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La hiedra

[Foto: Inés Valencia]

LOS TRECE ESCALONES, XX: LA HIEDRA

La señorita Lina siempre se levantaba temprano. Cada uno de sus días, desde que podía recordar, discurría en una rutina sin fallos ni sobresaltos. Antes de las primeras luces ya estaba en pie, y su primera actividad consistía en rezar sus oraciones. Después, invariablemente, se echaba el chal sobre los hombros y bajaba a la cocina, por la parte izquierda de la escalera de atrás, para no perturbar el sueño de la madre con algún inoportuno crujido de tablas.

En aquella casa, demasiado grande, demasiado fría, solo estaban ellas. El primer marido había muerto mucho antes de que la señorita Lina naciera. El único vestigio de su existencia era el retrato que aún presidía el salón, la efigie de un gigante de pelo de fuego y barba poblada, con un travieso brillo de fauno en los ojos. Los hijos de aquel hombretón, Pedro y Luis, llevaban décadas lejos, en la capital. Tenían sus propias familias y ocupaciones, y su único contacto con la madrastra y con aquella otra criatura gris de impreciso parentesco eran las postales, escuetas, distantes, educadas, que enviaban regularmente cada año, por Pascua. El segundo marido, el padre de la señorita Lina, no había corrido mejor suerte que el anterior. Idéntica maldición parecía haber caído sobre la infausta familia, consumiendo a ambos patriarcas de manera similar. Misteriosas dolencias que les postraron en cama, les menguaron las fuerzas y las carnes y los despacharon en una agonía no por corta menos espeluznante. El caso dejó al pueblo sobrecogido, y al pequeño y tímido galeno de la región absolutamente perplejo.

Nunca tenían visitas. Un par de mozos de la aldea se encargaban de los víveres, que aparecían puntualmente ante la puerta del patio trasero. La señorita Lina los recogía a media mañana y dejaba el dinero en un cestillo, en el alféizar de la ventana. Media docena de comadres trataron de ser recibidas, presentándose a distintas horas con bizcochos caseros y tartas de almendra. La señorita Lina las recibió con fría cordialidad, casi temerosa, excusando siempre a la madre por encontrarse indispuesta. Al final, las vecinas claudicaron, hastiadas de monosílabos y de la deprimente atmósfera de aquella casa.

Tampoco tenían servicio. Podrían habérselo permitido, pero a ninguna de las muchachas disponibles le apetecía enclaustrarse en aquel caserón gélido de mujeres solas. Y, como decía la madre, ¿qué necesidad? Se bastaban y sobraban sin tener que soportar la intromisión de nadie en sus dominios. La señorita Lina se ocupaba de todo. Así había sido desde sus once años, desde la trágica muerte de su padre. La viuda, devastada por tanta desgracia, había sufrido una crisis nerviosa, quedando incapacitada para cualquier tarea doméstica. Los días se fueron convirtiendo en semanas. Las semanas en meses. El tiempo quedó suspendido, congelado, y se filtró como un goteo incansable bajo las rendijas de las puertas. Y, de algún modo, pasaron cuarenta años.

La señorita Lina era un ejemplo de virtud y abnegación. Sobre ese punto no se admitía réplica. Una hija obediente y hacendosa, para empezar. ¿Acaso no se había quedado soltera, siendo tan buen partido y tan bonita, para poder cuidar de la madre? Con tantos pretendientes como tuvo… Una buena cristiana, por supuesto. ¿No contribuía siempre con aquellas maravillosas labores suyas a los rastrillos benéficos de la parroquia? Nadie bordaba como la señorita Lina. ¡Qué manos! ¡Qué maestría! Nadie podía igualarla con la aguja. La belleza de sus mantelerías, de sus sábanas y pañuelos, aquella lencería delicada y exquisita que le encargaban las novias pudientes desde todos los rincones de la provincia… El punto de estrella, de coral cerrado, de tallo, de espiga, de chevron, de bolonia, de cadeneta… ¿no resultaban inconfundibles sus pajarillos, sus capullos de rosa, sus perfectas hileras de hiedra verde? Qué magníficos dedos, los de la señorita Lina. Qué precioso don el suyo, que le permitía crear tanta hermosura.

