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Juan Carlos Botero y el azar

Hace apenas unos meses que murió el pintor Fernando Botero, y el mundo, desde entonces, se ha quedado un poco más huérfano. Las obras de este colombiano internacional han recorrido el camino del éxito de la modernidad artística: galerías de prestigio, subastas millonarias, exposiciones en museos, presencia en plazas públicas y colecciones privadas desde los palacios de Abu Dabi a los Áticos de New York… Pero quizás la historia fascinante no resida en el éxito, sino en la manera en la que el pintor llegó a él: a través de un cúmulo de felices azares que comenzaron años atrás, en la pobreza más absoluta de una familia de emigrantes colombianos y terminaron en un encuentro casual y definitivo en un viejo estudio del Downtown que lo llevó a exponer en el MOMA. A esas alturas el pintor ya estaba separado de su primera esposa, Gloria Zea, directora del Museo de Arte Moderno de Bogotá, con la que había tenido tres hijos: Fernando, Lina y Juan Carlos.

No creo que al pequeño de ellos, Juan Carlos Botero, con el que ahora nos sentamos a charlar en Madrid, le haya importado demasiado que empecemos su historia novelesca por la de su padre. Él lo adoraba con un amor que va más allá del mero sentimiento filial, pues su admiración por la figura artística del progenitor (en ocasiones demasiado rígida, demasiado ausente, demasiado exigente) le llevó a escribir uno de los mejores libros sobre la obra del padre. Periodista y escritor obsesionado con la belleza cruel del azar que determina la vida humana, Juan Carlos Botero presenta estos días en Madrid con la editorial Alfaguara, y acompañado de su amigo Arturo Pérez-Reverte, su tercera novela, cuyo título no puede ser más elocuente: Los hechos casuales.

Culto, generoso, con una mirada asombrosamente inocente sobre las cosas, Juan Carlos, con el que tuve la gran fortuna de coincidir y charlar en Miami hace unos años, me contaba entonces lo mismo que ahora cuenta, emocionado, a los periodistas madrileños: que el azar es la maldición y la bendición del hombre a partes iguales, pues nos da un material poderoso para las novelas, pero a la vez nos obliga a reconocer que no podemos comprenderlo todo. “Ni la razón de la vida ni las causas de la muerte”, asegura. “Eso me obsesionó desde la muerte de mi hermanastro Pedrito en un accidente de coche, con tan solo cuatro años de edad”.

Y sobre eso el autor colombiano, ganador del prestigioso premio “Juan Rulfo”, se ha sentado a escribir esta novela de culpa, violencia y poder. La historia narra el encuentro fortuito entre dos amigos de la infancia como detonante para recorrer la vida de un empresario exitoso y adinerado con un pasado enigmático y una tragedia: haber perdido a sus seres más queridos. Arrastrando un sentimiento de culpa furiosamente humano, el autor demuestra en esta ficción que no existen hechos intrascendentes, que cualquier detalle puede cambiar radicalmente el curso de los acontecimientos.

En torno a la mesa del restaurante La Posada de la Villa, en el Madrid más alatristesco, el escritor habló acerca de sus inicios en la literatura y reflexionó sobre el oficio de la escritura: “Diez años de trabajo me tomó la escritura de esta novela de más de 600 páginas que escribí a costa de mis recuerdos, mis obsesiones y mi dolor de espalda. Espero que el lector tarde mucho menos en leerla”, bromea.

El tiempo dedicado se nota en cada una de las 560 páginas de esta novela. Lo que Botero ha logrado en ella es lo más difícil: narrar con calma la pérdida y cómo ésta genera un cambio radical interior e irreversible, adobado con violencia y dolor. “Me da la sensación de que con esta novela he cerrado un ciclo que empezó, justamente, con mi primera novela”, reconoce el autor. “He necesitado dos más para dar forma definitiva a la narración de una de mis obsesiones vitales: la fragilidad de la existencia, de cómo deberíamos ser conscientes del privilegio que es vivir”, sentencia. “Por eso en Los hechos casuales trato de mostrar cómo nuestra fortuna deja de pertenecernos cuando se lanzan los dados y nos convertimos, para ventura o desventura, en caprichos de la suerte”.

Arturo Pérez-Reverte destaca la bondad de Juan Carlos, la generosidad y la coincidencia feliz de que ambos amen las novelas de aventuras y admiren con igual intensidad a Blas de Lezo. Podría haber sido un “niño mimado, teniendo la vida que tenía y, sin embargo, se desliga de la sombra del padre pintor y decide construirse un nombre en la literatura”, afirma el padre de Alatriste.

