no voy a saber responder. Creo que ahí reside la buena literatura: uno se plantea escribir sobre ciertos temas y, de repente, encuentra otros atajos, otros lugares que no esperaba. Sin respuestas preconcebidas.
—Berlín es algo más que un escenario. Es una ciudad con un duende raro, pero extraordinario.
—Tengo mi teoría, y es que la historia del siglo XX pasa por Berlín. Todo lo que sucedía geopolíticamente en el siglo XX tenía su reflejo en Berlín. Estoy hablando de temas políticos y de temas culturales. Berlín tiene duende porque es una anomalía en Europa, una anomalía absoluta. Fue una ciudad diseñada para ser una metrópolis internacional, que fue separada en dos y reconstruida por jóvenes artistas. Mientras el resto del mundo hacía lo que todo el mundo hacía y todo evolucionaba de una manera muy parecida, en Berlín, continuamente, se iba a la alternativa. En Alemania dicen: “Berlin ist anders”. Berlín es otra cosa diferente.
—Vamos terminando, señor Corrales. ¿Uno escribe porque no lo puede evitar?
—Sí. Yo, por lo menos. Hablaba con una autora un día y decíamos: “Esta profesión es ruinosa. ¿Por qué invertimos cientos, si no miles, de horas, en un trabajo que sabemos que no va a estar retribuido económicamente como el resto de trabajos, que nos va a dar más sin sabores que días de gloria, que nos cuesta familia, amigos y redes sociales, en el sentido de tejido social?”. La conclusión que sacamos es que no lo podemos evitar. Yo me levanto por las mañanas y si no tengo nada que hacer, me pongo a escribir. Es mi pasión, mi forma de entender el mundo y de entenderme a mí mismo. Si no lo hago, me siento menos yo. Como el personaje de la novela, durante mucho tiempo tuve un bloqueo del escritor que me impidió escribir, y era menos yo.
—¿Qué ha aprendido escribiendo esta novela?
—Primero, que escribir un thriller es un horror tremendo y que no sé si volveré a hacerlo. No soy escritor de thriller, pero me apetecía meterme en este berenjenal. La maquinaria que lleva por dentro es muy dura y muy compleja. Hemos reescrito la novela tres veces, y digo “hemos” porque Leo Campos, que es mi editor, me iba diciendo: “Por aquí no has ido bien, por aquí nos hemos equivocado, hay que volver atrás…”. He aprendido que un thriller funciona como las filas de dominó: si quitas una pieza, ya no funciona el resto de la fila. Tienes que tener las piezas muy bien puestas para llegar al final y tenerlas donde quieres. Y otra cosa que he aprendido es a hablar del fracaso. Creo que se habla muy poquito del fracaso en literatura. Creo que todos nos hemos sentido, en un momento dado, fracasados. Y no es que esto sea un libro de autoayuda, pero quería contar esto, que todo el mundo que ha trabajado con escritura, en un momento dado, se ha sentido un cero a la izquierda. De eso se sale. Y quería dejarlo por escrito. A veces se encuentra el gozo de escribir.
—Y, para acabar: Sarah, la hija de Hellman, le dice a Medina: “Un virus es como el mejor de los libros que hayas leído. Tiene una única habilidad, pero es maravillosa: la paciencia”. ¿Cuáles son los libros más víricos, en el mejor de los sentidos, que ha leído en su vida?
—El libro que me cambió la forma de leer fue El hombre solo, de Bernardo Atxaga. Lo leí con once o doce años. Fui a la biblioteca, estaba buscando libros y, en la sinopsis, hablaba de que era un libro relacionado con el fútbol, con el Mundial del 82. Era un forofo del fútbol total, y dije: “Qué interesante”. El hombre solo es el retrato de un terrorista que tiene dilemas morales acerca de lo que ha hecho. Es una novela muy densa. Con ella aprendí a tener paciencia, a leer de otra manera. A cerrar de vez en cuando el libro para pensar en lo que ha planteado el autor y darle un par de vueltas. Y, hablando de víricos, voy a recomendar Creadores de hits, de Derek Thompson. Me parece uno de los ensayos más acojonantes que he leído en los últimos diez años. Habla de cómo se desarrollan los productos culturales en el siglo XXI, del mundo digital. Y, por cerrar: cuando estoy muy nervioso y no puedo dormir, me pongo audiolibros. Cuando estoy realmente nervioso, no puedo más y necesito tranquilizarme, escucho el libro de Ander Izguirre Cómo ganar el Giro bebiendo sangre de buey.
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