El 4 de febrero, como de costumbre, puso agua a calentar, y, entre tanto, preparó un poco de café. Masticó despacio la rebanada de pan de la noche anterior, con un chorrito de aceite. Regresó entonces sobre sus pasos al piso de arriba, silenciosa como una sombra. Se aseó y se vistió, trenzando su pelo con ademanes rápidos, procurando que ningún mechón rebelde escapara del pulcro recogido. Apenas se miraba al espejo. Le habían inculcado el desprecio por la vanidad, y, con el correr de los años, su propia abulia había desembocado en franco desinterés. ¿Qué podía importar su aspecto, al fin y al cabo? ¿A quién podía importarle? Sin embargo, aquella mañana fue distinta. Se permitió unos minutos de detenida y curiosa observación en el empañado cristal del viejo tocador. La imagen allí reflejada la sorprendió. Contempló con desconcierto el rostro que fruncía el ceño. Era una cara familiar, pero extraña. ¿Eran suyos aquellos mechones blancos? ¿Le pertenecían aquellas arrugas y aquellos párpados hinchados? ¿Cuándo se había aflojado su cuerpo de tal modo? ¿En qué impreciso momento se desinflaron sus pechos y empezó a sobrarle la piel en el cuello? Giró la cabeza a un lado y a otro, espantada. ¿No era aquella la misma barbilla puntiaguda y desafiante que Pablo Atienza tuvo la osadía de besar una vez, en el camino del molino viejo, cuando insistió en acompañarla a casa después de misa? Apartó el recuerdo con un gesto de dolor. Los labios de Pablo aún le quemaban en sus noches de insomnio. Había ocurrido en otra vida. En un minuto glorioso, a plena luz, lejos de los corredores lúgubres de su prisión. Cuando aún era joven e ingenua. Cuando aún creía que le aguardaba una vida propia. Antes de que la negativa inapelable de la madre lo volviera todo negro.

—¡Lina! ¿Te has dormido? —inquirió la voz, apremiante, autoritaria.

—¡Ya voy! —respondió ella, sin pensar.

Entró con la bandeja en el santuario de la anciana. El aire resultaba casi irrespirable allí. Un pequeño y claustrofóbico universo de vapores, cocimientos, cataplasmas y penumbra.

—Cada día eres más lenta —protestó la madre con su boca torcida. Un espectro sobre la cama, un pequeño montón de huesos, pero todavía llena de la fuerza que da el rencor—. Sabes que si no como a mis horas se me irrita el estómago. Vaga redomada… ¿Dónde están mis pastillas? Tenía que habérmelas tomado a las siete… ¡No te quedes ahí parada como una estatua, niña! Deja la bandeja ahí y busca mis pastillas, atontada. Señor, qué tormento… ¿Has calentado el agua para mi baño? Y procura no escaldarme esta vez, si es que no es mucho pedir…

Dejó a la enferma perdida en su rosario de lamentaciones y exigencias. Volvió a la cocina, aturullada, preguntándose si el agua estaría lista.

—¡Lina! —chilló la anciana—. ¿Por qué pisas tan fuerte? ¡Me explota la cabeza y tú correteas como una yegua! ¿Quieres buscar mis condenadas pastillas? ¿Por qué me dejas así, retorciéndome de dolor? ¡La leche está tibia, Lina! ¿Es que no puedes hacer nada a derechas? ¿Por qué hay tanto polvo en esta habitación? ¿Cuánto hace que no sacudes las alfombras? Lina, ¿me estás escuchando? Noto el pecho cargado, ¡lo noto! ¡Hay corriente aquí! ¿Por qué hay corriente? ¿Pretendes que me dé una pulmonía?

No acababa de entender por qué tenía las tijeras en la mano, y tampoco de dónde había salido tanta sangre. Una niebla densa se le había metido en el cerebro, pero, al menos, las voces se habían callado. Estaba parada en medio del pasillo, confusa, tratando de recordar qué debía hacer a continuación. El rumor de los pájaros en el jardín la llenó de un gozo desconocido y, movida por un impulso, empezó a abrir ventanas a su paso. Retiró la olla burbujeante del fuego. Se daría un baño, sí, pero quizá más tarde. Aún tenía tiempo. En el bastidor, las hileras de hiedra verde esperaban, pacientes e invitadoras. Se sentó a bordar.

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