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La noche de piedra, de Alexis Ravelo

La noche de piedra, de Alexis Ravelo

El pasado 30 de enero el escritor canario Alexis Ravelo murió repentinamente por culpa de un infarto. Era uno de los representantes más destacados de la novela negra española, amén de una de las personas más queridas del sector. Pero Ravelo no se marchó sin más, nos dejó un regalo a todos: una versión revisada de una novela que prácticamente no se distribuyó en la península.

En Zenda, reproducimos un extracto de La noche de piedra (Alrevés), de Alexis Ravelo.   

***

24

—¿Seguro que no le apetece también una copita? —preguntó Germán tendiéndole la taza de café.

Casañas negó cortando el aire con un gesto de la mano libre.

—No, mejor que no. Todavía tengo un camino hasta casa y no he dormido nada. Me podría emborrachar con oler una cerveza.

Tomaron asiento en el salón. Casañas, en uno de los sillones individuales. Germán, en el sofá, donde, una vez instalado, encendió un cigarrillo.

—Tenía que haberme avisado y subirse un rato, por lo menos a almorzar.

—No, tranquilo. Estrella me trajo un bocadillo antes de acabar el servicio.

La pausa que siguió le pareció interminable a Casañas, debido a su desorientación insomne. Comenzaba a tener dificultades para oír con nitidez y, sobre todo, para medir el tiempo. En realidad, el largo túnel de silencio duró apenas unos segundos y fue Germán quien lo rompió preguntándole qué había pasado.

—Lo que ya sabrá usted —respondió—. Un coche se desriscó por ahí ayer, después de medianoche. Debió de ser sobre la una de la madrugada, más o menos. ¿Usted oyó algo raro?

—No. Ya sabe que, si estoy en casa, o tengo música o la tele puestos. Y si no, estoy en el lado que da para la otra ladera. Además, anoche parió Safo, como ya le comenté. Uno de los cachorros venía mal colocado. Lo he salvado de milagro.

—Esos, luego, son precisamente los más fuertes.

—Por cierto, cuando les llegue el destete, debería traer a su pequeña, a Elisa, para que elija uno. Será un regalo mío.

—Muchas gracias, Germán. —Casañas hablaba con lentitud y dificultad, con la cadencia gangosa de los borrachos—. Pero será mejor que lo elija usted mismo, porque si la traigo aquí es capaz de encapricharse de toda la camada.

Ambos sonrieron. Después, Casañas dejó vagar su vista por el suelo, hasta que sus ojos quedaron clavados en un punto preciso de la alfombra.

—¿Quién iba en el coche? —preguntó Germán, a bocajarro.

—¿Quién? Pues parece ser que un tipo bastante siniestro. Cuando comprobamos antecedentes nos salió una nómina que ni la lista de los Reyes Godos. También había una mujer, que debía de ser su compinche.

—¿Una mujer? —se interesó el anfitrión.

—Sí —repuso Casañas sin alzar la mirada—. El cuerpo de ella todavía no ha aparecido. Debió de salir despedida y se la habrá llevado la mar fea.

—¿Y qué hacían esos dos por aquí?

—Vaya usted a saber. Pero nada bueno, eso seguro. Se habían hospedado en lo de Milagros.

Casañas paró de hablar y se concentró nuevamente en el punto de la alfombra. Evidentemente, había caído en la cuenta de algo importante e intentaba atar los cabos necesarios para que todo aquello tuviera sentido.

—Aunque hay algo extraño en todo esto. El coche era de ella. Y a él lo vieron por última vez a medianoche, con su moto.

—¿Su moto? —inquirió Germán.

Casañas lo miró por primera vez en mucho rato, justo antes de volver a bajar la vista.

—Sí, tenía una moto. Una de esas grandes. Una Custom —aclaró, antes de volver a pensar en voz alta—. Seguro que iban a hacer alguna  maldad. Debieron de encontrarse por aquí cerca. A lo mejor en el pinar de San José. O en la misma carretera… Y él cogió el coche…

Porque conducía él, eso está claro. Sí, pero entonces… Entonces, ¿dónde carajo está la moto? —acabó por preguntarse.

Germán sintió que la sangre se le subía a las sienes. No había previsto algo así. Casi pudo oír los latidos de sus arterias, bombeando con fuerza, luchando por cerrarle los ojos. Pero los mantuvo abiertos. Casañas continuó hilando sus argumentos.

—Así que tenemos dos posibilidades: o abandonaron la moto e iban los dos en el coche, o intercambiaron los vehículos, vaya usted a saber por qué, y ella anda por ahí, vivita y coleando, como un ángel del infierno. Y, en este último caso, habría que pensar en un homicidio.

—¿Un homicidio?

Casañas volvió a mirarlo, esta vez fijamente.

—Claro. Si ella se llevó la moto, eso querrá decir que se cargó a su compinche. Sería mucha casualidad que a él se le hubieran ido los frenos porque sí. Ya le digo que esa gente andaba en algo feo. Además, allá abajo hay huellas de la moto y del coche, pero lo que no hay son marcas de frenazos. No sé… Todo dependerá de que aparezca el dichoso cacharro o no.

Germán sonrió, con sonrisa de detective diletante.

—Qué interesante, todo esto. Parece que estamos en una novela de intriga.

Casañas volvió a mirar hacia la alfombra.

—Pero ¿sabe qué? —dijo al cabo de unos momentos de nueva reflexión—. Me da exactamente igual. Ese tipo era una buena pieza. Y ella, por ahí por ahí se andaba. —Enfatizó el «por ahí por ahí» balanceando la mano con los dedos extendidos—. No creo que nadie eche de menos a ninguno de los dos. —De pronto paró de hablar, frunció el ceño, como tratando de entender algo, y añadió—: ¿Sabe usted que tiene una mancha en la alfombra?

Germán, alarmado, se levantó para ver el otro lado de la mesa, el punto de la alfombra hacia donde el otro señalaba.

—Ah, sí. Es sangre. Tengo que llevarla al tinte. La pobre Safo casi se queda en el sitio. Cuando volví de la perrera, venía perdido de sangre.

Limpié el resto, pero la alfombra, ya se imagina.

Casañas asintió en silencio. Acabó de un trago el café, ya entibiado, y se levantó de golpe.

—Bueno, gracias por el café y por la conversación, Germán. Me ha venido bien la charla. Me voy antes de que cierre la noche —dijo mientras le tendía la mano.

—Ha sido un placer, Casañas —repuso el anfitrión, acompañándolo a la puerta—. Por cierto, si el domingo que viene le apetece, podríamos ir al llano, a ver lo que cazamos. Este año, la temporada viene cargadita.

—Sí. No estaría mal. Ya nos llamamos durante la semana —respondió el cabo.

Germán lo vio entrar en su viejo Montero y marcharse carretera abajo. Se quedó observándole desaparecer más allá de la curva. Antes de entrar en casa, se acercó a la perrera, donde los cachorros de Safo eran como cinco ratitas somnolientas que se aglomeraban junto a su vientre. Safo lo vio venir y emitió un gruñido.

—Tranquila, bicho —le dijo con serenidad.

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Autor: Alexis Ravelo. Título: La noche de piedra. Editorial: Alexis Ravelo. Venta: Todos tus libros, Amazon, Fnac y Casa del Libro.

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