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La chica de la Leica, de Helena Janeczek

La chica de la Leica, de Helena Janeczek

El 1 de agosto de 1937, un desfile lleno de banderas rojas cruza París: es el cortejo fúnebre que sigue a Gerda Taro (Stuttgart, 1910-El Escorial, 1937, y llamada en realidad Gerta Pohorylle), la primera fotorreportera muerta en un campo de batalla. Ese año hubiera cumplido veintisiete años. André Friedman (su expareja, y con quien Taro «creó» el mítico fotógrafo Robert Capa), en primera fila, está destrozado.

Entre los asistentes se encuentran otros amigos de tiempo atrás en los que Gerda Taro dejó una huella indeleble. Tanto que, años después, basta una conversación telefónica de dos de ellos para desencadenar los recuerdos de todos. Así comienza esta obra, rigurosamente documentada, sobre una figura en la que, en escasos años, cristalizaron la juventud, la alegría de vivir, el talento y el compromiso en un tiempo de crisis económica, de ascenso del nazismo, de persecución y de guerra.

La autora, Helena Janeczek (Múnich, 1964), fue Premio Bagutta Opera Prima en 1997, y ha publicado Las golondrinas de Montecassino (Tusquets).

Zenda publica las primeras páginas de La chica de la Leica (Tusquets).

Primera parte

Willy Chardack

El doctor Chardack se ha despertado temprano. Se lava y se viste, se lleva a su despacho una taza de café instantáneo y el New York Times del fin de semana, hojea las páginas de política, que le gustaría seguir mejor ahora que la carrera hacia la Casa Blanca llega a su momento de mayor tensión. Luego coloca el periódico boca abajo, prepara papel y bolígrafo y se pone a trabajar.

Fuera no se oye ningún ruido, salvo las esporádicas voces de golondrinas y cuervos, y el lejano crujido de algún automóvil en busca de una gasolinera o en dirección hacia quién sabe dónde. Más tarde, también los vecinos empezarán a montar en sus coches para ir a la iglesia, a visitar a sus parientes o a los restaurantes que ofrecen los «Sunday’s Special Breakfast», pero ninguno de estos compromisos, afortunadamente, atañe al doctor Chardack.

No se sorprende cuando suena el teléfono después de que haya redactado el comienzo de un artículo, grita «¡Es para mí!» al resto de la casa, más por costumbre que para evitar que su esposa corra, adormilada, hacia el aparato.

—El doctor Chardack al aparato —responde, como siempre, sin saludo previo.

Hold on, sir, call from Italy for you.

—Willy —dice una voz amortiguada por las telecomunicaciones intercontinentales—, no te habré despertado, ¿verdad?

Nein: absolut nicht!

Ha sabido de inmediato quién lo llama. Los viejos amigos seguían grabados en él como la señal de una mala caída desde un árbol del parque Rosental, y quienes seguían vivos podían dar señales de vida.

—Georg, ¿ha pasado algo? ¿Algún problema?

En la época en la que era Willy, también fue el amigo a quien pedir una ayuda concreta: algo de dinero, básicamente, dado que siempre tuvo más que los demás. Por esa razón su interlocutor se echa a reír, con ganas, y le dice que no necesita nada, pero ha ocurrido algo, no cabe duda, y ese algo es obra suya, desde allí, desde América, y es tan enorme que le resultaba imposible resistirse al impulso de llamar por teléfono en lugar de escribirle una carta.

—¡Enhorabuena! Lo que has hecho es extraordinario, y hasta me atrevería a decir que hará historia.

—Gracias —responde con un tono y un tiempo de respuesta que suenan demasiado automáticos. No es un tipo de cumplidos, el doctor Chardack, más bien de ocurrencias ingeniosas, pero no le viene ninguna a la cabeza.

En otros tiempos fueron campeones de carcajadas. No, quizá sea una exageración, pero se les daba muy bien avivar a golpes de ironía la seriedad mortal de los debates, y Willy Chardack nunca les fue a la zaga a sus compañeros. Ahora también sus colegas aprecian su humor sobrio, más marcado por su acento alemán (el de los científicos locos), y a él le va bien no resultar demasiado arisco para los parámetros estadounidenses, un personaje.

