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La condena, de Luz Gabás

La condena, de Luz Gabás

Luz Gabás (Monzón, 1968) ha vendido cientos de miles de libros y ha sido alcaldesa, así que tampoco es como para que nadie le explique lo del empoderamiento. Luz es magia, es alegría, una mujer que hace honor a su nombre. Las conversaciones con ella te dejan más limpio, sano y cuerdo que antes de tenerlas.

Creo que sucede lo mismo con sus novelas. Tiene una manera de mirar al mundo en la que los principios irrenunciables, la inteligencia y el amor se encuentran de una forma que, a priori, parecía imposible.

En este relato, Luz Gabás nos hace asomarnos a nuestros miedos y nuestras vergüenzas, y nos propone que pensemos qué pasaría si estos se aliaran y produjeran espantos surgidos al calor de la voz de las masas. Y pocas cosas producen más horror, ya verá. (Juan Gómez-Jurado)

Lo conseguí. Después de cuatro años sin apenas poder conciliar el sueño, sé que esta noche dormiré tranquila, con la sensación de haber cumplido el deber que me impuse. Hoy ha saltado la noticia en todos los medios. No hablan de otra cosa. Quienes pensaron que esa idea irracional jamás podría convertirse en precepto tendrán que comerse sus palabras. Nunca una ley se ha aprobado tan rápido. Quienes aseguran con vehemencia que no pararán hasta derogarla se cansarán pronto. Porque nunca una propuesta había recogido varios millones de firmas en tan poco tiempo. Benditas redes sociales. Somos más quienes pensábamos que no había justicia. Ahora, por fin, empezará a haberla.

Sentada en un sillón junto al que yo ocupo, Elba, mi mejor amiga y compañera de piso, frunce el ceño y suelta algún resoplido. El gesto envejece su rostro, ese que tantas veces he envidiado por conservar su expresión juvenil a pesar del paso del tiempo. Pero, claro, ella no ha sufrido como yo. Elba no quiso firmar. Entendí que, aunque no la compartía, respetaba con su silencio la que ha llamado mi locura. Ahora está pasando del bando de los incrédulos al de los desorientados. Es lo que sucede cuando aquello que consideras una amenaza a tu sistema de valores se convierte en realidad. En cierto modo, me da lástima. Convive con alguien incapaz de perdonar. Me pregunto en este mismo momento si podrá respetar ahora mi siguiente decisión. Igual le parece que pretendo quedarme en un plano teórico; que nunca seré capaz de llegar hasta el final.

Pues bien, llegaré hasta el final, ya lo creo. He tenido que soportar todo tipo de comentarios en este tiempo. Mis espaldas son mucho más anchas que al principio. Puedo enfrentarme a lo que haga falta. Al igual que no encontré ningún consuelo cuando murió Madi y, sin embargo, salí adelante, no espero que nada me reconforte. Porque sé que solo encontraré la paz el día que ese ser despreciable muera.

O más bien, el día que yo lo mate. Con mis propias manos.

Comprendo la satisfacción de Cora. Se lo propuso y lo ha conseguido. Admiro su tesón. No me sorprende: ha sido obstinada desde niña. La observo ahora y distingo a la misma mujer con la que me he ido transformando físicamente durante décadas. Pero su espíritu es otro. Antes era una persona luminosa; ahora es un ser oscuro. Tal vez no deberíamos habernos juntado de nuevo, tras la muerte de Madi, pero sentí pena por ella. Su matrimonio se acababa de romper. Cora estaba y se sentía sola. Y yo, por decisión propia, también estaba sola. Muchas personas comparten vivienda para hacerse compañía o reducir gastos, o ambas cosas, pensé entonces. Hubo momentos divertidos, al principio. Volvimos a comportarnos como las jóvenes que fuimos. Salíamos a cenar, a tomar una copa, al cine, de compras. Me pareció que ella necesitaba ese cambio, que le hacía bien. Después me di cuenta de que su alegría era forzada. Intentaba parecer normal, pero la vida la había conducido a una situación no deseada, penosa, incomunicándola del resto del mundo, provocándole un dolor eterno, incurable. Nada de lo que hiciera desde aquel fatídico día sería natural. Todo tendería a la deformidad, a la anomalía, a la monstruosidad. Solo era cuestión de tiempo. Yo estaba alerta, pero jamás imaginé que el engendro fuera a surgir de la inteligencia y de una argumentación convincente.

—¿No sientes curiosidad por saber qué haré? —pregunta Cora, bebiendo directamente de su segunda lata de cerveza en diez minutos.

Ambas saben a qué se refiere.

