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La familia eterna, de Natalie Babbitt

La familia eterna, de Natalie Babbitt

No hay estadounidense que no haya leído, o cuando menos que no conozca, este clásico de la literatura juvenil. Publicada en 1975, La familia eterna narra la historia de una niña, Winnie Foster, que descubre que la familia Tuck goza de vida eterna gracias a un manantial mágico. El miedo a que difunda su secreto hace que los poseedores de ese don secuestren a la pequeña.

En Zenda ofrecemos las primeras páginas de La familia eterna (Temas de hoy), de Natalie Babbitt.

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PRÓLOGO

La primera semana de agosto es la cima del verano, la cima del año. Es la cabina de la noria que se queda en lo más alto cuando hace una pausa en su giro. Las semanas anteriores son solo el ascenso de una primavera agradable, y las siguientes el descenso a la calma del otoño, pero la primera semana de agosto siempre es quietud y calor. Esa semana también suele ser curiosamente silenciosa, con inexpresivos amaneceres blancos, brillantes mediodías y atardeceres manchados de infinidad de colores. Por lo general, las noches están atravesadas por relámpagos que solo estremecen el cielo, sin rayos ni lluvia reparadora. Son días extraños y asfixiantes, días de canícula, que llevan a la gente a hacer cosas de las que arrepentirse después.

Un día de esa especial semana, no hace mucho tiempo, sucedieron tres cosas que, en principio, no parecían tener relación entre ellas. Al amanecer, Mae Tuck partió en su caballo hacia el bosque a las afueras del pueblo de Treegap. Se encaminó, como cada diez años, a encontrarse con sus dos hijos: Miles y Jesse. Al mediodía, Winnie Foster, cuya familia era dueña del bosque de Treegap, perdió la paciencia por fin y pensó en huir. Y al anochecer, un hombre apareció a las puertas de la casa de los Foster. Buscaba a alguien, pero no dijo a quién.

Estaréis de acuerdo en que no hay conexión aparente. Pero las cosas pueden darse simultáneamente de manera extraña. El bosque era el centro, el eje de la rueda. Todas las ruedas deben tener un centro, también las norias, de la misma manera que el sol es el centro del calendario solar. Son puntos fijos y es mejor dejarlos tranquilos, ya que sin ellos nada podría permanecer unido. Pero a veces la gente se percata de esto demasiado tarde.

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El camino que llevaba a Treegap había sido trazado, mucho tiempo antes, por un rebaño de vacas que, sin duda, iban tranquilas. Dibujaba curvas, ángulos fáciles, ascendía hacia una agradable tangente que llevaba a la cima de una pequeña colina, bajaba suavemente de nuevo entre márgenes de tréboles colmados de abejas y limitaba, más adelante, con un prado. Sus límites se difuminaban ahí. Se ensanchaba y parecía detenerse, sugiriendo un tranquilo pícnic bovino: un rumiar lento y la contemplación exhaustiva del infinito. Después, el camino aparecía de nuevo y desembocaba, por fin, en el bosque. Pero al alcanzar la sombra de los primeros árboles se producía un giro drástico que trazaba un amplio arco, como si por primera vez el camino se planteara a dónde estaba yendo y pasara de largo.

Al otro lado del bosque, la sensación de comodidad se disipaba. El camino no pertenecía más a las vacas. En su lugar, se convertía, de forma bastante brusca, en propiedad de la gente. Y ahí, de golpe, el sol desprendía un calor incómodo, el polvo oprimía y la escasa hierba a los lados se volvía algo harapienta y desdeñada. A la izquierda estaba la primera casa, una parcela con apariencia de mírame y no me toques, rodeada de hierba cortada sin esmero y cercada por una imponente verja de hierro de un metro y medio de alto que claramente decía: «Aléjate, no te queremos por aquí». Después, el camino se alejaba modestamente y seguía su curso, dejando atrás más y más parcelas mucho menos imponentes, hasta llegar al pueblo. El pueblo no tiene importancia salvo por la prisión y el patíbulo. La primera casa es la única importante; la primera casa, el camino y el bosque.

Había algo extraño sobre el bosque. Si un vistazo a la primera casa sugería que se pasara de largo, también lo pretendía el bosque, pero por motivos bastante diferentes. La casa se alzaba tan orgullosa de sí misma que daban ganas de armar un escándalo al pasar por delante, incluso lanzar una alguna piedra que otra. Pero el bosque tenía una adormilada apariencia de otro mundo que provocaba ganas de hablar en susurros. Como mínimo, esto es lo que las vacas, responsables del camino, debieron haber pensado: «Dejémoslo en paz, no queremos molestarlo».

Que la gente pensara eso del bosque o no es difícil saberlo. Quizá lo pensaran algunos, pero la mayoría de la gente bordeaba el bosque porque así lo indicaba el camino. No había nadie que lo atravesara. Y, de todas formas, había otro motivo para dejar al bosque bien solo: pertenecía a los Foster, los dueños de la parcela mírameynometoques. A pesar de que estaba fuera de la verja y que era perfectamente accesible para el resto, el bosque era propiedad privada.

Cuando se para uno a pensarlo, ser el dueño de una tierra es una cosa extraña, ambigua. Después de todo, ¿cómo se mide la profundidad? Si a una persona le pertenece un trozo de tierra, ¿le pertenece todo el terreno, en una dimensión cada vez más estrecha, hasta que se encuentra con todos los demás trozos en el centro de la tierra? ¿O la propiedad consiste solo en una pequeña corteza bajo la cual los amables gusanos no saben lo que es el allanamiento?

En cuanto al bosque, en cualquier caso, al estar en la superficie —excepto por sus raíces, claro—, cada una de sus ramas eran propiedad de los Foster y de su mírameynometoques, y si ellos nunca iban, si nunca se adentraban entre los árboles, eso era asunto suyo. Winnie, la única niña de la casa, aunque algunas veces se quedaba mirando el bosque desde dentro de la verja, golpeteando sin cuidado con un palo los barrotes de hierro, nunca había ido. Pero tampoco había mostrado curiosidad por ello. Nada parece interesante cuando te pertenece.

Y, de todos modos, ¿qué puede parecer interesante de unas pocas hectáreas de árboles? Albergará una penumbra atravesada por los rayos del sol, un gran número de ardillas y pájaros, un profundo y mojado mantón de hojas en el suelo y otro montón de cosas tan familiares como no tan agradables, cosas como arañas, espinas y lombrices.

A fin de cuentas, fueron las vacas las responsables del aislamiento del bosque y, con una sabiduría que ignoraban tener, demostraron ser muy listas. Si en lugar de bordear el bosque, hubieran dibujado el camino bosque a través, la gente se habría adentrado en el bosque, percatándose del enorme fresno que hay en el centro o del manantial burbujeante entre las raíces, a pesar de las piedras que lo disimulan. Y aquello habría sido un desastre tan grande que esta vieja y agotada Tierra, con dueño o sin dueño, habría temblado hasta su eje, como un escarabajo en un alfiler.

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Autora: Natalie Babbitt. Título: La familia eterna. Traductora: Elisa Levi. Editorial: Temas de Hoy. Venta: Todos tus libros, Amazon, Fnac y Casa del Libro.

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