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La historia de un fracaso

La historia de un fracaso

La profesión de geólogo conlleva algunos inconvenientes, pero sus recompensas son, no cabe duda, notables. Con frecuencia uno se siente como esos ingenuos legionarios romanos de las historias de Astérix y Obélix a los que les repetían aquello de “¡alístate, viajarás y conocerás el mundo!»

Me viene a la mente una imagen del pasado. Estoy con un buen amigo en las faldas del Kilimanjaro. Tomamos unas cervezas bien frías tras una intensa jornada de trabajo mientras yo recito mi repertorio habitual de lamentos acerca de las múltiples incomodidades personales que acarrea nuestra profesión. Tras haberme permitido el desahogo, mi interlocutor —curtido en los seis continentes— me responde lo siguiente: “Oye, Jorge, si lo que querías era un trabajo de oficina haber estudiado oposiciones”. Nos reímos, chocamos las botellas en un brindis, y seguimos bebiendo mientras contemplamos la impresionante cumbre glaciar africana.

No le faltaba razón a mi colega pues, en el fondo, estaba claro que mis lamentos eran más bien retóricos, o probablemente terapéuticos. En aquellos años lo pasé bien. Minas de uranio y de diamantes, parques eólicos, ríos y acuíferos, sistemas de abastecimiento de agua, planes contra las inundaciones. Argelia, Marruecos, Mali, Níger, Angola, Cabo Verde, Tanzania, Mozambique. También forjé grandes amistades en África, hasta el punto de que allí fue donde se gestó el inicio de lo que hoy es mi familia. Pero el tiempo pasa, porque el universo no descansa y los astros giran y aparecen las canas. Y las experiencias vitales decantan como el limo de los pantanos, acumulando sedimentos que devienen estratos que acaban por hacerse pesados en la conciencia. Y uno decide escribir, acaso por la sencilla razón de que es mucho más barato que comprarse una Harley Davidson, o más razonable que llenarse el cuerpo de tatuajes y aficionarse al triatlón. Quién sabe. El caso es que, por el motivo que fuese, me decidí a escribir un ensayo sobre África porque yo lo sabía todo sobre África, había leído mucho acerca de África, conocía lo que no conoce nadie de África. Porque yo había estado de verdad en África, trabajando, no como un mero turista de esos que hacen fotos en el safari, siempre las mismas fotos de los mismos safaris. Yo había hablado con mucha gente, y había sido testigo de muchas cosas. Tenía el deber moral de escribir ese ensayo para mostrarle al mundo la verdad sobre África y poder explicar sus problemas, sus flujos migratorios, sus élites corruptas, sus avariciosas corporaciones. Y también sobre los vicios y malas prácticas de la cooperación internacional y el expolio de China y tantas otras cosas que yo tenía la obligación de narrar en un ensayo que además sería ameno y, por qué no, incluso brillante. De manera que empecé a escribir. Pero salió una mierda. Perdonen ustedes la expresión, pero así fue. Más que escribir, excretaba. A medida que acumulaba aquellos residuos alfabéticos los enviaba a los esforzados compañeros del taller de literatura en el que hace años que participo. La gente que se apunta a talleres literarios acostumbra a ser amable y, además, dominan el lenguaje, de manera que mis compañeros siempre encontraban una manera educada de decirme que aquello era una mierda —perdón, prometo no escribirlo más—. En una de las sesiones, JP —el escritor que regenta el taller al que asisto— me dio un consejo. Un buen consejo. «Jorge, trata de decir lo que quieres decir, pero de otra manera». Lo anoté en mi libreta sabiendo que JP tenía razón y que en realidad me estaba diciendo que mi ensayo era una (prometí que no lo escribiría otra vez).

*

Los noticiarios hablaban de Wuhan y contaban cosas raras acerca de murciélagos. Los chinos construían hospitales por docenas y en España nos reíamos y afirmábamos que eso iba a ser como una gripe y que qué tontos los chinos y que qué raro eso de los italianos que se están contagiando. Etcétera. Nos confinaron. Y entonces me vi en casa haciendo tonterías con mi familia. Tonterías que grabábamos para enviarlas a los abuelos. Pero en las noches de aquellos meses extraños, cuando el resto de la familia dormía, mi hijo mayor y yo hablábamos como no lo habíamos hecho antes. Un hijo mayor que no comparte ADN ni conmigo ni con mi pareja porque es un hijo de acogida. Es un refugiado saharaui que entonces tenía 17 años y que, aunque su nombre es Mohamed Salem, todo el mundo le llama Moha. Los mejores amigos de Moha son Feliu, Otman, Mamadú, Sidi y Jadiya. A ellos les gusta jugar al fútbol y a ella le gusta leer. Jadiya vive en España desde muy pequeña y le va muy bien en los estudios. Otman llego escondido en un camión frigorífico y Mamadú tuvo suerte porque alcanzó la costa en una patera. A Moha no le hacía ninguna gracia que estuviera escribiendo sobre él y sus amigos. Decía que le daba vergüenza. Yo trataba de tranquilizarle explicándole que en realidad nada de lo que escribía era verdad, porque se trataba de una novela. Lo que he escrito es ficción. O no. Acaso solo sea un ensayo fracasado.

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Autor: Jorge Molinero Huguet. Título: Nómadas. Editorial: Trampa Ediciones. Venta: Todos tus libros, Amazon, Fnac y Casa del Libro.

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