El doctor Chardack, al escuchar la voz distante de Georg Kuritzkes, vuelve a verlo de nuevo en plein air con toda aquella alegre compañía, o no necesariamente al aire libre, sino en una atmósfera de película francesa, alegre y luminosa, aunque todavía no estuvieran en París. Pero el Rosental no temía la comparación con el Bois de Boulogne, y los passages de Leipzig eran famosos. Había industrias y comercio, música y editoriales que presumían de tradiciones centenarias, y esa solidez burguesa atraía como un imán a la gente del campo y del este, que hacían que la ciudad se pareciera cada vez más a una auténtica metrópoli, incluso en sus contrastes y conflictos. Hasta que se agudizaron los enfrentamientos y las huelgas, la crisis económica mundial que aceleraba la catástrofe alemana. Los rostros tensos que Willy se encontraba en su casa, cuando su padre se exasperaba ante la fila de los que le pedían un trabajo, cualquier trabajo, cuando a él le costaba aguantar con sus mozos y almaceneros, porque también se tambaleaba el mercado de pieles que prosperaba en Leipzig desde la Edad Media, o antes incluso.

Aunque provinieran de familias acomodadas, sus amigos y él, que no tenían que pugnar con clientes insolventes, estaban dispuestos a luchar contra todo. Eran libres de hacerlo, libres de irse de excursión y de dormir en tiendas bajo las estrellas, libres de cortejar a las chicas, y había chicas muy guapas e incluso extraordinarias (Ruth Cerf, que había pasado de larguirucha enjuta a rubia majestuosa, y además estaba Gerda, la persona más encantadora, más viva y divertida con la que se había topado nunca en el universo femenino), libres de reír. Las ganas de bromear no se les pasaron ni cuando Hitler estaba a punto de ganar y había que prepararse para hacer las maletas. Nadie podría expropiarlos de ese recurso que los hacía iguales, camaradas sobre todo en su forma de estar en el mundo desafiando a los nazis. Pero, desde luego, no eran iguales, Georg era el mejor ejemplo. Georg era brillante, pero como si derrochara un talento que le sobraba, casi el equivalente a la colección de camisas (¡camisas de algodón egipcio!) que languidecía en los armarios de la casa de los Chardack desde que Willy se había adaptado a los círculos de izquierdas. Georg Kuritzkes era inteligente, apuesto y deportista. Leal y digno de confianza. Con una excelente capacidad de agregar, instruir, organizar. Bailarín desenvuelto. Conocedor apasionado de las últimas tendencias musicales del extranjero. Valiente. Decidido. Y también ingenioso. ¿Cómo podía él, un Willy Chardack, ser la primera opción de las chicas? Lo llamaban «Teckel» desde mucho ant es de que aquel apodo se le hiciera antipático después de adoptarlo al instante el ligero acento de Stuttgart de Gerda Pohorylle. No podía, desde luego. Pero que Georg encima fuera divertido alimentaba un afecto que circulaba fuera de los límites de esas jerarquías de chicos, aparentemente duradero, como demostraba su emoción al evocarlo. Efecto de una carcajada redescubierta después de un tiempo que parecía un siglo.

Georg le puso al día sobre su hermano en Estados Unidos, casado, que se había mudado a una casa con vistas a las Montañas Rocosas. Había sido Soma, precisamente, quien le había enviado un recorte de periódico: le había llegado con plazos bíblicos, esquivando los meandros muertos del correo italiano, una sorpresa total que desató su entusiasmo.

—Me parece que te darán el Nobel.

—Qué va. Solo soy un ingeniero que hace sus experimentos en un garaje junto a una casa llena de mocosos y dos doctores de un hospital para veteranos. En Buffalo, no en Harvard. La industria médica nos ha mandado sus avanzadillas, nos llenan de palmadas en los hombros y promesas, pero por ahora no hemos visto ni financiación ni solicitudes de licencias para patentes.

—Entiendo. Pero combinar un pequeño motor con un corazón para que puedas nadar, jugar al fútbol, perseguir un autobús, es una revolución, diantre. Acabarán dándose cuenta.

—Esperemos. Cuando has llamado, pensé que era del hospital o un paciente al que habíamos dado el alta. «Si no tiene ningún problema», lo digo ya como las señoritas telefonistas, «le paso la llamada.» Pero me alegro, por supuesto.

