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La conversión

La conversión

¿Hace cuánto que no veo a una persona? Todo lo resuelvo por mail o por whatsapp. Me miro al espejo para recordar cómo es la apariencia humana. Pero espero que allá afuera haya algo mejor. Finalmente me toca pasar por una editorial a firmar un contrato. Cuando llego, hay una carta para mí. No sólo replico el viejo ritual de hablar con otros, también recupero la reliquia de una epístola en papel. Analía, la remitente, me autoriza a contar su historia, pero me ruega que no revele su apellido y que mejore su estilo. Me cuenta que en la marcha del 24 de marzo pasado en plaza de Mayo, a la que yo hice referencia en mi anterior columna, los oradores reivindicaron a dos grupos maoístas argentinos: el PCR (Partido Comunista Revolucionario), y Vanguardia Comunista. Siendo tan escasos los maoístas argentinos, no obstante se dividieron por lo menos en dos. Pero no podría negar que las escisiones hayan sido tres o más. Las diferencias ideológicas entre uno y otro grupo se encuentran en una rama de la hermenéutica que aún no me considero en condiciones de desentrañar. Analía me suplica le perdone no aclararme en cuál de las dos sectas participó. Aunque yo creo deducirla. Analía se pone de novia, en 1972, con Ignacio, a quien conoce en una fiesta maoísta. Me gustaría preguntarle si en el vernissage se sirvieron arrolladitos primavera, pero un defecto de las cartas es que no se pueden responder instantáneamente. Es Ignacio el primer maoísta de la pareja, y quien induce a seguir, desde la Argentina, al Gran Timonel. Analía se deja conducir e ingresa como militante al mismo partido que Ignacio. Pero, como ocurre tantas veces en las parejas, la fiebre amarilla de Analía comienza a subir de temperatura con una velocidad e intensidad que supera a la de Ignacio. Se aprende de memoria el Libro Rojo, repite sus aforismos tautológicos o insensatos, como si fueran verdades luminosas e indiscutibles. Lee y recita los poemas de Mao. Defiende el Gran Salto Adelante, y la Revolución Cultural, aún cuando el propio Mao ya trata de olvidarlas, con cierta vergüenza ajena por las decenas de millones de muertos que le permitieron provocar entre su numerosa población. Incluso, Analía, siente una poderosa atracción sexual por el Gran Timonel, que sólo tarde se anima a confesarle a Ignacio, quien la comprende. Poco después de la asunción de Cámpora, en el 73, decidida a promover la revolución popular china a través de la guerra popular prolongada, especialmente en el campo y las fábricas, en todo el mundo, Analía toma una decisión fundacional: convertirse ella misma en una mujer china. Operar su rostro y mutarlo a un rostro asiático, preferentemente como el de Jian Quing, la antigua actriz esposa de Mao. Ignacio no logra contenerse ni respetar las reglas del partido, y le dice que está loca. Pero en la reunión partidaria posterior a esa discusión de pareja —Ignacio y Analía ya viven juntos—, la célula maoísta le exige a Ignacio una autocrítica: lo que deberían preguntarse es en qué momento de la lucha de clases están como para que Analía haya acuñado esa decisión, y si en última instancia su conversión contribuirá a las grandes masas oprimidas del mundo o no.

"En este momento de la carta yo interrumpo debido a que, por motivos que ignoro, me acomete un ataque de risa"