—Sí y no —Elba teme que Cora haga uso de ese derecho recién adquirido, pero quiere confiar en que cambiará de idea—. Sabes que yo no soy una persona vengativa.

—Porque no han violado y matado a tu hija.

—La justicia ya condenó al culpable. A la pena más alta. Se pudrirá en la cárcel.

—No es suficiente. Siempre existe el riesgo de que le reduzcan la condena, o de que se fugue… Podrías intentar ponerte en el lugar de alguien como yo.

Durante unos minutos escuchan a los participantes del debate televisivo, quienes reproducen los mismos argumentos que enfrentan a las amigas.

—¿Lo oyes? —Cora señala al televisor—. No se trata de tomarte la justicia por tu mano. Es un tribunal quien declara o no la culpabilidad del sujeto. Pero ahora será la víctima o el denunciante quien imponga la sanción. Tampoco es tan difícil de comprender. Los cambios del mundo moderno también tenían que llegar, por fin, a la justicia. ¿Qué es eso de que una, dos o tres personas interpreten una ley y redacten una sentencia? Palabras y más palabras. Yo no siento que se me haya hecho justicia. Solo yo sé qué castigo me puede satisfacer.

—Dejar la justicia en manos de los ciudadanos es peligroso. Tiene que haber límites en la sociedad.

—Y los hay. La multa nunca podrá ser superior al daño infligido. O quizá solo en un porcentaje. Por ejemplo: si tú me robas diez, yo no puedo pedirte cincuenta, pero tal vez sí quince o veinte.

—Ojo por ojo, diente por diente. Si me matas, termino con tu vida.

—Mmm… O algo peor… Eso es lo justo.

—Nadie puede disponer de la vida de otro.

—Me sorprenden tus argumentos tan cristianos. Nunca han sido propios de ti. —Cora aprieta los dientes. La rabia, controlada con esfuerzo, acaba siempre reapareciendo—. El asesino de Madi dispuso de su cuerpo a su antojo antes de matarla. Yo pienso hacer lo mismo. Lo mataré con mis propias manos. Y amparada por la ley.

Sinceramente, no me lo creo. De las dos, Cora era la juiciosa, la amable, la tradicional y la fuerte. Yo, más inestable, envidiaba —no en el sentido de sentir disgusto por su bien, sino con el deseo honesto de emular sus cualidades— su generosidad y su bondad, que a veces la convertían en una persona demasiado complaciente, a mi juicio. Me admiraba no percibir fisuras en su carácter; ni siquiera cuando la ponía a prueba. Llegué a inventarme situaciones emocionalmente complicadas para obligarla a acudir a mi rescate. Y lo hacía. Siempre lo hacía. Porque éramos amigas, decía. Y la lealtad, para Cora, estaba por encima de cualquier otra consideración. Quizá fuera por todos los recuerdos y afectos compartidos de la infancia y de la juventud y para compensar de alguna manera aquellas ocasiones en las que yo no había sido del todo honesta y calmar así mi sensación de culpabilidad, por lo que me ofrecí a que se viniera a vivir a mi casa, con la excusa de que me iría bien un ingreso extra. Llegó en un estado lamentable. Se había cogido unos meses de excedencia del trabajo porque apenas tenía fuerzas para encargarse de ella misma. La oía llorar todas las noches. Nadie debería pasar por una situación tan terrible. En teoría, ahora que las tornas han cambiado, ahora que la percibo débil, insensata, intransigente y artificialmente reformista, me tocaría a mí salvar a Cora de sí misma. Estoy dispuesta a hacerlo, pero temo que sea ya una labor imposible. Cuando la oscuridad te atrapa, te lava el cerebro para que nunca más desees la luz.

