La memoria se acuna en meandros. Fluye, se estanca, va recorriendo el río de la vida y, a veces, fondea en un puerto de abrigo: siempre el de los recuerdos que, si la cosa se da, son los buenos, los de la niñez, cuando la vida está por hacer y no te zancadillea el paso. El de Carla huele a arándanos, sabe a arándanos, a un zumo desconocido en el imperio del mango que el maître del hotel Nutibara de Medellín, vestido como en los palacios de Versalles —bajo lámparas de araña con sus cristales brillando—, sirve a esa niña a la que llama “dama”, como a su madre. Lo saborea mientras recrea la mirada en un mundo de lujo, de clientes adinerados que se muestran elegantes: ellos, con sus trajes de lino; ellas, con vestidos de vaporosa gasa. Hasta allí le ha llevado su madre porque se lo ha ganado. Porque, aunque a regañadientes, ha cruzado por esas calles mugrientas de tipos malencarados y olores ácidos, no como el de los arándanos. Es el premio por ir de su mano, por hacerle más grata, ahí juntas, la mañana en el mercado de Medellín, donde se cruzan voces con un griterío que asusta a la pequeña, que aguanta porque mamá le ha prometido un premio si no refunfuña ni frena el paso.
Sentada en esos butacones aterciopelados, sorbe el zumo de una fruta cuyo nombre llevará siempre grabado. Como la sonrisa de su madre, que disimula —muy dentro— que cuenta pesos porque no es sitio para bolsillos modestos, como el de una madre que saca a su hija sola, sin el abrigo del padre.
Le han coronado el hielo picado con una sombrillita de papel. La guarda en el bolsillo de su vestido. La toca varias veces, para comprobar que sigue allí, a resguardo. Porque su sitio es el cuarto: un dormitorio con mesillas huérfanas de decorados, como esperando que llegara de un hotel lejano aquella sombrilla de varillas finas, papel rosa, letras chinas y unas gotas pegajosas en el palito, que la niña relame, paladeando un sueño que ya será perpetuo.
Y mientras en Madrid, sentada a nuestra mesa, Carla comparte ese recuerdo —el refugio al que siempre acude cuando la vida se convierte en mercado de griteríos, ofensas, malos humos y peores olores—, nosotros callamos. Porque a veces la felicidad no necesita ruido.
Sí, mejor, sentada a la mesa de los mayores. Las Merceditas algo sucias, y un vestido donde unas manchas de arándanos le recordarán que siempre se puede ser feliz, aunque solo sea paladeando un jugo morado bajo la luz brillante de una lámpara de araña, con una madre que ya lavará el vestidito al llegar a casa. Aunque nadie la llame “dama” al entrar.
Y sin embargo, lo fue. Lo sigue siendo. Porque hay títulos que no otorgan los salones ni los nombres bordados en la solapa, sino las manos que aprietan fuerte cuando uno tiene miedo, y los labios que prometen un premio y lo cumplen. Aunque sea morado. Aunque se acabe pronto. Aunque solo quede la sombrillita, rescatada como un talismán de papel, un ancla a una vida recordada como la mejor vivida.


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