En este momento de la carta yo interrumpo debido a que, por motivos que ignoro, me acomete un ataque de risa. Y recuerdo un diálogo del libro La vida privada del presidente Mao, de su médico personal, Li Zhisui. Mao le comenta a Li: “Qué curioso: mientras le recomiendo a nuestro pueblo que sólo recurra a la medicina tradicional china, yo prefiero la medicina occidental contemporánea”. Leyendo la carta de Analía, cuando la reunión partidaria no rechaza de cuajo su pretensión, me encuentro pensando que por favor haya encontrado un buen médico, nada de acupuntura ni cosas raras; me pregunto si en aquella época habría posibilidades medianamente razonables de convertirse facialmente en oriental, o si el final de la carta será el lamento apagado de una persona con el rostro deforme. Pero el siguiente párrafo —la carta es larga—, procrastina: Analía cuenta de su padre, genovés, almacenero; y su madre, a quien describe como una mansa ama de casa vasca, y anuncia su movimiento quirúrgico como la correntada de un río (cita, creo que mal, un poema de Mao) que la arrancará, a un mismo tiempo de la clase burguesa y de un linaje europeo decadente, transportándola, aún antes de viajar, al futuro asiático del planeta.

"La magnitud de la visita, y el mensaje del propio Mao, anulan toda discusión posterior"

Un mes más tarde, cuando ya Analía ha encontrado al cirujano pertinente —un muchacho de otra agrupación, cercano a la línea Ho Chi Minh, recién egresado de Medicina en París—, la noche previa a la intervención, golpean la puerta de la casa de la pareja. Ignacio responde según el código de seguridad, con los ideogramas fonéticos en chino que significan: “¿Quién es?”; y para gran estupefacción de ambos, les responden en chino. Ignacio abre sin dudar, cuadrándose. Es el mariscal Lao Yung, espía chino, entrado clandestinamente al país, enviado especial de Mao para las conexiones con todos los partidos maoístas de América Latina, excepto Cuba, donde no existen y además están peleados. El mariscal Lao, ya en el living del dos ambientes de la pareja, informa medio en chino —Ignacio lo habla rudimentariamente—, medio en espachino, que en la China continental se sabe todo lo que ocurre bajo el cielo en Latinoamérica, y que hasta el propio Gran Timonel conoce la heroica motivación de Analía para convertir su rostro en chino. Pero que no obstante le manda decir: “Camarada: bello es tu rostro blanco como la luna, no lo amarilles como el queso. A cada cual, lo que le tocó”. Porque, quizás omití este renglón, Analía también había averiguado acerca de los pigmentos o sustancias a beber para volverse amarillo el color de la piel. La magnitud de la visita, y el mensaje del propio Mao, anulan toda discusión posterior. Ignacio festeja en secreto. El mariscal se retira a sus aposentos clandestinos y su falsa identidad, hasta regresar al Reino Medio.

"Nueve meses más tarde, cuando el destino quiso darle una hija china, Ignacio lo tomó a bien. Al final del día, era igual a Analía, pero china"

El Partido le reprocha a Analía no haber convocado al mariscal a una reunión del Comité Central ampliado, y suspenden a la pareja por una semana de la agrupación. Esa misma semana Analía se cruza con el mariscal en un bar de la avenida Corrientes. El enviado de Mao toma notas en un cuaderno cuadriculado. Son sus últimos aprontes antes de partir de regreso a China. La dificultosa conversación continúa en la patética pensión donde el mariscal oculta su importancia internacional. Sucede el amor entre la militante convencida y el líder en permanente peligro. Nueve meses más tarde, cuando el destino quiso darle una hija china, Ignacio lo tomó a bien. Al final del día, era igual a Analía, pero china. Analía de todos modos abandonó a Ignacio. Lao Yung no se llamaba así, ni era mariscal, ni mucho menos maoísta. Era uno de los pocos exiliados que vivían por esa época en Argentina, trabajando en una imprenta comercial, en el barrio de Barracas, y el padre de Analía lo conocía por una vez que había confeccionado volantes para publicitar el almacén. No se le había ocurrido modo de salvar a su hija de semejante locura, hasta que su esposa, tan atribulada como él, le recomendó cierta artimaña de un personaje de El Quijote. La paradoja, cierra Analía, es que su hija china se marchó a China a los 15 años, y ella se quedó acá, tan contenta con sus rasgos occidentales como Mao con sus medicamentos.

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Este artículo fue publicado en el diario Clarín de Argentina

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