Pasaba las horas en el sofá de la casa de Elba viendo una película tras otra. Llegué a odiar las tramas que tenían que ver con asesinatos porque me parecía que los familiares de las víctimas se recuperaban demasiado pronto. Mantenían una actitud tan serena en los funerales que me provocaban ira. «¡Mentira! —le gritaba a la televisión—. ¡Todo es mentira!». Soporté el entierro de Madi porque iba drogada. Razonaba acerca de lo que estaba sucediendo, pero mi corazón no dolía gracias a la química. Como se suele decir, estaba en una nube. Fue por entonces cuando comencé a diseñar mi estrategia. Desde ese nimbo, como la situación me superaba, me evadía pensando en el futuro y en el trazado de los caminos que transitaría para lograr mi objetivo. Dejé de ver a mi marido en ese futuro. Por eso me separé. Madi, el vínculo que nos unía, ya no existía. La presencia de su padre siempre me habría de recordar su ausencia. Me aficioné entonces a las películas en las que la venganza reconforta a quienes se toman la justicia por su mano. Mi concepto sobre el heroísmo y la épica cambió. No me importaban ni la dignidad, ni la palabra, ni el honor, ni las virtudes del héroe, sino las hazañas —de cualquier naturaleza— para conseguir el grandioso, extraordinario, admirable y trascendente hecho de matar al causante del mal. Yo no quería justicia. Quería venganza. No con el significado de castigo, sino con el de satisfacción que se toma del agravio o daño recibido. No buscaba resarcimiento porque nada podría borrar, reparar o compensar el dolor sufrido. Yo solo pensaba en una cosa. Quería sentir placer, gusto, gozo y contentamiento como consecuencia del sufrimiento del asesino. Jamás me hubiera podido imaginar que tanta gente pensara como yo. Fue lanzar una propuesta por redes sociales y comenzar a recibir decenas, cientos, miles de firmas de adhesión a mi causa. Me encanta el mundo moderno. No existe la verdad objetiva. La realidad es una suma de subjetividades.

Escuché una vez que las palabras existen para tomar partido, pero no estoy de acuerdo. Las palabras son bellas; es el uso que se hace de ellas el que puede tornarse perverso. Le dije a Cora que a nadie le importaba realmente qué le había pasado a Madi; que si tantas personas apoyaban su iniciativa lo hacían simplemente por llevar la contraria a lo establecido; que en un país tan politizado como el nuestro, en el que ya no había tonos grises, hasta la idea más descabellada cobraba sentido por el mero hecho de oponerse a otra ya existente, no por su significado real.

—Te creía menos ingenua —repuso—. Así ha ido cada discurso suplantando al anterior a lo largo de la historia. Ninguna idea aislada tiene sentido. Solo se materializa su existencia cuando se asume por la mayoría. Y la mayoría ahora opina como yo. En las películas del lejano oeste, cogías tu escopeta y perseguías al malhechor hasta que lo encontrabas y le descerrajabas un par de tiros. Y todos aplaudíamos. Punto. Fácil y comprensible. La sofisticación de la sociedad y de las leyes no produce la misma satisfacción que tenían que sentir entonces, cuando eso era posible. Ahora que está de moda revisar el pasado, en el caso de algunos nostálgicos incluso con intención de restaurarlo, ¿por qué no volver a aplicar aquellos criterios?

Recuerdo que me quedé sin palabras para responderle. Cora retorcía los argumentos. Había dejado de pensar con claridad. No digo que estuviera loca. Digo que sus argumentos tenían sentido para ella, y ¿cómo convencer a quien cree que piensa con claridad? No hay manera de hacerlo.

—Me ha llegado una carta del Ministerio —Cora le tiende el papel a Elba y espera en silencio a que esta lea el contenido.

—Tendrás el gran honor de ser la primera persona que aplique la nueva ley —dice Elba con ironía.

Cora sonríe ampliamente por primera vez en mucho tiempo.

—¿Quieres saber qué tengo pensado?

Elba siente cierta curiosidad —no hay morbo, sino preocupación—, pero niega con la cabeza. No le gusta la sonrisa de Cora. Es diabólica. Añora al ser radiante que una vez fue su amiga. Se propuso ayudarla, pero no ha sabido cómo. Le asaltan las mismas dudas de los últimos tiempos. Antes, la ayuda entre amigas era bien recibida; ahora Cora podría interpretarla como una intromisión. Antes, la libertad de expresión era origen de debates acalorados e interesantes; ahora el oyente se puede sentir agredido verbalmente. Quizá ni pueda ni deba ayudarla. Quizá la cuestión sea tan sencilla que no quiera planteársela: su amistad de décadas está perdiendo su razón de ser. Y tal vez por eso solo reste una última cosa que hacer antes de separarse de ella: acompañarla, como buena y leal amiga, hasta el final. Mide sus palabras antes de responder con otra pregunta.

—¿Querrás que vaya contigo?

Cora abre mucho los ojos, extrañada. Hubiera jurado que Elba trataría de convencerla, de detenerla. El mundo al revés: de jóvenes, era siempre Cora quien imponía los límites, quien guiaba a Elba de nuevo hacia el camino de la serenidad.

—Sí —responde, agradecida. Las amigas verdaderas no juzgan; simplemente permanecen a tu lado en lo bueno y en lo malo.