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—Le pregunto, a propósito de esa afirmación revertiana, acerca de la aparición de la escritura como una opción, viniendo de un hogar como el suyo, con un padre como el suyo.

—Buena parte de los escritores se descubren como tales gracias a otros escritores, y a mí me pasó en la adolescencia con Ernesto Sábato, porque por entonces devoraba libros de manera desordenada, pero cuando llegué a Sobre héroes y tumbas me di cuenta de que quería hacer eso.

—¿Cómo es crecer siendo hijo de Fernando Botero?

"Mi padre era un tipo muy inteligente y una persona que siempre estaba enterada de todo. No soportaba que dijésemos tonterías. Y fue así hasta su muerte"

—Es crecer es un ambiente intelectualmente estimulante, pero muy, muy exigente. Mi padre era un tipo muy inteligente y una persona que siempre estaba enterada de todo. No soportaba que dijésemos tonterías. Y fue así hasta su muerte. De hecho, estando ya muy enfermo, cada tarde del sábado jugaba yo con él una partida de ajedrez, pero era un jugador pésimo, y me costaba sudores conseguir que me ganara. Nunca me decía nada, pero una tarde le dijo muy serio a mi mujer: “Haz el favor de decirle a Juan Carlos que la próxima vez que me deje ganar lo echo de casa”.

—¿Qué significa para Juan Carlos Botero publicar en España con Alfaguara?

—Una felicidad y una responsabilidad inmensas. Publicar en España es siempre un vértigo difícil de explicar, pero hacerlo de la mano de Pilar Reyes y Alfaguara es, como puedes imaginar, un regalo, un privilegio.

—¿Qué significa escribir para ti?

—Quien escribe debe aspirar a dejar algo que perdure. Otra cosa es que se logre o no, pero debe ser un proyecto aspiracional. Un profesor de la universidad me dijo que si los artistas fueran conscientes de que con sus obras interrumpen la vida de los demás habría menos cosas banales. Yo creo en eso cuando estoy escribiendo.

—¿Es esta novela tu mejor obra?

"Uno mismo va evolucionando, las conciencias van evolucionando, la política, la cultural, la literaria, la estética, y con ellas también evoluciona algo muy importante, y es el aprecio por la vida"

—Sí. Además, yo creo que debe ser así: la mejor obra es la que uno termina de hacer, porque si no, algo ha fallado por el camino de la creación. Uno mismo va evolucionando, las conciencias van evolucionando, la política, la cultural, la literaria, la estética, y con ellas también evoluciona algo muy importante, y es el aprecio por la vida. Ese era uno de los temas que a mí me interesaba tratar en esta novela.

—El protagonista es un hombre bueno que también sufre una evolución.

—El epígrafe al comienzo del libro dice: “¿Quién se ha atrevido a contar la historia de la bondad?”. Para escribir sobre esto la única vía posible era enfrentando cara a cara a la maldad. Como periodista estuve siempre al frente de las noticias, y eso me ayudó mucho a mirar y tratar de comprender la condición humana. He tratado de volcar todo eso en mi escritura.

—La novela tiene un aire autobiográfico.

"Reconozco que hay un cierto deseo de exorcizar algunas cosas que me han pasado"

—Bueno, en el fondo todas las novelas lo son. En este caso, los dos narradores son muy cercanos a mí, tienen muchas cosas que los acercan a lo que soy yo. Tiene un aire autobiográfico, claro, pero no se trata de mi biografía en absoluto. Todo lo que he leído, lo que he visto, lo que me ha pasado, me sirve y lo escribo con un total descaro, sin renunciar a nada. Reconozco que hay un cierto deseo de exorcizar algunas cosas que me han pasado.

—Hay dolor, pero también mucho amor en esta novela.

—Sebastián, el protagonista, vive de cerca el desamor, la pérdida del padre y también la del hijo, y con ese arranque yo quería poder lograr una conexión de empatía con los lectores y a medida que leyeran transformarla en identificación. En este libro lo que me interesaba no era tratar el momento capital, sino los eslabones de hechos, aparentemente insignificantes, que se unen para determinar las cosas.

—¿Cuándo terminaste la escritura?

—Terminé de escribir esta novela por completo antes de la pandemia y, durante esos meses de encierro y los que transcurrieron mientras todo iba volviendo a la normalidad, me dediqué a corregirla. Ese encierro y la posibilidad de la muerte y la esperanza de la vida lograron en mí el tono que la historia necesitaba.

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