—Como para no estarlo. Al final, vas a ser el único que ha cambiado algo. Ya te lo dije: tú eres el que ha hecho la revolución…

Esta vez, al doctor Chardack no le faltaba una réplica adecuada. Le gustaría sacar a relucir a los estudiantes que intentan poner patas arriba Estados Unidos no haciendo otra cosa que sentarse en un banco prohibido a los negros, hasta conseguir que Woolworths y luego las demás cadenas comerciales abrieran los lunch-counters del sur racista a los clientes de color. Le gustaría comparar su fe, tan firme y pacífica, dirigida por un reverendo bautizado en nombre de Martín Lutero, con la que había encontrado en el hijo de un carpintero inglés que se convirtió en ingeniero electrónico gracias al programa de educación para veteranos. «La Providencia me ha revelado el error decisivo, estimado Chardack, ya verá como todo acaba resolviéndose», repetía el ingeniero Greatbatch cuando el doctor corría al garaje para plantearle el enésimo problema. Le gustaría decirle a Georg que es él, el descreído, quien ha renacido con cada impulso eléctrico del corazón de un enfermo y que ha complacido al único numen al que se ha entregado, Esculapio.

—Me basta con mi trabajo —dice.

El otro se ríe con ese tono suyo pastoso y fuerte, una carcajada cómplice, pero el doctor Chardack capta una grieta en la voz de Georg y le deja continuar.

—A mí también me gustaría dedicarme solo a la investigación médica, no se aburre uno e indudablemente hace algo útil. Por desgracia, en mi campo, los inventos milagrosos son improbables. ¡Ojalá pudiéramos, después de un ictus, aplicar un artilugio como el tuyo!

Una vez más, el doctor Chardack ha captado una piedrecilla pulida, un tono de disgusto. Sin embargo, con una broma, sabe cómo poner remedio:

—¡A mí el corazón y a ti el cerebro! Los dos nos hemos repartido los órganos vitales igual que las superpotencias se reparten el mundo y ahora también el cosmos.

—Lo importante es tener algo que repartirnos, ¿no? Y ahora que te invitarán a todos los continentes, a ver si das señales de vida, y te vienes alguna vez por aquí.

Ahora que han llegado a las formalidades, el doctor Chardack se ha tranquilizado. A fin de cuentas, no es poca cosa que de todas sus metas y sueños compartidos —la medicina, Gerda, el antifascismo— ambos mantengan el primero.

La conversación concluye con el intercambio de direcciones entre el doctor Chardack y el doctor Kuritzkes, que está pensando en dejar la FAO y la ONU en general, por más que lamente la idea de que ya no será bienvenido en todas partes.

—Entonces te espero, Willy, espero que el músculo agotado de la vieja Europa te acoja triunfalmente…

Por unos instantes, frente al teléfono colgado, el doctor Chardack sigue escuchando de pie la última carcajada de su amigo, tan envolvente a pesar del sarcasmo implícito. Pero tan pronto como se percata de dónde procedía —esa insinuación al teléfono sin hablar con claridad— se pone rígido.

¿Por qué había ido Georg a Roma? ¿Se había hecho ilusiones de que realmente, allí en la FAO, derrotaría al hambre, nada menos? Nunca había sido ni un ingenuo ni un exaltado, todo lo contrario. Quién sabe si hubiera llegado a ir a España, de no haberse encargado de convencerlo la loca aquella, quién podía decirle que no a Gerda, ni pensarlo. Estaba loca de verdad, incluso más que Capa, a quien le dio un patatús al descubrir que no se había conformado con unas largas vacaciones italianas con el famoso Georg. No, ¡aquella inconsciente se había llevado las fotos de las milicias republicanas a la cuna del fascismo! Gerda, impasible, replicaba que eran tonterías, pretextos para montarle una escena, y quienes asistían a esa discusión en el acogedor estruendo de un café parisino no pudieron más que reprimir una sonrisa de admiración.

Georg Kuritzkes, en cualquier caso, se había unido a las Brigadas Internacionales y luego, mientras Willy zarpaba hacia Estados Unidos, se quedó en Marsella y se unió a la Résistance. Pero antes de echarse al monte se había licenciado y, después de la Liberación, se especializó con una tesis que le había valido una plaza de investigador en la Unesco.

A esas alturas, el doctor Chardack se mantiene alejado de la política, pero no puede evitar que la política se entrometa en su campo. ¿Cómo podría digerir que Estados Unidos rechace a científicos con las habilidades de Georg Kuritzkes a causa de su sacro terror hacia todo lo que huela a rojo? Sin embargo, no es seguro que Georg lo lamente. Tal vez haya regresado a Italia por decisión de la ONU, pero allí seguirá encontrándose bien, si no ha cambiado en exceso.

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Autora: Helena Janeczek. Traductor: Carlos Gumpert. TítuloLa chica de la leicaEditorial: Tusquets. VentaAmazonFnac y Casa del libro.

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