He solicitado varias acciones que el Ministerio me ha rechazado porque atentan contra los derechos humanos. El asesino violó y asesinó a mi hija, pero él no puede sufrir tortura. Quería que le cortaran de un tajo sus partes y viera cómo se desangraba. Lo leí hace poco en una novela y me gustó la idea. Pero ni esta ni la información extraída de textos medievales me ha servido para nada. He protestado porque entonces no comprendo esta ley, que se me queda corta. Sé que si no puedo infligirle dolor, el mío no se aliviará. Antes creía en palabras como perdón, olvido y reconciliación. Desde la muerte de Madi, no. Y ni tengo remordimientos, ni me siento culpable, ni me considero una mala persona. Solo soy una madre que padecerá el resto de los días que le queden de vida. El asesino terminó con la vida de Madi y con la mía. No he encontrado ni encontraré consuelo en nada. He solicitado finalmente una castración química antes de su ejecución. Y quiero ser yo quien empuje el émbolo de las jeringuillas; quien esté a su lado cuando la sustancia letal empiece a circular por sus venas; quien, ante el inminente último parpadeo, aprecie el miedo en sus ojos.

Te lo juro, Madi: no flaquearé.

Justo al otro lado de esta puerta metálica que me transmite frialdad está Cora. Ha entrado hace media hora con varias personas del entorno médico y judicial. Me ha lanzado una última mirada que no sabría cómo interpretar. Una mezcla de triunfo, soberbia, ira, resentimiento e intranquilidad. Es plenamente consciente de que va a terminar con la vida de un ser humano. Para mí no puede haber nada peor en la vida. Incluso quienes lucharon en las guerras tuvieron que sentir amargura en su interior al abatir a un enemigo. No puede haber nadie tan insensible como para no sentir remordimientos. Me refiero a la gente normal, a cualquiera que no sea un psicópata. Claro que a mí no me han matado a una hija. Si yo estuviera en el lugar de Cora tal vez haría lo mismo. No lo sé. No puedo saberlo. No quiero saberlo. No debería haber venido. Le tendría que haber recriminado a gritos su actitud y luego echarla de casa. Valiente, cobarde. Qué palabras más extrañas hoy en día.

La puerta se abre. El grupo de trajes y batas sale sumido en un silencio incómodo. Sin despedirse, unos y otros desaparecen rápidamente. Me pongo en pie y Cora se me acerca. No sé qué le diré. No sé qué preguntarle.

—Ya está —susurra Cora mirándose las manos como si las descubriera por primera vez, como si se hubiera transformado en otra persona—. Se acabó —Elba no le ha preguntado nada, pero ella quiere explicarse. Levanta la vista—: he sentido odio. Un odio que surgía de mis entrañas como una masa incontrolada de maldad, de deseos oscuros e innombrables. Y luego un gran vacío que nada podrá volver a llenar. Aunque me oigas reír algún día, seguiré vacía —entrecierra los ojos y se abstrae unos instantes, como si le costara encontrar en su interior la frase siguiente, que termina por soltar con asombro—: pero no he sentido alivio.

Rompe a llorar y se aproxima a la otra mujer en busca de un abrazo.

Elba percibe su vulnerabilidad, pero se mantiene distante. Responde al gesto deseado por Cora con una ligera caricia en la espalda que más parece una invitación a moverse, a alejarse de ese lugar.

Decenas de periodistas aguardan en el exterior. Querrán captar todos los ademanes de la pionera. Querrán analizar sus verdaderos sentimientos. Querrán escuchar sus palabras.

—No he sentido alivio —repite Cora—. Pero no lo admitiré —endereza los hombros y se enjuga las lágrimas—. Ese monstruo ha recibido su merecido. Miento. Merecía más. Pero al menos ya no existe, ni vivirá bien comido y caliente a costa de mis impuestos.

Sabe que se ha convertido en un símbolo, que lo que importa ya no es ella, sino lo que representa. Millones de personas firmaron su petición. Millones de personas piensan como ella. Viven en un país democrático.

Ahora toca escenificar el triunfo democrático del horror, piensa Elba, sintiéndose de repente vieja, muy vieja.

Y cansada. Muy cansada.

Sabe que ya nada será igual.

Sabe que ya ha comenzado el principio del fin.

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Autores: Elia Barceló, Espido Freire, Luz Gabás, Arturo González-Campos, Alaitz Leceaga, Manel Loureiro, Raquel Martos, José María Merino, Bárbara Montes, César Pérez Gellida, Blas Ruiz Grau, Karina Sainz Borgo, Mikel Santiago y Lorenzo Silva. Título: Heroínas. Editado por Zenda con el patrocinio de Iberdrola. Ilustraciones: Fran FerrizDescarga gratuita: en Amazon y Fnac

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